En realidad, Emilia tenía el mismo miedo a ordeñar que Theres. Una vez, Christine había enseñado a las chicas a hacerlo. Les había dicho que solo se debían ordeñar tres tetillas de la ubre y que la cuarta debía quedar intacta para que la usara el ternero. Debía formarse un anillo con el pulgar y el índice, y luego tirar de la tetilla a todo lo largo. Y, mientras se ordeñaba, había que dar unos masajes con los dedos corazón, anular y meñique.
Emilia detestaba el olor de los cuerpos de los animales; tenía miedo a las colas de las vacas, que en ocasiones le habían dado dolorosos golpes en la cara, y sobre todo, a las amenazantes patas. Sin embargo, siempre había conseguido llenar su cubo y solo el orgullo le impedía no parar de ordeñar antes de conseguirlo, mientras que Theres, al final, solo podía exhibir más lágrimas que leche.
—¿De verdad lo crees…? —empezó diciendo Emilia.
—¡Psst!
En eso, oyeron unos pasos y miraron hacia abajo. A la primera que vieron fue a Frida, la hija mayor de Poldi, que corría entre el bosque bajo.
—¡Emilia! ¡Manuel! —gritaba con voz chillona. Emilia estuvo a punto de asfixiarse en su intento por reprimir la risa, mientras Frida miraba atrás y adelante, sin que se le ocurriera mirar hacia arriba. Manuel le pegó un codazo contundente a Emilia y le indicó que se controlara.
—¡Psst! —le ordenó de nuevo negando con la cabeza.
Frida gritó sus nombres varias veces y luego siguió andando. Solo entonces, Emilia vio los recipientes de madera planos y redondos con los que se les daba de beber a las vacas. Probablemente, estaba buscando a los chicos para endilgarles la ardua labor de llenarlos de agua.
No pasó mucho tiempo hasta que sus otras dos hermanas la siguieron. A las tres hijas de Poldi siempre se las veía juntas y, no importaba dónde aparecieran, Jacobo no estaba lejos. Cuando este último no había sido mordido por un perro —como le había sucedido la semana anterior— o cuando no estaba intentando en vano atrapar una vaca con un lazo, se pasaba el tiempo pavoneándose por toda la colonia como un gallito. En esas ocasiones, alzaba tanto la nariz hacia arriba que —como decía Jule a modo de protesta— un buen día la lluvia le entraría directamente por las fosas nasales y le ablandaría el cerebro, si es que tenía. Nadie sabía de qué se sentía orgulloso, solo se sabía que Christl, su madre, mimaba demasiado a su único hijo. Y de las hijas de Poldi era imposible que aprendiera algo de modestia, pues ellas, desde que eran unas crías, no sabían hacer otra cosa que animarse unas a otras y tratar de impresionarlo; y eso no se debía tanto a su talento como al hecho de que era el futuro heredero de la magnífica finca de los Glöckner, algo sobre lo que Jule también se quejaba constantemente.
Cuando las chicas desaparecieron, Manuel y Emilia continuaron buscando a Jacobo.
—Por la manera en que alza la nariz, es probable que se haya estampado de frente contra un árbol —se burló Manuel al no encontrarlo.
Emilia rio.
—¿Con cuál de las tres hermanas se irá a casar Jacobo? —preguntó la joven.
—Probablemente con las tres —dijo Manuel.
—¡Pero Christl pretende que Jacobo se marche a Valdivia! Lo que me pregunto es quién va a asumir las labores de la finca cuando se marche.
Manuel se encogió de hombros.
—Tal vez uno de mis hermanos…
A Emilia le costaba imaginarse que eligieran a uno de aquellos dos. Lu y Leo eran inseparables y lo hacían todo juntos; en esos días estaban de nuevo recorriendo los bosques. Eran, sin duda alguna, buenos cazadores y con el lazo eran mucho más hábiles que Jacobo, pero cuando se trataba de trabajar duro, podía contarse con ellos tan poco como con las hijas de Poldi. Lu y Leo eran fuertes y eficientes cuando trabajaban, pero solo lo hacían cuando tenían ganas.
—Hace una semana, mi madre quiso animarlos a hacer una entrega de carne —dijo Manuel—. Pero, imagínate, ¡dejaron aquí la mitad!
Mientras decía aquello, Manuel parecía enfadado. Emilia sospechaba que, probablemente, no estaba tan molesto porque sus hermanos no fueran de confianza, sino por el hecho de que su madre jamás le hubiera encomendado esa tarea a él.
Cuando sacrificaban una de las reses, la carne se cortaba en pedazos y se ponía a secar al aire libre, casi siempre sobre unas bandejas hechas con bambú que se colgaban del techo. Luego esa carne se envolvía, se metía en unos sacos de cuero y se llevaba por quintales a las poblaciones más grandes del lago.
Manuel lo sabía todo no solo acerca de la cría del ganado, sino también acerca de los precios de la carne, que seguían subiendo cada día más, lo cual significaba que la ganadería les reportaba muchas más ganancias y bienestar que el cultivo de cereales. Pero por muy abierto y curioso que Manuel se mostrara, su madre siempre mandaba a sus hermanos mayores a vender la carne, nunca a él.
Y eso, por lo que Emilia sabía, no era su único motivo de enfado. Si por Manuel fuera, la finca de los Von Graberg tendría muchas más bestias y animales de cría, como las de la mayoría de las otras familias, los Brugger y los Hecheleitner, los Kröll y los Schönherr. Pero su madre, cuya palabra tenía el valor de una ley no escrita, insistía en que no debían tener más animales que los estrictamente necesarios.
En una ocasión, Emilia había escuchado una discusión violenta entre ambos.
—¡Pero así nunca llegaremos a ser ricos! —le había dicho Manuel, furioso, a lo que Elisa Steiner, de soltera Elisa von Graberg, había respondido con firmeza:
—¡No tenemos por qué hacernos ricos! Basta con que tengamos suficiente tierra y suficiente comida, y que podamos comprar medicinas en la farmacia cuando estemos enfermos.
Emilia siempre se sentía un poco trastornada cuando Manuel daba rienda suelta a su disgusto con su madre, y también se sentía un poco conmovida por el hecho de que él mostrara sus verdaderos sentimientos con tanta franqueza solo ante ella, jamás ante Jacobo o ante las hijas de Poldi.
Ella se inclinó un poco hacia delante, pues volvió a oír unos pasos. Eran demasiado rápidos como para anunciar la llegada de Jacobo y, al final, vieron que no era él quien seguía a las chicas, sino unos jornaleros chilenos. Los campesinos de la zona del lago habían contratado a algunos jornaleros, quienes, aunque se alegraban de tener unos ingresos regulares, se mostraban desconcertados por la manera en que los colonos alemanes criaban el ganado. Aquellos chilenos no sabían qué era guardar comida para el invierno, ni cómo construir un establo.
—¿Dónde estará Jacobo? —preguntó Emilia con tono inocente.
—A lo mejor está en el parto de alguna vaca —respondió Manuel secamente.
Emilia soltó otra sonora risita. Esa historia había provocado grandes carcajadas hacía algunas semanas: en la casa de cada familia que tenía ganado, había un lazo colgado tras la puerta, dispuesto para que en cualquier momento alguien pudiera cogerlo y salir hacia los establos a ayudar a parir a una vaca preñada. De algún modo, Christl Steiner siempre se las había arreglado para impedir que Jacobo se ensuciara las manos, pero un buen día su hijo quiso demostrar que él también podía realizar esa labor. Sin embargo, en lugar de tirar del ternero para sacarlo del vientre de la vaca, empezó a tirar con tal torpeza de la cuerda que esta se partió y el joven cayó cuan largo era entre las bostas.
A raíz del hecho, Christine, que normalmente reprimía cualquier comentario negativo sobre su nieto, le había dicho a Christl con expresión sombría:
—Si quiere salir adelante, ese chico va a necesitar una mujer muy trabajadora.
—Con una de las hijas de Poldi irá directamente a la tumba —había añadido Jule—. A esas les gusta más la pista de baile que los establos.
—¿Y acaso crees que alguna de las hijas de Poldi se llevará a mi hijo? —le había respondido Christl, algo picada.
—Bueno, sea como sea —dijo Christine—, los chicos de hoy lo tienen todo mucho más fácil de lo que nosotros lo tuvimos en nuestra época.
Al recordar esas palabras, Emilia puso los ojos en blanco.
Siempre les estaban reprochando lo mismo: que nadaban en la abundancia y que no habían padecido el hambre de los comienzos. Que no podían ni imaginarse el páramo que era aquella región cuando veían aquel paraíso que sus padres y abuelos habían creado para ellos. Hasta la buena de Annelie, a la que le encantaba cocinar para los niños y prefería la cocina a una educación rigurosa, no se cansaba de repetirles la misma cantilena:
—Nosotros vivimos la muerte, luego vino la miseria y vosotros solo recibís el pan.
Aquello siempre sonaba como si no aceptaran que ellos tuvieran esos privilegios, o al menos no de corazón. Sin embargo, a su hijito, Christl se lo permitía todo, mucho más incluso de lo que merecía. La mera idea de tener que tolerar a una nuera había hecho que su expresión se tensara en una mueca.
Emilia se preguntaba a veces por qué a nadie se le había ocurrido pensar que ella también tenía la edad adecuada para ser la prometida de Jacobo. ¡No era que ella lo deseara! ¡Ni por asomo! Pero no sabía a qué podía deberse eso. ¿Quizá porque ella era hija de Cornelius y Greta Suckow, que se mantenían casi siempre alejados de la comunidad? ¿O porque, desde que era una niña, siempre había estado con Manuel y nadie podía imaginárselos al uno sin el otro?
Siendo aún pequeña, había oído cómo se cuchicheaba en ocasiones sobre ese tema. Que Elisa Steiner, de soltera Elisa von Graberg, y Cornelius seguían empeñados en evitarse. Que Greta odiaba a todo el mundo y que nadie podía entender por qué los hijos de ambas familias habían conseguido llevarse tan bien. Se lo explicaban diciendo que ambos habían nacido en la misma semana y que Annelie von Graberg se ocupaba como una madre de Emilia, a la que Greta descuidaba; decían también que Annelie siempre estaba de buen humor y que se sentía feliz de poder llenarle a la niña su boca hambrienta con alguna cosa apetitosa. De algún modo, los dos chicos estaban tan unidos como los hermanos Lu y Leo.
—¡Creo que ya no vendrá! ¡El aire está limpio! —dijo Manuel al cabo de un rato, al ver que Jacobo no aparecía por ninguna parte. Ágilmente, saltó de la rama y se pasó a otra.
—¿Y si alguien nos ve? —preguntó Emilia con cautela aferrándose al tronco del árbol.
—¡Venga! —la animó Manuel—. ¡Y date prisa! ¡Tengo que enseñarte una cosa antes de que caiga la noche!
Emilia siguió a Manuel cada vez más confundida. Cuanto más insistentemente le preguntaba, más firmemente negaba él con la cabeza. Nunca se había mostrado tan misterioso. Apenas ambos aprendieron a caminar, comenzaron a andar juntos, recorriendo la selva, enseñándose todo lo que les resultaba extraño y nuevo. Emilia conocía todos los árboles cercanos a los terrenos cultivables, pero Manuel la fue llevando cada vez más hacia el interior de la selva. Involuntariamente, la joven sintió un escalofrío. Le encantaba trepar a los árboles, siempre y cuando el lago estuviera al alcance de la vista. Pero temía la oscuridad, cuando las tupidas copas de los árboles cortaban la luz del cielo, el moho atenuaba el sonido de los pasos y los charcos de aguas empantanadas borboteaban amenazadoramente.
Manuel no notó su vacilación. Decidido, continuó andando.
—¡Bueno, vamos! ¡He tenido que buscar un escondite seguro! Para que Jacobo y las tres chicas no den con él de casualidad.
—¿Un escondite? —preguntó Emilia, asombrada—. Pero ¿para qué?
—¡Míralo tú misma! —exclamó él, orgulloso, e hizo un gesto invitándola.
Emilia miró a su alrededor y no vio nada que la impresionara. Manuel la había llevado hasta un claro que apenas se diferenciaba de los otros, salvo que en este la maleza y la hierba del suelo estaban pisoteadas. Cuando Emilia entró en el centro del claro, casi tropezó con el tronco de un árbol. Alguien lo había despojado de todas sus ramas y de la corteza.
—¿Quién ha…? —empezó a decir la joven.
—¡Yo! —gritó Manuel.
Con visible esfuerzo, el chico apartó el tronco hacia un lado y entonces Emilia vio una piedra de forma redonda debajo de él. Resoplando, Manuel apartó también la piedra y dejó a la vista un agujero. Emilia miró dentro con curiosidad. El hueco estaba revestido de madera y relleno con sacos. Manuel sacó uno, lo abrió y dejó que ella echara un vistazo dentro.
Cuando Emilia vio las cortezas que había dentro, se sintió decepcionada.
—¿Qué diablos es eso?
—¡Cortezas, por supuesto!
—Eso ya lo veo, pero…
—Son cortezas de lingue —añadió Manuel con expresión elocuente.
—¿Y qué vas a hacer con ellas?
—Yo no voy a hacer nada. Pero la curtiduría de La Unión paga cincuenta pieles de vaca por ciento ochenta sacos de cortezas de lingue. En Puerto Montt los precios son más bajos. Pero hay compradores de sobra en todas partes.
—¿Y por qué pretendes vender precisamente esas cortezas? —preguntó Emilia, confundida.
Él no respondió a la pregunta.
—Por lo visto, han estado probando durante mucho tiempo qué material es el más apropiado para curtir rápidamente la piel de vaca y oveja. También se puede usar el pangui, que es la raíz de una planta del pantano. Solo hay que cortarla y ponerla a secar. Pero cuesta mucho trabajo sacar esas raíces de la tierra. Las cortezas se obtienen más fácilmente. También serían apropiadas las cortezas de los ulmos, pero no son tan buenas como la del lingue. Y casualmente he descubierto que aquí crecen muchos de esos árboles.
Emilia giró en círculo. Sabía que había árboles enormes y árboles pequeños, árboles con hojas y árboles con agujas, pero jamás había tomado nota de que las cortezas fueran diferentes. Por un instante se enfadó por el hecho de que Manuel le hubiera ocultado su secreto, pero finalmente prevaleció su interés.
—¿Y cómo encontraste este lugar? —preguntó. El claro no le parecía tan inquietante como la espesura de la selva, pero sentía frío y deseaba volver a gozar de la luz del sol.
—De niño solía venir aquí muy a menudo, cuando… Cuando quería estar solo. Mi madre me contó que a mi padre le gustaba la soledad. Al parecer era un hombre muy tranquilo y apenas hablaba. Pero, en fin, las cortezas que he…
Emilia lo miró y frunció el ceño. Conocía muy bien a Manuel, y que anduviera buscando la soledad era algo nuevo para ella.
Probablemente exageraba —pensó Emilia— y eso de huir hasta ese rincón para escapar a las burlas de los mayores solo había sucedido una o dos veces. Pero lo que más le asombraba era que mencionara a su padre. Christine Steiner decía a menudo que ella rezaba a diario por el fallecido Lukas. Los demás apenas hablaban de él, ni la madre de Manuel ni su tío Poldi ni el propio Manuel.