En la Tierra del Fuego (63 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Al tercer día, la tos de este se aplacó, pero la fiebre subió mucho.

—¡Tenemos que buscar un médico! —gritó Elisa, aunque sabía que no había ninguno. Por lo menos no allí, en la región del lago. En Puerto Montt vivía un médico llamado Franz Fonck y en Osorno un tal doctor Herrguth había abierto su propia farmacia, pero allí en el lago tenían que arreglárselas como podían.

—Tal vez…, tal vez él pueda venir —se quejó Elisa de nuevo en contra de toda esperanza—. De algún modo…

—Pero está lloviendo —le dijo Annelie en voz baja—. Hace tres días que está lloviendo sin parar.

Elisa ni siquiera se había dado cuenta.

Al cuarto día, la lluvia cesó por fin y Ricardo pareció recobrar la conciencia por primera vez en todo ese tiempo, aunque el rostro todavía le ardía. El chico murmuró algo y, cuando Elisa se inclinó y pegó el oído a su boca, creyó entender las palabras de su hijo.

Un cuento… El niño quería que le contara un cuento. Preferiblemente, el de Flor de Fuego.

Elisa recordaba vagamente que, antes, Quidel solía contarles a los niños algunos cuentos mapuches. Ella, por su parte, no lo había hecho nunca. No tenía tiempo para esas cosas y puede que tampoco ganas. Pero esta vez le contó a su hijo la historia de Flor de Fuego de la forma más conmovedora, vívida y colorida de que fue capaz.

—Érase una vez una maga que era muy malvada. No conocía la compasión ni la misericordia y le encantaba atormentar a los demás. Cuando se dio cuenta de que el joven Kalwuen, el hijo del cacique, se había enamorado de una muchacha de la tribu, la bruja tomó a la joven y se la llevó a lo más profundo de la selva. Flor de Fuego, que así se llamaba la joven, estuvo andando sin rumbo, perdida, entre los gigantescos árboles, sin poder encontrar el camino de vuelta a casa. Kalwuen enfermó de amor y estuvo a punto de morir. Pero entonces…, entonces llegó a su campamento la gran madre de la tierra, Machi, y exclamó: «¡Levántate, hijo mío, levántate!».

Afligida, Elisa miró a su hijo Ricardo y creyó que el pecho le iba a reventar de dolor. ¡Cuánto le hubiera gustado decirle lo mismo, que se levantara y recobrara sus fuerzas! Pero lo único que el chico pudo hacer fue entreabrir apenas los ojos.

—Sigue… —le exigió el niño—. Sigue contando…

Y Elisa siguió contando:

—Sí, eso fue lo que Machi le dijo al joven Kalwuen: «Levántate y dirígete hacia el sur, hasta que encuentres la orilla de un gran lago rodeado de majestuosos montes. Allí viven mis dos hermanos más jóvenes, el gigante Osorno y el gigante Calbucco. A ellos puedes preguntarles dónde habita la malvada bruja que responde al nombre de Malacaitu».

—Mala… Mala… —dijo Ricardo intentando repetir el nombre, pero sin conseguirlo. Entonces soltó una tos seca.

—Kalwuen hizo lo que le dijo Machi, se levantó de su lecho de enfermo y emprendió aquella larga marcha a pie. Se adentró en la selva y quedó empapado a causa de la incesante lluvia que, desde las ramas y las hojas, caía sobre él. Pero de repente, algo brilló entre los árboles, era un centelleo como el de un espejo. Había llegado al lago.

—Nuestro lago —murmuró Ricardo cerrando los ojos.

—Sí —dijo Elisa, y apenas pudo reprimir un sollozo—, nuestro lago…

No estaba segura de que Ricardo la siguiera escuchando, pero continuó:

—Cuando Kalwuen llegó al lago, Osorno estaba justamente llevándose una pipa a la boca: unas enormes columnas de humo salieron disparadas al cielo. Y su hermano Calbucco empezó a lanzar lenguas de fuego, que era su juego preferido. Aunque Kalwuen se asustó muchísimo, su miedo por Flor de Fuego podía más. Por eso, se atrevió a dirigirse al gigante y a preguntarle por el paradero de la joven.

»Una vez más, el humo de Osorno y las llamas de Calbucco se elevaron hacia lo alto, pero cuando vieron que Kalwuen no se asustaba, sino que su amor era fuerte y sincero, detuvieron aquel teatro terrorífico y le indicaron a Kalwuen el lugar en el que tenían secuestrada a la pobre Flor de Fuego. De nuevo, el joven avanzó durante días por la selva de altos árboles, hasta que encontró un claro donde florecía el copihue, con su color rojo. Y allí, allí pudo abrazar a Flor de Fuego.

Elisa abrazó también a Ricardo con más fuerza que nunca. ¡Jamás, jamás iba a dejarlo, no dejaría que ninguno de esos oscuros poderes del destino se lo llevasen!

Al menos durante la noche, el niño respiró de forma sosegada y regular. Al amanecer, sus puños apretados se aflojaron de repente, sus párpados temblaban. Ya no lloraba, y tampoco parecía tener miedo de los demonios que acechaban en torno a la cama.

Cuando, por la mañana, el sol asomó por primera vez tras las nubes, como una primera señal pasajera de que en algún momento llegaría la primavera y la vida continuaría, Ricardo ya estaba muerto.

Capítulo 30

Todos acudieron a consolarla, cada uno a su manera, aunque no pudieron llegar al corazón de Elisa. Ninguna palabra amable, ninguna caricia la alcanzaban. En los últimos días, había creído que solo Ricardo y ella existían, pero ahora estaba completamente sola.

Lukas dejó las labores de reparación del granero y, en su lugar, anunció, todavía acosado por la tos, que él mismo le construiría un ataúd a su hijo muerto.

—Acuéstate, de lo contrario, vas a morir tú también —le dijo Elisa.

Su voz sonaba apagada, como la de una extraña a la que, en realidad, le daba igual lo que él hiciera.

—No lo vamos a envolver en un trozo de tela —le dijo Lukas casi con obstinación—. Tendrá su propio ataúd.

Para Elisa era impensable que hubiera que enterrar a su pequeño Ricardo, fuera en un ataúd o no. El chiquillo estaba amortajado en la habitación y Elisa permanecía a su lado sin poder dejar de acariciarlo.

Magdalena rezaba incansablemente por él e incluso Christl, que siempre se había burlado de su devota hermana, estuvo a su lado horas y horas musitando sus rezos con ella.

Elisa se sentía incapaz de orar. Con una expresión de confusión, miraba fijamente a las hermanas Steiner y a las demás mujeres que habían venido para velar al pequeño; tenía la sensación de que nada de aquello tenía que ver con ella, de que estaban reunidos en torno a un niño desconocido.

Apenas prestaba atención a Lu y a Leo, que se peleaban con las hijas de Resa y Poldi y que terminaron recibiendo unas sonoras bofetadas de Christine y Jule. Tampoco se percató de cómo los chicos acudían hasta donde estaba su madre, con gesto apocado, y se sentaban en su regazo.

Por un instante, tuvo una sensación de calidez, pero esta desapareció rápidamente. Sabía que debía decirles algo, acariciarles las caritas, mostrarse agradecida por el hecho de que ellos todavía estuvieran sanos y alegres, pero no se movió. En algún momento, los niños se separaron de ella y no se atrevieron a acercarse más.

—Yo perdí a mis hijos mucho antes —le dijo Annelie en voz baja—, pero sé lo que se siente. No hay consuelo para eso.

Elisa se limitó a encogerse de hombros.

—Eres una mujer fuerte, lo superarás —le dijo Christine.

Otra vez Elisa se encogió de hombros.

En algún momento, también Poldi se acercó para expresarle su pésame.

—Lo siento muchísimo —le dijo, y entonces empezó, vacilante, a tararear una canción infantil. Elisa rompió a llorar; eran las primeras lágrimas desde la muerte de Ricardo.

—¡Cállate! —le dijo increpándolo, y Poldi se calló.

Al final, ya nadie se atrevía a hablar con ella. El único ruido que rompía aquel silencio eran los golpes de martillo de Lukas construyendo aquel ataúd.

Elisa no lo soportaba. Se tapó los oídos, se alejó por primera vez del niño muerto y corrió, adentrándose cada vez más en la selva. Solo cuando el lodo empezó a llegarle a las rodillas dio la vuelta. No podía sobreponerse y regresar a casa, así que, arrastrándose, se metió en uno de los establos; estaba oscureciendo. Aquel era el único establo que había salido indemne del ataque de los mapuches. Se subió a la buhardilla donde estaba el heno, se dejó caer y sepultó la cara entre la hierba húmeda y blanda.

—¡Márchate! —gritó Elisa cuando oyó los pasos. Eran los de Annelie, que venía a decirle que debía comer algo.

—¡Márchate! —le gritó Elisa otra vez.

Y Annelie se marchó.

Al cabo de un rato, resonaron otros pasos. Ella se sentó y se preparó para ahuyentar también a este inoportuno huésped. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que era Cornelius quien subía a verla y a sentarse a su lado, no tuvo fuerzas para pedirle que se marchara. A él no.

Una vez más, se dejó caer en el heno y miró al techo, que —al igual que los demás techos de la colonia— Lukas había construido… Lukas, que ahora estaba haciendo un ataúd para Ricardo.

—Está muerto —dijo Elisa en voz baja. Por primera vez podía enunciar aquella amarga verdad—. Mi pequeño Ricardo está muerto.

Cornelius no dijo nada. No expresó su pésame, ni siquiera asintió, solo le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

Elisa regresó a casa, despertó ante su hijo muerto y salió corriendo otra vez hacia el granero. Y de nuevo Cornelius la siguió poco después y se quedó allí para acompañarla en su silencio.

Y así lo hicieron todos los días que Lukas estuvo trabajando en el ataúd, dando martillazos, y volvieron a hacerlo cuando el sepulcro estuvo listo y el pequeño Ricardo quedó amortajado y sepultado.

Elisa había perdido la noción del tiempo, no sabía cuánto tiempo llevaba muerto su hijo, no sabía si su dolor disminuía o aumentaba; tampoco sabía si encontraría otra vez el camino de vuelta a la vida o si esta continuaría siendo para ella un estado ajeno. Lo único que sabía era que existían aquellas horas de silencio junto a Cornelius. Y entonces comprendió que, sepultado bajo todo aquel cúmulo de pena y dolor, algo en ella todavía latía, algo que no estaba petrificado ni anestesiado.

Lo que más la ayudó fue que Cornelius no intentara consolarla. Él jamás franqueaba el último trecho de la distancia que los separaba. Fue ella la que un buen día, de un modo apenas perceptible, se acercó a él y se acurrucó contra su pecho.

Durante mucho tiempo, ella se había prohibido con todas sus fuerzas buscar esa calidez o permitirla. Pero ahora, cuando todo estaba muerto y nada tenía sentido, no había nada tras lo cual pudiera protegerse mejor, ni el orgullo ni el sentido del honor, ni la razón ni la indiferencia. Una yerma tierra de nadie parecía extenderse entre ella y el resto del mundo, tierra estéril, llena de tumbas, y solo Cornelius estaba a su lado, y era agradable tenerlo allí. Cuando ella se acurrucó contra él, empezó a llorar y lloró aún más cuando recordó que era una mezquindad por su parte sentirse tan a gusto en esa hora oscura. En ese furtivo instante, no sintió hambre. En ese furtivo instante, no se sintió tan cansada. En ese furtivo instante, no sintió aquella profunda tristeza.

Pero el temor y la vergüenza desaparecieron. Cuando, al cabo de un momento, alzó la cabeza y miró a Cornelius, su voz sonó sobria, casi fría:

—Es culpa mía.

—¿De qué hablas? —preguntó él confundido—. ¿Quieres decir que tienes la culpa de que el pequeño Ricardo muriera? No puedes pensar que es culpa…

—No —se apresuró a decir ella—. No me refiero a eso. He hecho por Ricardo todo lo que he podido. Pero es culpa mía que nosotros…, que nosotros dos no podamos vivir juntos. Prometí que te esperaría. Pero no lo hice, no esperé lo suficiente. Tuve poca paciencia.

Las lágrimas cesaron.

—Eso no es cierto —dijo Cornelius con voz ronca—. No pudiste hacer otra cosa. Mi tío me ocultó tu carta. De lo contrario, hubiera venido a buscarte mucho antes… Pero, Elisa, eso ocurrió hace mucho tiempo. Ya no cuenta. Tú ahora tienes a Lukas.

—Ricardo era más…, más hijo mío que suyo. Mi dos hijos mayores… Ellos sí que son unos Steiner como Fritz o Lukas. Son eficientes, trabajadores, tercos, parcos en palabras y un poco distantes. Pero Ricardo… Ricardo era tan dulce, tan menesteroso, a veces parecía incluso un poco perdido. Era tan fácil quererlo. A veces lo miraba y me imaginaba que era hijo tuyo.

—Eso no debes ni pensarlo —le dijo él—. Lukas…

—Lukas es un buen hombre —lo interrumpió ella con expresión hosca—. Un hombre decente y trabajador. Fue siempre el más tranquilo de sus hermanos y también el más fácil de aguantar. Sí, es un buen hombre. Pero yo no lo amo. Nunca lo amé. Yo solo…

—¡Por favor! —dijo Cornelius con voz suplicante—. ¡Te lo ruego! ¡No lo digas!

Ella no lo hizo, pero tampoco podía callar. Dijo otra cosa.

—Me casé con Lukas para ayudar a Annelie. Para demostrarle a mi padre que yo era capaz de dar a luz hijos fuertes y sanos. Annelie le había fallado, pero yo, yo podía darle nietos, y no solo uno, sino tres, uno tras otro, y casi sin esfuerzo. Y tras los partos, me incorporaba enseguida a las labores del campo, y trabajaba duro como antes.

—Elisa, tienes todos los motivos para estar orgullosa de lo que has hecho aquí y, por supuesto, también de tus hijos. ¡No lo estropees!

—Pero no quiero tanto a Lu y a Leo. Me alegra que sean tan independientes y que llamen tan poco la atención. Sí, eso es lo que más estimo de mi marido y de mis hijos, ¡Qué no me estorben! ¡Es algo lamentable! ¡Muy lamentable! Al único que quería de verdad era Ricardo, porque a Ricardo podía imaginármelo como…

—¡Por favor, no lo digas otra vez!

—Es que no sé cómo voy a seguir. No sé cómo voy a continuar viviendo al lado de Lukas como si nada hubiera pasado entre nosotros.

—¡Entre nosotros no ha pasado nada!

—Claro que sí —dijo ella—. ¡Sí que ha pasado! Nos hemos besado. No puedo olvidarlo. No dejo de sentir tus labios sobre los míos. Sé cómo es tu pelo al tacto cuando lo acaricio. ¡Y ahora me gustaría tanto acariciarlo! Y quisiera tocar también cada parte de tu piel, olerla, besarla, porque yo…, yo… te quiero, Cornelius. Nunca he dejado de amarte y ahora…

Elisa se calló cuando él le tapó la boca con una mano.

Sin embargo, ella no se cohibió y cogió esa mano, la apretó brevemente, se la llevó a la boca para besar sus dedos, uno a uno, y, cuando hubo acabado, se inclinó hacia delante, lo tomó por el cuello y lo besó en la boca. Por un momento, él se puso rígido y quiso apartarla, pero cuando ella se pegó más a él, con gesto de avidez y demanda, él abrió los labios.

Mientras aún lo besaba, Elisa se dejó caer otra vez sobre el heno, pero sin soltar la cabeza de Cornelius; él se tumbó sobre ella e hizo un breve gesto negativo.

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