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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (69 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Cállate! —le gritó Elisa pegando un golpe tan fuerte en el suelo que una llovizna de lodo seco cayó de su ropa—. ¡Cállate! ¡No vuelvas a mencionar su nombre en mi presencia nunca más! ¡Nunca más! ¿Me oyes? ¡Nunca más!

Annelie asintió con expresión afectada. Elisa pasó por su lado a toda prisa y, mientras caminaba, se fue quitando la ropa sucia.

Capítulo 34

El cuarto hijo de Elisa nació en pleno verano, a finales de febrero de 1863. Christine, Jule y Annelie estuvieron a su lado, pero apenas necesitó ayuda. De todos sus partos, este fue el que le pareció más fácil y rápido. Puede que fuera porque los dolores físicos le parecieron ridículamente tenues en comparación con el dolor que corroía su alma durante los últimos meses. Le preocupaba que su tristeza se transfiriera a la criatura e intentó una y otra vez controlarse y mirar solo adelante. Mientras pudiera anestesiar aquel dolor con el trabajo diario, todo le resultaría más fácil. Pero la semana antes del parto, cuando tenía el cuerpo y los pies hinchados —lo que le impedía estar de pie—, lloró con frecuencia.

Y las lágrimas brotaron también cuando vio a su hijo berrear con fuerza, casi con enfado; y esta vez era un llanto de alivio, al ver que ella, que por dentro se había sentido tan muerta, podía dar a luz un ser tan vivo, sano y fuerte.

Antes de que pudiera acariciarlo, Annelie cogió al recién nacido en sus brazos, aunque no por mucho tiempo, ya que Christine también quería.

—¡Es un niño! —exclamó—. ¡Has tenido otro varón! ¿Cómo… se va a llamar?

Elisa bajó la mirada, avergonzada, y esperó que nadie se diera cuenta de que tenía las mejillas rojas. Se sentía como una traidora, ya que Christine estaba muy contenta por la llegada de un nieto que no era suyo. Sospechaba que Christine deseaba en secreto que el chico se llamara Friedrich, por su hijo Fritz, tío del recién nacido, pero Elisa no podía imaginarse poniéndole a su hijo el nombre de uno de los hermanos Steiner.

—Magdalena… —dijo señalando a la hermana más devota de Lukas, que, aunque no la había asistido en el parto, se había quedado allí todo el tiempo orando por la criatura—. Magdalena va a ser su madrina —explicó Elisa— y ella debe decidir qué nombre ponerle.

Magdalena se encogió de hombros; Elisa no estaba segura de si se sentía honrada o si la condición de madrina era una carga para ella. Solo recordó lo que su cuñada le había revelado mientras eran rehenes de los mapuches: que le gustaban los niños siempre y cuando no fueran suyos.

Magdalena se puso en pie, examinó al recién nacido, pero no lo tocó.

—Hemos pasado tiempos muy malos —empezó diciendo Magdalena con tranquilidad—; el ataque de los indios, el largo invierno, la hambruna… Y luego, para colmo, la muerte de Ricardo y Lukas. Pero Dios no se ha apartado de nosotros. Este niño es la muestra, la señal de que Él nos sigue acompañando. El versículo veintitrés del primer capítulo del Evangelio según san Mateo dice: «Y le pondrás por nombre Emanuel, que traducido es “Dios con nosotros”». Magdalena hablaba con la voz de una extraña a la que nada en el mundo podía sucederle, de modo que Elisa casi sintió envidia de aquella presunta dureza tan parecida a la de Jule.

Magdalena no tenía ninguna pesada culpa con la que cargar; no sabía cómo se sentía un corazón roto. Pero, probablemente, tampoco podría sentir esa ternura que experimentó Elisa cuando Christine le puso el niño en los brazos. Este todavía lloraba, pero ya no lo hacía con aquella furia ni de un modo tan penetrante.

Las lágrimas le corrieron por las mejillas cuando le pasó la mano por la cabecita.

—Emanuel —dijo Christine pensativa—. En fin… Tal vez no sea un mal augurio. ¿Acaso no se llamaba así aquel presidente de Chile que siempre nos ayudó a nosotros, los alemanes, y que le dio su nombre a Puerto Montt? ¿No se llamaba Manuel Montt?

Jule asintió.

—Y, además, el presidente Manuel Montt es un descendiente de Peter Lisperger, de Worms, que llegó a Chile en el siglo XVI y se convirtió en el hombre más rico del país.

Magdalena se había sentado de nuevo y había retomado sus rezos. Jule apretó con pericia el vientre de Elisa, del que salió la placenta.

Elisa ni prestó atención. El niño había dejado de berrear y había abierto los ojos, que hasta ese momento habían permanecido entrecerrados.

La madre se sumió en la contemplación de aquella imagen. Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, se atrevió a pensar en Cornelius; Cornelius, a quien había despreciado durante los últimos meses, a quien solo había dedicado una sonrisa fría y una voz indiferente cuando este había acudido a explicarle por qué se casaba con Greta. Cornelius, a quien ella, con aparente indiferencia, había respondido que se sentía infinitamente aliviada de que él tomara a Greta por mujer; así por lo menos tendría una, ya que ella jamás se casaría con él, mucho menos cuando llevaba un hijo de Lukas en el vientre como legado de su amor.

Sí, así lo había enviado a paseo y había hecho todo lo posible por desterrarlo de su corazón; pero ahora se sentía embargada por una calidez y un afecto tremendos, y también por una profunda tristeza.

«Cornelius», pensó, llena de nostalgia, de añoranza, atrapada brevemente en el recuerdo de su abrazo.

Pero, entonces, Elisa ahuyentó ese pensamiento e intentó olvidar que el niño que sostenía en brazos era hijo suyo.

—Manuel —murmuró—, Manuel…

Una semana después, un día de marzo de un calor insoportable, Greta dio a luz una niña. Cornelius había querido ir a buscar a Jule, o por lo menos a alguna de las otras mujeres, pero Greta insistió en parir a su hijo ella sola. Solo él debía permanecer a su lado, eso bastaría. Sin embargo, no dejó que Cornelius la tocara, ni siquiera que le trajera agua para refrescarse. Aquel hombre tuvo que permanecer junto al lecho —sin saber qué hacer— y presenciar cómo ella se retorcía y sufría. Pero Greta reprimió cada grito, solo gimió un poco, y ni siquiera tras muchas horas, cuando ya los dos estaban empapados en sudor, salió de sus labios un grito de queja. Hasta el último momento él había estado dudando de que un cuerpo tan delgado y estrecho como el de Greta pudiera empujar tanto como para dar a luz un hijo. Sin embargo, en algún momento, una cabecita apareció entre sus piernas y, aunque él tenía prohibido tocar su cuerpo, ella esperó a que él terminara de sacarlo. Cornelius lo hizo con manos temblorosas; la piel del niño, pegajosa al tacto, no le produjo asco, pero sí le provocó una sensación incómoda. Sin embargo, la inseguridad desapareció cuando esa criaturita tan pequeña quedó de repente entre las piernas de su madre, todavía unida a su vientre por el azulado cordón umbilical. Gritaba tan poco como su propia madre, solo soltó un breve chillido que sonó más bien como el de un ratón y no como el de una criaturita humana.

Cornelius se enjugó el sudor.

La cabeza de Greta estaba echada hacia atrás. Su cabello era tan blanco que apenas se diferenciaba de la tela del cojín. Y para que ella pudiera ver a la niña, él se la colocó sobre el vientre desnudo, pero los ojos de ella se quedaron clavados en el techo.

—¿Crees que ahora debo traer a Jule?

—Quisiera ponerle el nombre de tu madre —murmuró ella.

Solo mucho después Cornelius se preguntó cómo había podido saber ella que le había dado vida a una hija sin apenas haber visto a la criatura recién nacida. En ese instante, sintió cierta confusión por su actitud y también un poco de enfado. ¿Cómo podía aquella mujer pedirle tal cosa? ¿Acaso el sacrificio que estaba haciendo por ella no era suficiente? Él había mentido por ella, se había apartado de los demás, había aceptado que Elisa lo mirara como si no existiera y, lo que era aún peor, como si jamás hubiera existido.

—Tal vez deberíamos ponerle… —Cornelius se sentó con prudencia en el borde de la cama, contempló a la niña, que era diminuta, pero tenía un cuerpo sano. Un vello muy fino le crecía en la cabecita, embadurnada de una masa amarillenta que parecía yema de huevo—. Tal vez deberíamos ponerle el nombre de tu madre.

Con sumo cuidado, Cornelius alzó la mano y le acarició la cabecita a la niña, una cabecita suave, cálida y húmeda. El enfado que había sentido hacia Greta desapareció, y también toda su amargura por verse metido en aquella situación, y lo único que quedó en él fue un profundo respeto por la recién nacida, especialmente por su inocencia. Aquella niña no sabía nada de nada. No sabía nada del pecado de su padre biológico, nada del amor que él, Cornelius, sentía por Elisa. Nada sabía de su desgarro interno por sentirse tan responsable de Greta y, al tiempo, luchar contra su destino. Aquella criatura estaba allí y era preciso protegerla, ocuparse de ella, amarla.

Greta se incorporó, aunque seguía sin mirar a su hija. Ella cedió a la voluntad de él, pero sin renunciar del todo a la suya.

—Emma Cornelia —murmuró Greta.

Él no la contradijo.

—Emma Cornelia —repitió él, al tiempo que le acariciaba la cabeza a la niña y, por primera vez en muchos meses, sintió una profunda paz interior, paz consigo mismo, con el mundo, y sobre todo con esa criatura—. Yo la llamaré Emilia.

Solo mucho después se dio cuenta de que el nombre de la niña se parecía al de Elisa. Pero ya en ese momento supo que le regalaría a aquella pequeña todo el amor que llevaba en su corazón y que Elisa no quería aceptar; tal vez aquella no fuera su hija carnal, pero sería la hija de su corazón.

Libro cuarto
Muerte, miseria y pan
1880

Capítulo 35

—¡Aquí estoy! ¡Aquí!

Por un instante, Emilia no supo de dónde venía la voz. Pero cuando oyó las risitas, levantó la cabeza y vio a Manuel sentado en uno de los árboles. Entonces ella le devolvió la sonrisa.

—¿Qué haces ahí arriba? —le preguntó ella echando la cabeza hacia atrás.

—¿Qué te parece: disfrutando de las magníficas vistas? —le propuso él con tono algo burlón.

Una vez más, la chica rio con tal fuerza y abriendo tanto la boca que una mosca estuvo a punto de metérsele en ella. Entonces, empezó a dar manotazos a un lado y a otro para espantarla. A finales del verano, las moscas se convertían invariablemente en un tormento: eran los «colihuachos», a los que los colonos alemanes llamaban
moscas de caballo
, aunque eran las vacas las que las atraían, no los caballos.

—¡Quiero ver si Jacobo lo consigue él solo! —le gritó Manuel.

—¡Eres malo! —le dijo Emilia con tono afable y, de inmediato, empezó a trepar con agilidad. Antes tenía miedo de los árboles demasiado altos. Pero Manuel le había enseñado cómo ir subiendo de rama en rama, y ella no quería ser inferior a él en nada: ni en agilidad, ni en fuerza ni en valor. En realidad, desde aquel árbol había muy buena vista, y Emilia se alegró de poder hacer una breve pausa.

El día había sido duro, y lo habían dedicado a reunir todo el ganado. Cada año había que hacer lo mismo: en el verano, las vacas pastaban libremente; en el otoño había que llevarlas de nuevo a los establos. Durante los primeros años, era casi imposible mantener unidos aquellos grandes rebaños. A ningún chileno se le había ocurrido antes la idea de encerrar a tantas reses al mismo tiempo. Y sin perros entrenados especialmente para ello, la empresa habría sido inútil, e incluso los perros no hacían más que ayudar a las vacas a que llevaran consigo a sus terneros. Con sonoros ladridos atraían a las madres y, cuando se le echaba el lazo al ternero, la madre se quedaba junto a él.

Emilia se sentó sobre la rama al lado de Manuel. La rama crujió amenazadoramente un instante, pero la madera era lo bastante resistente para soportar su peso.

—¡Eres malo! —le dijo de nuevo—. ¡Siempre te estás burlando del pobre Jacobo!

—¿Por qué? —dijo con una sonrisa de conspirador—. ¡Yo he cogido por lo menos cuatro terneros! ¡Y Jacobo todavía no ha capturado ni uno!

Emilia se rio. Manuel no era de los chicos más trabajadores, de lo contrario, no estaría sentado en un árbol mientras se recogía el ganado. Sin embargo, en comparación con el patoso —menos Christl, su madre, todos llamaban así a Jacobo Steiner— era fácil sentirse como un héroe.

También Emilia podía disculparse por el hecho de que para ella hubiera cosas más agradables que el trabajo señalando hacia las hijas de Poldi, aún más perezosas.

Esas chicas se pasaban el día entero quejándose a causa del trabajo que les tocaba hacer: debían ayudar en la recogida del ganado y cosechar la quila, con la que más tarde, en los meses de invierno, en los que no abundaba la hierba, se alimentaría a las reses. Además, debían limpiar el establo donde se ordeñaba, un cobertizo de tablones con tres paredes y un lado abierto, cuyo techo debía proteger al ganado del viento del norte.

Acababan de pedirle ayuda a Emilia, pero esta no pensaba abandonar aquel cómodo sitio en el árbol.

—Hoy Rosetta casi le pega una patada a Jacobo —le contó la joven a Manuel.

—¡Vaya, pobre!

Manuel empezó a reír, y la rama se dobló.

Rosetta era, sin duda alguna, la vaca más brava de todas, pero, si al que pateaba era a Jacobo, todo el mundo daba por sentado que la culpa era de este último y no de aquel «animal diabólico», como en cierta ocasión había llamado Jule a Rosetta.

—¿Y cuánta leche crees que podrá ordeñar hoy Theres? —preguntó Emilia con tono pícaro.

—¿Medio vaso? —sugirió Manuel, y se inclinó hacia ella para quitarle una ramita que le colgaba del pelo.

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