Algún niño había preguntado a continuación qué era un burdel y Jule había respondido muy francamente hablándoles de Hamburgo y de algunas mujeres que vendían su cuerpo a los marineros, cuando estos, después de sus largos viajes, bajaban a tierra.
—¡Dios mío! —gimió Emilia.
Uno de los hombres se inclinó sonriente sobre ella. Era el que les había ofrecido su ayuda en el puerto.
Probablemente los había estado observando durante un buen rato, para cerciorarse de que estaban completamente solos y que, por lógica, no habría nadie que los buscara ni viniera a liberarlos.
—Puedes resistirte si quieres, muchachita —le dijo en alemán—. ¡Pero estarás agotada para cuando te entre el hambre!
¿Acaso lo había entendido bien? ¿Ese era el plan? ¿Dejarla morir hasta que ella estuviera dispuesta a entregarse a él y a muchos más?
A Emilia se le saltaron las lágrimas, pero la reacción de los hombres fue soltar una risotada burlona. Entonces tuvo la sensación de que jamás podría desterrar aquel sonido de sus oídos.
A Elisa jamás le había gustado cabalgar, pero ahora tenía que hacerlo mucho más a menudo que antes. Donde mejor se sentía era en terreno conocido, pero ahora se veía obligada a dejar eso atrás y alejarse como no lo hacía desde tiempo atrás. Hasta Valdivia, conocía la región, pero más allá todo era tierra incógnita. Sabía que Chile era un país enorme, a fin de cuentas, todavía recordaba el tiempo que habían estado navegando a lo largo de la costa después de haber cruzado el estrecho de Magallanes; sin embargo, eso de que fueran pasando los días sin que llegaran a destino la exasperaba.
«Me estoy haciendo vieja», le pasó por la cabeza, y esa falta de tenacidad y de fuerza la irritaron casi más que el hecho de haber tenido que emprender aquel viaje.
No estaba muy segura de quién tenía más culpa. A veces se enfurecía más con Manuel, luego despotricaba contra Emilia, en otras ocasiones la emprendía con Cornelius.
A él debía agradecerle, sin embargo, que supieran hacia dónde habían partido Emilia y Manuel. En Valdivia les había preguntado a sus socios comerciales y, finalmente, se habían enterado de que una caravana de comerciantes —a la que ambos se habían unido— había salido para Valparaíso.
Pero aunque le estuviera agradecida a Cornelius por ello, el hecho de llevar ahora dos semanas juntos era una tortura para ambos.
Después de su pelea, Elisa se había mostrado parca en palabras y altiva, aunque, en ocasiones, no podía evitar mirarlo de reojo, con cautela. La avergonzaba depender de él en este viaje, ya que él conocía la ruta y —a diferencia de la propia Elisa— hablaba español fluidamente con los chilenos. Al mismo tiempo, la entristecía no poder pedirle, sin más, que practicara con ella ese idioma extranjero, que le contara dónde lo había aprendido, qué experiencias había tenido durante sus viajes de negocio, si esos viajes lo hacían feliz o eran solo una posibilidad de huir. Pero huir ¿de quién? ¿De Greta? ¿De ella?
Elisa se había atrincherado tras el mutismo y se sentía encerrada en él, en un espacio cada vez más estrecho, más falto de aire, más desdichado.
Solo el paisaje, con su belleza salvaje, podía evitar que se sumiese en turbios pensamientos. Cuanto más se adentraban en el norte, más agobiante era el calor. Los bosques no eran tan tupidos como en la región del lago, pero allí también la tierra era muy fértil: pasaron por valles cuajados de árboles frutales, por suaves colinas cubiertas de viñedos, por campos de trigo y maíz que se mecían al viento como sábanas doradas. Las costas eran agrestes y las cordilleras, a lo lejos, eran afiladas y blancas.
—¿Estás bien? —le preguntó un buen día Cornelius, inesperadamente, al verla enjugarse por enésima vez el sudor de la frente. Ella alzó la vista, confundida ante la facilidad con que él había roto ese círculo embrujado que los separaba y, al mismo tiempo, gratamente emocionada de que su primera reacción no fuera adoptar una actitud arrogante y enconada, antipática, sino sentirse aliviada. Aliviada al ver que él se preocupaba por su estado y también por poder alegrarse por ello.
Pero tampoco quería mostrárselo. Elisa se apresuró a bajar la cabeza.
—Claro que me va bien —le dijo Elisa escuetamente y, antes de que él pudiera preguntar, cambió de tema—. Cuando lleguemos a Valparaíso, ¿a quién debemos dirigirnos?
Elisa notó su mirada escudriñadora, pero se prohibió responder a ella.
—¡A Fritz, por supuesto! —exclamó él con determinación.
—¿A Fritz? —repitió ella, y no pudo evitar mirarlo, desanimada—. ¿Estás en contacto con Fritz? ¿Con Fritz Steiner? ¿Por qué nunca me lo has contado?
Cornelius suspiró.
—¿Cuándo hablamos por última vez?
«Hace muchos años —le pasó a ella por la cabeza, y ese pensamiento le provocó una punzada dolorosa—. Han pasado años… Muchos años… Años absurdos, vacíos…»
Una vez más, Elisa hizo un esfuerzo para evitar que se le notara lo que sentía.
—Pero Christine… —lo increpó ella—, Christine tiene derecho a saberlo…
—Pero ¿qué dices? ¿Es que crees que ella no sabía que Fritz y yo nos carteábamos? Le he dado a leer todas las cartas que Fritz me ha enviado, ¡y ella también le ha escrito, por supuesto!
—¡Pero ella jamás ha hablado de eso! —se le escapó a Elisa, aunque de inmediato se corrigió—: ¡Por lo menos no conmigo!
Una vez más, sintió aquella dolorosa punzada, pues tenía la sensación de que la habían excluido. O lo que era aún más amargo, de haberse aislado ella misma.
—Conmigo no lo ha hecho —repitió, y esta vez su voz sonó terca.
—Puede que sea porque nunca le has preguntado. Tal vez deberías preguntarles más a las personas, en lugar de sacar conclusiones anticipadas —le respondió Cornelius, y su voz sonó severa, algo poco habitual en él.
Ella no quiso indagar más en los motivos de su enfado. Con aparente indiferencia, le preguntó qué había sido de Fritz y cómo le iba la vida en Valparaíso, a lo que él, tras una breve vacilación, respondió con igual indiferencia.
Elisa podía recordar vagamente que Fritz había dejado la colonia con el fin de trabajar en la farmacia que Carlos Anwandter tenía en Valdivia. Ahora se enteraba de que esa farmacia hacía muchos negocios con algunos farmacéuticos alemanes de Valparaíso —entre otras con la farmacia Petersen, que había sido fundada en 1846 con el nombre de Farmacia Inglesa por un médico francés y un ingeniero italiano, para más tarde ser asumida por el alemán Aquinas Ried—. Fritz había conocido a aquel hombre durante un viaje a Valparaíso y se había entendido mejor con él que con el tal Carlos Anwandter; Aquinas Ried era mucho más amigo de experimentar y, entre otras cosas, había introducido el uso de la dedalera como método terapéutico, así que, al final, el hermano de Lukas se había quedado con él, primero en calidad de aprendiz y más tarde como socio.
—Las cartas que me escribió entonces daban fe de que fue su etapa más feliz —le contó Cornelius—, pero por desgracia ese tipo de vida no duró mucho. En 1866 unos españoles lanzaron una carga de explosivos contra la farmacia de Ried, ya sabes, en esa breve guerra hispanoamericana que estalló en 1865.
Elisa asintió, aunque, en realidad, no tenía ni idea del asunto.
—¿Y entonces? ¿Qué pasó después?
—La farmacia se quemó hasta los cimientos. Aquinas Ried fundó una nueva, pero murió poco después. Fritz la asumió, pero, dado que él no es médico —como el anterior dueño—, no ha tenido tanto éxito.
—¿Puede vivir de eso?
—Yo solo sé que entretanto se hizo socio del diario alemán que apareció por primera vez en Valparaíso hace diez años. Escribe con regularidad artículos para ese periódico y una vez incluso me mandó un ejemplar, todo orgulloso.
—Entonces ha conseguido ser feliz en estas tierras extrañas. —En su fuero interno, Elisa sintió vergüenza por no haber pensado apenas en él durante todos esos años. Pero, en fin, después de que Fritz hubiera abandonado la colonia, había empezado la etapa más oscura de su vida, la cual había hecho que todo lo demás pareciera insignificante.
Cornelius se encogió de hombros.
—Sí, creo que es feliz. Nunca se casó, pero tal vez sea una de esas personas que se bastan a sí mismas, como Jule.
—Bueno —murmuró Elisa—. Tal vez eso sea lo mejor… Bastarse a uno mismo.
Él la miró y lo hizo tan abiertamente como no lo había hecho en un mundo de tiempo. ¿Acaso estaba intentando leer la expresión de su rostro, buscando los rastros de su pena por no haber podido ser felices ni juntos ni separados?
Rápidamente, Elisa bajó la mirada y, a continuación, volvieron a guardar silencio.
—¡Tú sabes dónde están! ¡Tú lo sabes!
Poldi alzó la vista, cansado. Greta se había lanzado sobre él como una fuerza de la naturaleza. Había irrumpido en su casa sin saludar y, tras varias horas, seguía sin hacer ademán alguno de marcharse.
—¿Por qué iba a saberlo? —preguntó él una vez más.
Al principio se había asustado cuando la mujer irrumpió en la estancia; luego, había empezado a sentirse cada vez más incómodo; finalmente, estaba furioso.
A los demás les sucedía algo parecido. Resa no se dirigió a Greta, sino que, tensa, instó a Poldi a que hiciera algo. Barbara había estado hablándole a Greta, con insistencia, a fin de apaciguarla, pero había desistido al tener que escuchar aquellos insultos furibundos. Sus hijas, por el contrario, soltaban risitas o cuchicheaban sin parar, lo cual empezó a irritar a Poldi, poco a poco, tanto como los gritos de Greta.
—¡Bueno, márchate de una vez! —le dijo suspirando.
—¡No me iré hasta que me digas dónde están Elisa y Cornelius!
—¿Cuántas veces más tengo que decírtelo? ¡No tengo ni idea! ¿Crees que Elisa me pide permiso a mí antes de hacer algo?
—Tú y Elisa… Ya en el barco erais inseparables. —Un resplandor frío apareció en la mirada de Greta. Poldi se espantó, aquella mujer siempre le había repugnado, pero no de un modo tan extraño como ahora.
—¿En el barco? —preguntó él sin comprender—. ¡Greta, de eso hace una eternidad! ¡Entonces éramos unos niños!
Pero Greta parecía haber perdido toda noción del tiempo y el espacio.
—¡Dímelo! —chilló sin hacer caso de la objeción—. ¡Dime dónde están Emilia, Cornelius y Elisa!
De repente, ya no le bastó con aquellas palabras chillonas, sino que se lanzó sobre él con las manos en alto. Justo a tiempo, Poldi consiguió sujetarla y evitar así que le arañara la cara. Sus hijas empezaron a gritar con fuerza.
Poldi sintió asco al tener el cuerpo de Greta tan cerca del suyo.
Sus escasos cabellos se habían soltado y le hicieron cosquillas en la cara; tenía el vestido manchado y olía a sudor. Bruscamente, la apartó de sí.
—¡Vete, Greta! —Poldi perdió definitivamente el dominio de sí—. ¡Lárgate de una vez!
—¿Dónde están? —replicó ella.
Giraron en círculos. Él no conseguía hacerla entrar en razón.
—Mira una cosa —le dijo él—, aunque lo supiera, jamás te lo diría, de eso puedes estar segura.
Una sonrisa de triunfo apareció en los labios de Greta, como si Poldi acabara de desvelar una gran mentira.
—Ya sabía yo que te lo había contado. ¡Puede que me tomes por loca, como hacen los demás, pero puedo calar a las personas! ¡Puedo calarlas!
Una vez más, Greta tomó impulso y se lanzó sobre él con las manos levantadas y, una vez más, Poldi pudo agarrarla con esfuerzo y evitar que lo arañara.
A Poldi le hubiera gustado apresarla y llevarla hasta su casa él mismo, pero, cuando empujó a Greta con toda su fuerza y esta se tambaleó, Barbara lo detuvo.
—¡No te pongas violento con ella! —le gritó Barbara horrorizada.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Es que vas a dejar que se quede a vivir en nuestra casa hasta que Elisa regrese? —gritó Poldi.
—¡No habléis de mí como si no estuviera! —chilló Greta—. Sé que lo habéis hecho. Sé que habéis estado cuchicheando acerca de nosotros, de mí y de Viktor, y más tarde de mí y de Cornelius, pero…
A Poldi se le acabó definitivamente la paciencia.
—Ya que hablas de Cornelius, me pregunto una cosa: ¿también eres capaz de calarlo a él como a los demás? Si así fuera, Greta, podrías haber visto hace mucho tiempo que no te lo merecías. Ni siquiera sé por qué te aceptó como esposa. Pero sí sé que debió casarse con Elisa. Entonces habría sido feliz.
Greta lo fulminó con la mirada.
—Él es feliz conmigo.
—¡Vaya! —rio Poldi—. ¿Y entonces por qué no sabes dónde está? ¿Y entonces por qué se ha marchado con Elisa?
—Tú… —Por primera vez Greta no tuvo palabras, pero aún conservaba la fuerza. De nuevo saltó como una gata salvaje y se abalanzó sobre Poldi y, en esta ocasión, él no pudo cogerle las muñecas. Sus uñas le cruzaron la cara y le dejaron unos arañazos sanguinolentos.
—¡Maldita canalla! —gritó él. En ese momento, Poldi ya no escuchó a Barbara, que pretendía apaciguarlo; ni a Resa, que le puso una mano sobre el brazo; ni tampoco a sus hijas llorosas. Alzó el puño, golpeó a Greta en la cara y antes de oír el ruido del golpe, sintió ya una profunda satisfacción.
«No debí esperar tanto tiempo para hacer esto», fue lo que le pasó por la cabeza.
Greta se tambaleó y se pegó contra la pared. Sin embargo, no se cayó. El cuerpo se le puso rígido y su mirada, que hasta entonces centelleaba, se quedó fija, inexpresiva.
—¡Y ahora desaparece! —rugió Poldi antes de que ella pudiera decir nada—. ¡Puedo entender muy bien por qué tu padre y tu hermano te pegaban tan a menudo! Te lo juro: ¡te pegaré de nuevo si no te largas de una vez!
Los dedos de Poldi habían dejado un rastro de sangre sobre la piel pálida de Greta.
Antes de que esta pudiera moverse, Barbara se situó ante ella en ademán protector.
—¡Poldi, no puedes pegarle a una mujer! —le gritó, espantada.
A él le hubiera gustado demostrarle que lo podía hacer incluso por segunda vez, pero para entonces Greta ya se había dado la vuelta y se disponía a salir. O al menos eso esperaba Poldi, pero Greta se quedó en la puerta, a una distancia prudencial.
—¡Basta ya de tanta hipocresía! —le dijo Greta a Barbara con un siseo de rabia—. ¡No finjas que me defiendes! ¡Tú también me desprecias! Todos tenéis los humos muy subidos y me miráis despectivamente. Sin embargo, vosotros dos, tú y Poldi, sois quienes menos derecho tenéis a hacer tal cosa. —Greta hizo una pausa, miró primero a Barbara, después a Poldi y finalmente a Resa.