—¡Conmigo ya no podrás reírte! —le dijo ella tercamente, interrumpiéndolo—. Desde que murió Tadeus, he olvidado lo que es reír.
Greta se agachó, mientras Poldi empezaba a caminar inquieto de un lado a otro. Hacía un momento, el tono de su voz parecía desesperado, pero ahora, al continuar, se mostró más obstinado.
—En mi familia, yo soy el hijo más joven, siempre he podido permitirme más cosas que mis hermanos, las mayores travesuras, las mayores estupideces. No es que mi madre me lo tolerara todo, todavía me resuenan en la cabeza las bofetadas que me dio. Pero… Pero en el fondo, ella siempre terminaba sonriendo ante mis barbaridades. Sin embargo, jamás le rio las gracias a Fritz o a Lukas. Créeme, Barbara, si hay alguien que pueda devolverte la risa, ese soy yo, solo yo.
Él se había quedado muy cerca de Barbara. Esta, según podía intuir Greta, luchaba consigo misma para aparentar indiferencia. Mantenía la cabeza baja, tercamente, y no mostraba sentimiento alguno. Pero cuando Poldi la cogió por el mentón para obligarla a mirarlo, ella soltó un sollozo.
«¡Qué lamentable! —pensó Greta—. ¿Bastan esas palabras para hacerla llorar?»
Aquellas lágrimas que formaban perlas en las mejillas de Barbara le repugnaban.
Al mismo tiempo, pensó —no sin cierta alegría por el mal ajeno— que Poldi se echaría a llorar de un momento a otro, cuando se enterara de que su hermano estaba muerto, y que probablemente lo haría con más violencia que Barbara.
A esta la muerte de Lukas apenas la entristecería. De todos los hijos varones de la familia Steiner, al único que quería era a Poldi. Ella lo deseaba muchísimo y, en cierto modo, también Greta estaba deseosa de verlos a los dos revolcándose en la tierra, para lo cual no tuvo que esperar demasiado.
Las lágrimas de Barbara ablandaron toda resistencia. Se echó sin fuerzas en brazos de Poldi cuando este la atrajo hacia él y hundió el mentón entre sus cabellos.
Parecieron quedarse así una eternidad.
«¡Venga ya, empezad!», pensó Greta impaciente.
—Te he ofrecido muchas veces —le dijo Poldi— que vivas en nuestra casa. No con Andreas y con Christl. Resa necesita ayuda con las niñas.
—Poldi, eso no puede ser…
—En nuestra casa no serás más que mi suegra —se apresuró a interrumpirla él—. Y también lo serás en los campos, en el establo y en el granero. Pero aquí, en este claro, aquí eres la mujer a la que amo.
Por un instante, Poldi se separó de Barbara, pero enseguida la atrajo hacia él con más fuerza. Esta vez Barbara lo dejó hacer, respondió con un sonido chillón que no era ni un gemido ni un sollozo. Entonces se dejó caer en el suelo, se levantó la falda y abrió las piernas, lista para acogerlo dentro de sí.
—Que esto no acabe —murmuró Poldi cuando empezó a embestirla—. No puedo vivir sin ti. ¡Esto no puede acabar!
Barbara respondió con un gemido y le clavó las uñas en la espalda.
—No va a acabar —respondió ella en voz baja, pero a continuación no dijo una palabra más. Lo único que se oía eran jadeos, gemidos, gritos y resuellos.
Greta sintió que se le enrojecían las mejillas, al ver cómo aquellos dos hacían el amor. Rápidamente, decidió que no iba a sorprenderlos con la noticia de la muerte de Lukas. Sin duda, a Poldi lo afectaría más si se enteraba de ella con retraso y nunca podría tener la certeza de si Lukas había expirado en el mismo instante en que él estaba penetrando a Barbara.
Sí, en adelante tendría que vivir con ello: sintiendo aquella lujuria hacia su suegra, sabiendo que no había estado junto al lecho de muerte de su hermano.
Greta se alejó haciendo el menor ruido posible. Cuando estuvo a una buena distancia de aquellos dos, soltó una risita.
«¡Esos dos no conocen límites, no se cohíben ante nada!» —fue lo que le pasó por la cabeza, con deleite—. ¡Y otra persona ha muerto!»
Greta soltó otra risita.
Tantos muertos… Su madre, que se había quemado viva… Y su padre, empapado en sangre. Ellos dos no habían sido más que el comienzo. Luego les siguieron Richard von Graberg, Tadeus Glöckner y, ahora, Ricardo y Lukas Steiner.
Greta evitó las casas de los demás vecinos y regresó a la suya.
A medida que se acercaba, su risa fue acallándose y aquella perversa alegría por el mal ajeno se convirtió en miedo. Había estado fuera tanto tiempo que seguramente su ausencia no había pasado inadvertida.
Sin hacer ruido, abrió la puerta y miró a su alrededor. Viktor no parecía estar en casa y su hermana ya se disponía a respirar aliviada cuando la voz de él resonó. Estaba sentado muy tranquilo en un rincón oscuro de la estancia principal.
—¿Dónde has estado?
El miedo y la tensión que ella sintió cuando su hermano se le acercó con paso lento fueron casi dolorosos, pero de algún modo, también excitantes. La cara de Viktor estaba deformada en una mueca, pero antes de que él le pidiera cuentas ella se apresuró a decir:
—Lukas Steiner está muerto, acabo de enterarme.
Viktor se encogió de hombros con extrañeza. El sonido del nombre no parecía desatar en él ningún recuerdo. Probablemente no supiera ni siquiera con exactitud cuántos hermanos Steiner eran en total.
—¿Y por qué saliste? —le reprochó él. Greta se apresuró a buscar un pretexto con el que apaciguar a su hermano. Pero cuando él se le acercó y su cara se deformó aún más, ella se dio cuenta de que no era eso lo que él quería.
—Tuve que salir de aquí —le dijo ella con terquedad—. No soporto esto. —De repente tuvo que soltar una carcajada. Era tan fácil manipular los sentimientos de Viktor… Su hermano era fuerte cuando ella le proporcionaba seguridad. Y se ponía furioso cuando ella intentaba huir de él. Asimismo, se desesperaba cuando ella le hacía sentir todo su desprecio.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué no me soportas a mí, a tu hermano? ¡Yo soy todo lo que tienes!
Ella meneó la cabeza. «Eso no es cierto», quiso decirle. Ella no lo tenía solo a él. También tenía a Cornelius, que siempre se mostraba cariñoso, atento y bondadoso con ella. Sin embargo, Greta sabía que podía hacerle más daño con otras palabras.
—Sí —dijo la joven con voz ronca—. Solo te tengo a ti. Pero eso no es mucho. Más bien es demasiado poco. Lamentablemente.
Ella soltó una carcajada cuando la expresión de la cara de su hermano se descompuso aún más. Pensó que Viktor se iba a venir abajo, tocado por sus palabras como si hubiera recibido un puñetazo. Pero entonces él se levantó y saltó sobre ella. Olía a cerveza. Aquel olor ácido no solo le salía de la boca, sino que también impregnaba su ropa. Tal vez la cerveza se le hubiera derramado encima.
—¡Apestas! —se mofó ella—. ¡Santo cielo, cómo apestas! ¿Es que te has meado en los pantalones como cuando eras un niño?
Él alzó la mano con gesto amenazante, pero ella no retrocedió ni un paso, sino que mantuvo la cara alzada con terquedad y volvió a soltar una carcajada.
—Vamos, pégame —lo exhortó—. ¡Vamos, por favor, pégame!
Sus golpes le dolían, pero de algún modo también le hacían bien.
Él dejó caer nuevamente la mano. No había rabia en su rostro, solo desamparo.
—Por favor, Greta, no digas esas cosas…
¡Qué llorosa sonaba su voz! ¡Cuánto lo despreciaba por eso!
Cuando la golpeaba, por lo menos demostraba que el niño delicado de antaño se había convertido en un hombre fuerte. En cambio, cuando se quejaba, no demostraba ni siquiera eso.
—¡Eres digno de lástima! —se burló ella—. ¡Eres un miserable! Papá tenía razón, cuánta razón tenía. ¡Él siempre supo que tú no servías para nada!
—¡Cierra la boca!
Finalmente, Viktor volvió a levantar la mano; Greta se preparó para escuchar el ruido del golpe y, al mismo tiempo, anheló sentir aquel dolor abrasador, el sabor de la sangre, el fuerte golpe que le reventaría los labios. Pero Viktor no le pegó, sino que la agarró por el pelo, le echó bruscamente la cabeza hacia atrás y la arrastró por toda la habitación, para luego empotrarla contra la pared. Ambos sintieron el aire frío que penetraba por las rendijas de la madera y ella sintió con toda claridad el cuerpo de él, fuerte y musculoso.
Aquella manera de agarrarla era nueva. Greta rio con estridencia.
—¿Por qué te ríes? —gritó él—. ¿Por qué me hablas de ese modo perverso? ¿Por qué me desprecias? ¡Tú me perteneces! ¡Tú eres mi hermana! ¡Eres mi mujer, lo único que tengo!
Con cada palabra, él la apretaba más y más contra su cuerpo, la aplastaba, la asfixiaba. El dolor que se apoderó de sus extremidades era bastante familiar, pero había algo nuevo en él, algo que ella no conocía. No le quedó más remedio que pensar en los cuerpos de Poldi y Barbara revolcándose uno sobre el otro, tocándose, retorciéndose como si sintieran dolor, pero, en realidad, a causa de otra cosa: deseo, lujuria, placer, entrega y plenitud.
Viktor hundió la nariz en el pelo de su hermana y tiró al mismo tiempo de él. Le besó las mejillas y también se las mordió.
«¿Morderá Poldi también a Barbara?», se preguntó Greta. Nunca había estado tan cerca como para verlo.
«Sí. ¿La morderá hasta sacarle sangre?»
A ella no le salía sangre. Viktor retrocedió y le apretó las mejillas con las manos. Era como si su hermano quisiera aplastarle la cabeza, sacarle todo lo que había dentro y quedárselo.
—¡Tú me perteneces…! ¡Tú…!
—Y tú eres un lamentable cobarde, un pusilánime —lo interrumpió ella con acritud—. Si yo soy todo lo que tienes, no has llegado demasiado lejos, Viktor. ¡No has conseguido nada!
Él la soltó por un momento, la miró con expresión confusa y entonces le rodeó el cuello con las manos y presionó. Greta creyó que se le iba a reventar la garganta a causa del dolor y de ese otro sentimiento. Los ojos se le salían de las órbitas.
«¿Estrangulará Poldi a Barbara también?» Cuando los cuerpos de esos dos se revolcaban por el suelo, a veces parecía que uno de los dos iba a aplastar al otro, hasta el punto de que al final no parecía haber dos cuerpos, sino uno solo.
—¡Vamos, hazlo! —soltó Greta con voz ahogada.
La presión de Viktor cedió, pero en cuanto la joven tuvo cierta libertad de movimiento, echó la cabeza hacia delante y lo besó en plena boca.
Poldi y Barbara se besaban así, como si quisieran devorarse. Viktor la miró casi con perplejidad. Cuando ella retrocedió, él, por su parte, intentó atrapar los labios de su hermana.
Ella esperó. Esperó a que la presión de los labios de él fuera más exigente, hasta que su lengua entró en su boca y encontró la suya, y entonces ella mordió, lo mordió con mucha fuerza, quería provocarle tanto dolor como le fuera posible. Viktor soltó un alarido y le golpeó la cabeza contra la pared. Por un instante, tuvo la impresión de que la cara de Viktor se fragmentaba en muchos pedazos pequeños.
Ahora él la tenía agarrada por los hombros y volvió a golpearla varias veces contra la pared.
—¡No me puedes hacer eso! ¡No me lo puedes hacer! —chilló él lleno de pánico.
«¿A qué se refería, a que no lo besara o a que no lo mordiera?»
Greta sintió mareos. Todo se volvió negro; su cabeza no parecía sino un agujero insensible.
De un tirón, se arrancó la blusa del cuerpo y le ofreció a ciegas, a su hermano, su cuerpo pálido y desnudo.
—Hago lo que quiero —murmuró ella—. Tú no eres nada sin mí. Nada de nada.
Viktor se inclinó hacia delante, pegó sus manos a los pechos de Greta no con la intención de acariciarlos en principio, sino solo para cubrir su desnudez. Pero en cuanto su mano se apoyó sobre la carne, ya no fue capaz de retirarla.
La imagen que Greta tenía ante sus ojos se fue despejando. Ella lo miró, vio que su hermano se ruborizaba, luego palidecía; vio cómo su mirada centelleaba y luego se quedaba fija de repente, vio cómo las ganas se apoderaban de él, la lujuria, una lujuria enfermiza que iba ahuecando sus pensamientos.
Finalmente, él le soltó los pechos, pero, cuando ella intentó cubrirse el cuerpo desnudo con la blusa, él le apartó las manos de un golpe, la cogió por las muñecas y se las alzó por encima de la cabeza, apretándoselas con fuerza. Hacía un momento ella pensaba que él tenía intenciones de aplastarla, pero ahora sentía que él tiraba de ella hasta desgarrarla. Cuando él le soltó las manos de nuevo, estas cayeron sin fuerza sobre el pecho.
—Tú no eres nada sin mí. ¡Si me marcho, estarás destruido!
—¡Pero tú no te marcharás! —chilló él—. Me perteneces.
Greta cerró los ojos. Pensó en Poldi y en Barbara, mientras Viktor le abría primero la falda y se ocupaba luego de sus pantalones; mientras sentía el sexo de su hermano entre sus muslos desnudos, un sexo cálido y endurecido; mientras él intentaba penetrarla sin encontrar su vagina; al final tuvo que usar las manos para levantarle las rodillas, abrirle las piernas y embestirla. Las manos le temblaban.
Greta no tembló, sino que se mantuvo rígida a medida que su cuerpo iba golpeando una y otra vez contra la pared de madera con cada embestida de Viktor. Ella no sentía dolor, pero tampoco sentía placer, no sentía ni el calor de su respiración ni la sangre que corría por sus muslos, ni la humedad que le salpicó cuando él, tras unas pocas embestidas convulsas, pareció explotar dentro de ella.
Viktor retrocedió. La falda le resbaló por las piernas húmedas.
—¡¿Qué he hecho?! —suspiró él.
Le temblaban los labios, sus ojos escupían lágrimas.
Los ojos de Greta, en cambio, permanecían secos. Rio secamente. No se sentía capaz de llorar.
Enterraron a Lukas tres semanas después de haber dado sepultura a su hijo Ricardo. Fue fácil cavar otro agujero en la tierra recién removida.
Christine lloraba sin cesar y en algún momento dijo algo, entre balbuceos, acerca de perder un segundo hijo, a lo que Jule comentó con enfado:
—Fritz no está muerto, así que no hables de él como si lo estuviera.
—Déjala —le dijo Annelie en voz baja, y Jule guardó silencio.
Más tarde, cuando estaban sentados ante una comida bastante frugal —que apenas nadie probó—, Jule seguía callada y Christine había dejado de llorar. Parecía haber envejecido un montón de años de golpe; en pocos días, se habían grabado en su cara profundas arrugas, tenía el pelo más descolorido y ralo. ¿La había convertido la pena en una anciana? Por otro lado, Poldi, su hijo, parecía comportarse como un niño. La congoja de su madre lo dejaba en un estado de desamparo; el hecho de que fuera el único varón que permanecía al lado de Christine era, por lo visto, una carga demasiado pesada para él. Tuvo intención de decírselo en varias ocasiones, pero no fue capaz.