—No quiero que nadie se entere —le dijo ella en voz baja—. Es un pecado.
A Greta le daba igual que fuera o no pecado, pero suponía que Cornelius así lo creía.
Él asintió. Después de haber hecho fuego y de cerciorarse de que ella estaba bien abrigada, salió de la casa. Greta no se preocupó. Sabía que él volvería. Sabía que cortaría la cuerda y bajaría el cuerpo de Viktor del árbol; que luego lo arrastraría hasta allí, le haría un ataúd y lo taparía, y que solo más tarde, mucho más tarde, haría llamar a los otros y les hablaría de un supuesto terrible accidente sufrido por Viktor. Tal vez diría que su hermano se había ahogado en el lago o que se había caído de un árbol, pero les ocultaría la verdad. Del mismo modo que Viktor y ella jamás habían revelado cómo había sido el final de su padre, Lambert.
Sí, solo ellos dos sabrían que Viktor se había ahorcado; ella y Cornelius.
Cornelius, que se ocupaba de ella. Solo de ella, de ella únicamente.
—¿Por qué? —le preguntó él más tarde, cuando regresó, todo mojado, sucio y helado—. ¿Por qué habrá hecho algo así?
Mientras él estuvo fuera, Greta no se movió del sitio.
—Se sentía muy solo —le dijo Greta en voz baja—. No estaba muy bien de la cabeza.
Greta guardó silencio y, en vez de insistir, él se dio por satisfecho con aquellas pocas palabras.
Y eso estaba bien. Cornelius debía conocer parte de la verdad, no toda la verdad, de lo contrario, no se seguiría ocupando de ella; solo de ella, de ella únicamente.
—¡Abrázame! —murmuró la joven Greta—. ¡Por favor, abrázame!
Y Cornelius la abrazó.
También Viktor quería que ella lo abrazara, pero era él quien se había encargado de negarle esa proximidad. La había apartado de ella, una y otra vez.
—¿Qué has hecho? —lo había increpado ella aquel día, cuando él la había tomado por la fuerza.
Y se lo preguntó en repetidas ocasiones: «¿Cómo has podido hacerlo? ¿Qué clase de persona eres? ¿Cómo de mezquino hay que ser para hacer una cosa así?».
Al principio, él solo reaccionaba con obstinación, más tarde se iba enojando y, finalmente, acababa por exasperarse.
—Yo no quería hacerlo, no quería —gritaba una y otra vez. En una ocasión, incluso se arrodilló ante ella y le rogó su perdón.
Pero ella, con expresión burlona, lo había mirado con altivez y le había dicho:
—Estás enfermo, Viktor, estás mal de la cabeza. ¿Por qué vives?
Cada vez que él le suplicaba que lo perdonara y lo abrazara, ella le hacía esa pregunta. Finalmente, su hermano había tomado la cuerda y había dicho que iba a ahorcarse.
A continuación, ella solo pudo sonreír con sorna.
—Jamás te atreverías a hacer tal cosa —le había dicho ella fríamente.
—¡Yo fui quien mató a papá!
—Sí, pero no porque quisieras hacerlo. Yo te lo ordené.
—Pero no me ordenaste que te…, que te… —Viktor no podía pronunciar lo que le había hecho, aquel acto terrible.
Y entonces ella había dicho, también fríamente:
—No habrías podido hacerlo si yo me hubiese opuesto de verdad.
Él la había mirado horrorizado:
—¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué me dejas vivir con esta culpa?
A eso Greta no había respondido.
—Me repugnas, Viktor. Eras un cobarde lamentable —había dicho, y fue entonces cuando volvió a preguntarle—: ¿Por qué sigues vivo?
Aunque Greta no tenía la certeza de que su hermano fuera capaz de hacerlo, al final, él se había ahorcado y ella lo había presenciado con absoluta tranquilidad. Cuando todo acabó, no sabía si reír o llorar, y al final no hizo ninguna de las dos cosas. Tampoco ahora reía: lloraba; lloró durante horas en brazos de Cornelius… Cornelius, que la consolaba y no la soltaba, que estaba allí para ella, solo para ella, para ella únicamente.
El mes de agosto fue lluvioso, pero no muy frío y, cuando los hombres regresaron de Puerto Montt —hacia donde esta vez habían partido sin la compañía de Lukas, lo que lo convirtió en una experiencia dolorosa para todos—, traían consigo algunas gallinas, un buey bastante flaco, pero fuerte, tres grandes sacos de cereal y otros tres sacos de maíz.
Annelie se ocupó de las gallinas y procuró ser lo más ahorrativa posible con los huevos. Solo Greta recibió generosas cantidades, algo poco habitual. Como todos los demás, Annelie también hablaba de la «pobre Greta», una vez que se corrió la voz de que su hermano había muerto accidentalmente golpeado por un árbol. Se decía que Cornelius lo había encontrado y que el infeliz de Viktor ofrecía un aspecto tan horroroso que, para evitar que los otros lo vieran, Cornelius decidió hacer un ataúd rápidamente y meterlo dentro con la ayuda de su hermana.
Elisa no tuvo fuerzas para ir al entierro, en el cual —según se enteró después— todos trataron de inventar alguna palabra amable sobre el extraño de Viktor, aunque muy pocos consiguieron parecer sinceros. Tampoco tenía fuerzas para sentir lástima por Greta, quien —según se decía— se estaba comportando de manera excelente a pesar de la gran pena. Y mucho menos tenía fuerzas para meditar sobre la razón por la que había sido precisamente Cornelius quien había encontrado a Viktor.
Ella, que siempre se había caracterizado por su laboriosidad y por su disciplina de trabajo, se pasaba horas sentada en aquella habitación con la mirada perdida y casi sin moverse. Annelie se quedaba a menudo a su lado, con ojos de preocupación, le acariciaba la cabeza e intentaba animarla con cualquier chismorreo.
—Imagínate —le dijo un buen día con un forzado tono de desenfado—. Los hombres han contado que hace poco, en Puerto Montt, ha vuelto a arder una iglesia.
Elisa no reaccionó.
—Me pregunto cuándo acabarán tales altercados —continuó Annelie, impasible—. Esta enconada lucha entre los inmigrantes católicos y los protestantes… Eso no puede ser de ningún modo la voluntad de Dios. Te lo aseguro: esas pugnas empezaron cuando el obispo de Ancud invitó a venir a esos jesuitas de Westfalia. Y esos no pueden darse por satisfechos con estar ahí para sus ovejitas, sino que buscan con obstinación convertirnos también a nosotros.
Elisa seguía sin levantar la mirada.
—Aquí nosotros estamos tranquilos, pero una cuñada de Barbara ha contado que los jesuitas, entretanto, ya no solo están asentados en Puerto Montt, sino que andan predicando por cualquier esquina en Puerto Octay y en Quilanto.
—Annelie —dijo Elisa en voz baja—. Ya está bien.
Annelie hizo como si no la hubiera oído.
—Y en lo que atañe a la quema de iglesias… Bueno, fueron los jesuitas los que empezaron. Primero ardió un templo protestante, luego uno católico. Solo deseo que vuelva por fin la paz y que nadie sienta sed de venganza y…
—¡Annelie! —Esta vez el tono de Elisa era mucho más duro—. ¡No quiero oír nada más acerca de esa historia!
Perpleja, Annelie la miró. Se ahorró las palabras, pero escatimó los cuidados. Era habitual que le trajera algo de comer a su hijastra, pero a la mañana siguiente hizo algo distinto: partió un huevo, lo revolvió con una hierba que Elisa no conocía y le puso el tazón a su hijastra delante de las narices.
—¡Si no te apetece comer, está bien, pero por lo menos bebe esto! ¡Te dará fuerzas!
Cuando Elisa vio la yema del huevo deshecha, sintió ganas de vomitar. Con un gesto hosco, apartó el tazón.
—Sé que le falta sal, pero…
Elisa se tapó la boca con la mano, con fuerza, cuando tuvo una arcada más fuerte. Era la primera vez en mucho tiempo que emergía de su rigidez. Salió corriendo de la casa, logró llegar dos pasos más allá de la puerta y entonces vomitó, al tiempo que se agarraba a la pared de madera.
Annelie la había seguido, pero, a pesar de su sincera preocupación, se mantuvo a una distancia prudencial.
—¿Te estás poniendo enferma? Bueno, no me extrañaría nada, tienes el cuerpo muy débil.
Elisa miró con recelo a su alrededor, pero nadie había notado lo que estaba sucediendo delante de la casa de los Von Graberg. Desde que las temperaturas eran más cálidas y de nuevo había comida suficiente, cada cual se dedicaba a hacer sus labores diarias. También a diario, Jule llevaba al rebaño de niños a la escuela. Los críos, que tenían fuerzas por primera vez después de aquel invierno de hambruna, no conseguían estarse quietos en sus asientos.
Elisa rascó con el pie un poco de tierra y lo echó sobre el vómito. La boca le sabía a bilis.
—Ah, pobrecita —suspiró Annelie con tono compasivo—. Tal vez deberías…
—No estoy enferma —fueron las palabras que salieron de Elisa—. Estoy embarazada. Dios me perdone, pero voy a tener un hijo.
Entonces se tapó la boca con ambas manos, como si sus palabras no olieran mejor que los restos de comida que acababa de vomitar.
Annelie se le acercó y la abrazó en silencio. Al principio, Elisa hizo por zafarse del abrazo dando un paso atrás, pero luego se entregó a esa agradable sensación de ser abrazada con cariño y firmeza. De nuevo, un temblor le recorrió los hombros a causa de otra convulsión del estómago.
—Pero eso es una noticia maravillosa —le dijo Annelie en voz baja—. Has pasado por tantas cosas terribles últimamente… Sin embargo, ahora tendrás algo que Lukas te ha dejado… Ahora podrás…
Elisa se apartó de su madrastra con brusquedad. Otro temblor la estremeció y, una vez más, vomitó. Ya no tenía nada en el estómago, así que solo soltó bilis; sin embargo, a pesar de aquel estado lamentable, se sintió aliviada por no tener que mirar a Annelie a la cara.
—No es hijo de Lukas —admitió jadeante.
Antes de que Annelie pudiera decir algo, se oyó un cacareo frenético. Aquel gallo flacucho que había conseguido sobrevivir al ataque de los mapuches —como si hubiera sospechado que, de otra manera, iría a parar al fondo de un caldero— y que había estado desaparecido en la selva todo el invierno iba ahora tras cualquier gallina que se le pusiera delante; en cuanto lo veían, ellas echaban a correr.
Por el rabillo del ojo Elisa vio cómo Annelie le daba una patada al gallo.
—¿Quieres acabar con eso de una vez, granuja?
Sus labios —algo poco habitual en los últimos tiempos— se curvaron para formar una sonrisa; sin embargo, era una sonrisa que casi dolía al verla y tampoco duró mucho. Con un suspiro, Elisa se incorporó y se apoyó, pálida y cansada, contra la pared de la casa.
—Forma parte de su naturaleza —dijo en un murmullo—. No puede evitarlo. Pero yo sí que pude evitarlo. No debí dejarme arrastrar por la…
Annelie no le hizo pregunta alguna. De su boca no salió ningún nervioso «quién» ni un «cuándo». Sus miradas se encontraron, y la de Annelie expresaba una profunda comprensión, como si las dos siempre hubieran estado muy próximas, como si entre ellas nunca se hubiese interpuesto nada, ni aquel desprecio del principio, ni los celos, ni la leve extrañeza de la que Elisa jamás había conseguido deshacerse del todo.
—No fue un capricho momentáneo —le dijo Annelie en voz baja—. Sé que lo amas desde hace años.
—¡Pero eso no debía ocurrir! —exclamó Elisa, a la que le dolió la garganta a causa de aquella sonora exclamación, la primera en mucho tiempo.
—¡Exacto! —le dijo Annelie acercándose a ella y cogiéndole la cabeza con ambas manos—. ¡No debió ocurrir! ¡Pero ahora sí que puede ocurrir!
Elisa negó con la cabeza.
—Sucedió poco antes de que Lukas muriera. Nunca podré perdonarme que…
Annelie la sujetó con más fuerza; Elisa tenía la sensación de que los ojos se le hundían en la cara.
—También hay algo que yo jamás podré perdonarme —dijo Annelie—. Ah, Elisa… En aquel momento pensaba que hacía lo correcto…, que tenía que hacerlo… Por Richard, por ti, por Lukas… Pero no, eso no es cierto. En el fondo lo hice únicamente por mí.
—¿De qué hablas?
Annelie la soltó y dio un paso atrás, como si no pudiera revelar su traición de antaño mientras estuviera tocando a Elisa. Dejó de mirarla, solo repitió aquellas palabras confusas que Elisa no consiguió entender al principio. Solo poco a poco empezó a comprender. Annelie hablaba de una carta. De un mensajero que la había traído. De Cornelius, que le había escrito cuando ella aún estaba a tiempo… A tiempo de decidir no casarse con Lukas.
—¡Ah, Elisa, cuánto lo siento! Si supieras lo mucho que me he atormentado por haber…
—Bueno, ya está bien —la interrumpió ella con brusquedad. Su propia voz le sonaba extraña, igual que su propio cuerpo se le antojaba extraño desde que sabía que estaba embarazada—. Ya está bien —repitió con un tono más moderado—. No quiero ni oírlo.
Elisa tensó los hombros, poco a poco sintió cómo regresaba aquella fuerza que durante semanas le había faltado y a la vez sintió frío, mucho frío.
—Aunque no puedas perdonarme, Elisa —balbuceó Annelie, desarmada—, deberías saber que…
Una vez más, Elisa la interrumpió:
—Mira, aunque ahora lo sepa todo, incluso aunque te odiara y no pudiera perdonarte nunca, ¿qué cambiaría? Da igual lo que hayas hecho y da exactamente igual que estuviera bien o mal… Yo cometí un pecado contra Lukas. Lo engañé justo mientras él yacía en su lecho de muerte. Él se sacrificó por todos nosotros; aun estando enfermo, fue arrastrándose hasta Puerto Montt solo para traernos comida a mí y a nuestros hijos. Le hizo un ataúd a Ricardo…
La voz se le quebró.
—¿Y por eso piensas castigarte hasta el final de tu vida?
—¿Sabes qué es lo peor? Que fui demasiado cobarde para asumir esa culpa. ¡Lo descargué más tarde sobre Cornelius! ¡Lo insulté y lo maldije! Sin embargo, era yo la que…
—Sea lo que sea lo que le hayas dicho, no estabas en tus cabales tras la muerte de Lukas. Pero ahora deberías hablar con él otra vez. ¡Ábrele tu corazón! ¡Reflexionad juntos sobre qué debéis hacer!
Annelie superó su temor y se acercó de nuevo a Elisa. Esta vez no le acarició la cara ni el pelo, sino el vientre. Aún lo tenía delgado a causa de aquel invierno de hambruna, pero su abultamiento ya anunciaba el comienzo de una nueva vida. Una expresión de dolor cruzó la cara de Annelie.
—Es vuestro hijo —le dijo—. Lo ocurrido entre vosotros ahora no importa: es vuestro hijo.
Ese año, la primavera llegó bien temprano y con mucha fuerza, con oleadas de calor y una luz muy intensa, como si, después de aquel invierno tan riguroso, tocara ahora evitar hacer las cosas a medias. La niebla desapareció y el aire se aclaró; no solo surgía ante ellos el Osorno con su túnica blanca, tan próximo que casi parecía que se podía tocar, sino también la lejana cadena montañosa de los Andes. El oscuro lago brillaba bajo el sol con destellos azul turquesa y reflejaba el verde intenso de los bosques, que en muy pocos días se vistieron con su atuendo primaveral. Aquel mundo que hasta hacía muy poco parecía petrificado empezaba a moverse de veras, a juzgar por las plantas, las hierbas y las flores que se abrían en busca de la luz del sol.