En la Tierra del Fuego (30 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Y en ocasiones no podía evitar recordar la manera en que Greta había reído frente al barco envuelto en llamas, con su madre achicharrada dentro; aquella risa la hacía horrorizarse, no importaba si la había generado el pánico o la histeria.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó de nuevo intentando que no se le notara el malestar que la visión de Greta le provocaba.

No fue la voz de Elisa la que hizo que la niña se estremeciera. Fue otra voz, una voz que los alcanzó a todos de repente como un golpe furibundo.

—¡Maldita sea! ¿Es que no oyes cuando hablan contigo?

Era Lambert quien le gritaba a su hija de ese modo. Elisa no los había oído llegar ni a él ni a Konrad, pero ahora ambos se dirigían hacia donde estaba ella; el primero estaba enfurecido porque Greta no estaba en casa y el otro, porque no le había sonreído la suerte en la caza; al menos no llevaba ningún animal al hombro, como hacía cada vez que mataba alguno. Se paseaba con sus piezas por todas partes como si fuesen un trofeo, sin importarle que su ropa estuviera embadurnada de sangre. Hoy, sin embargo, no podía pavonearse con ningún animal, no llevaba el puma que, con tanto alarde, había prometido matar un momento antes, y tampoco un ciervo ni un cóndor.

Konrad miró a los presentes y parecía que su cara, normalmente hinchada, iba a reventar de repente.

—¿Acaso os he dado permiso para poner fin antes de tiempo a la jornada de trabajo? —los increpó.

En silencio, todos retrocedieron y solo entonces vio Konrad a Jakob Steiner, que yacía allí tumbado. Únicamente Christine se quedó arrodillada junto a su marido y, cuando vio a Konrad, se levantó y lo miró con todo el desprecio del que era capaz, y este era mucho en el caso de una Christine Steiner que luchaba como una leona por sí misma y por los suyos.

Elisa no estaba segura, pero por un momento creyó que los párpados de Konrad temblaron, que el patrón bajaba la mirada con timidez, incluso con cierta conciencia de culpa.

Sin embargo, aquella expresión duró muy poco.

—¿Está muerto? —dijo con un resoplido. Aquello sonó a reproche, como si Jakob hubiese querido causarle un perjuicio a propósito.

Nadie le respondió. Su mirada se posó entonces en los pies torcidos.

—Para sustituirlo tendréis que trabajar el doble, ¡así que no os quedéis por aquí sin hacer nada! —se apresuró a ladrar.

Sin hacer ruido, Fritz se había acercado a su madre.

—Esas piernas pesan ahora sobre tu conciencia —le dijo entre dientes—. Sobre ti y tu inútil escopeta.

Instintivamente, Elisa contuvo el aliento.

Konrad estuvo un rato midiendo a Fritz con gesto inexpresivo; casi con parsimonia, se quitó el fusil del hombro y lo acarició cuidadosamente, como si fuese su amigo más querido.

—Conque inútil, ¿eh? —le preguntó en tono sarcástico. De repente, un estremecimiento recorrió su cuerpo y de inmediato encañonó a Fritz con la escopeta, del mismo modo que una vez había hecho con Poldi. Con aquel gesto había conseguido amedrentar al pequeño, pero eso no sucedió con el mayor de los hermanos Steiner.

Fritz soltó una carcajada burlona.

—¡En ese caso, dispárame! —dijo exhortando a Konrad—. ¡Ya quisiera saber quién te va a talar luego esas araucarias!

Elisa oyó a Christine suspirar con cierto temor, pero la madre no intentó hacer razonar a su hijo. Se quedó allí de pie, tiesa, y tampoco intervino cuando Poldi y Lukas se situaron al lado de Fritz y se plantaron obstinados ante la escopeta de Konrad.

Pasaron unos segundos durante los que solo se oyó la respiración de los presentes; ni Konrad se dignaba bajar el arma ni los chicos hacían ademán de apartarse. Elisa apenas podía mirar hacia allí, sentía cómo el miedo retumbaba en su estómago, cómo se le hacía un nudo en la garganta. No sabía de dónde sacaban aquellos chicos la fuerza para permanecer allí, inmóviles, sin temblar en absoluto; o quizá sí que lo sabía, o por lo menos sospechaba que la desesperación es la mejor maestra y que era la única capaz de convertir rápidamente a unos jovenzuelos en unos hombres hechos y derechos.

«¡No puede matarlos así como así!», fue lo que se le pasó por la cabeza, aunque, al mismo tiempo, quedó a la espera de oír el disparo en cualquier momento.

Sin embargo, en lugar de todo eso, se oyó la voz de Lambert, esta vez más alta.

—Ven —dijo, y su tono era tan furibundo como siempre—. Ven…, olvida a esos chicos. No vale la pena, no saben lo que hacen ni lo que dicen.

Lentamente, con una lentitud infinita, Konrad bajó el arma.

—¡Sin mí no sois nadie! —les gritó entre dientes antes de darse la vuelta—. ¡Os moriríais de hambre en esta maldita tierra!

Elisa vio cómo Lambert pasaba el brazo por los hombros de Konrad con intención de apaciguarlo y de repente el pánico de la joven se transformó en ira. Lambert había intercedido por Poldi, Lukas y Fritz solo para protegerse a sí mismo. Si perdía más hombres, a Konrad podría ocurrírsele la idea de enviarlo a realizar el duro trabajo de la tala de árboles.

—Mañana tendréis que compensar el tiempo que habéis perdido hoy —dijo Konrad por encima del hombro mientras se alejaba. Greta también había desaparecido y tal vez aprovechó la tensa situación para pasar desapercibida ante los ojos severos de su padre y ponerse a resguardo.

Poco a poco se fue relajando la tensa situación. Poldi y Lukas se agacharon y se llevaron a su padre, que todavía yacía inconsciente, a la barraca; Annelie le sirvió de apoyo a Christine cuando esta siguió a sus hijos y a su marido.

Jule ya se había marchado sin llamar la atención; era demasiado orgullosa como para ponerse a saborear el triunfo de que su acérrima enemiga no hubiera podido prescindir de su ayuda.

Solo Fritz se detuvo y se quedó inmóvil. La mirada de Elisa se encontró con la del joven y ella sintió que algo se encendía en su interior, algo que jamás había visto con tanta claridad como en ese preciso momento.

Y eso bastó.

No podían seguir así. Esa no era la vida que se habían imaginado ni para la que habían emprendido aquel peligroso viaje.

Fritz cerró los puños y, espontáneamente, Elisa hizo lo mismo.

Algo tenía que cambiar, aunque para lograrlo sucumbieran en el intento. No podían quedarse allí mucho tiempo más. De ningún modo.

Por la noche, mucho después de que Jakob se hubiera quedado dormido y la oscuridad se hubiera tragado los últimos hilillos de la penumbra, estuvieron sentados largo rato. Después, Fritz caminaba inquieto de un lado para otro y Poldi tenía la cara confusa y obstinada de un niño pequeño. Solo Lukas, por su parte, no revelaba nada acerca de lo que pensaba y sentía. Con una expresión estoica en el rostro, se sentó en el suelo, al lado de Elisa, que lo examinó cuidadosamente de soslayo. De los tres hermanos Steiner era el menos listo. ¿Estaba más sereno que los otros o, sencillamente, podía ocultar mejor lo que le bullía dentro?

En el barco, el atrevido Poldi había sido el compañero preferido de Elisa y, cuando se trataba de trabajar, se fiaba más de Fritz, que era muy responsable y consciente de sus obligaciones; sin embargo, cuando lo que tocaba era guardar silencio juntos, descansar y reflexionar, podía hacerlo mejor en presencia de Lukas.

El chico no parecía darse cuenta de que ella lo estaba mirando. En una ocasión a Elisa le pareció que le temblaba la cara, un síntoma de que Lukas estaba afligido por dentro, aunque de sus labios no saliera ni un solo sonido. Sin pensárselo, la joven se le acercó y le pasó la mano con cuidado por el hombro; él la dejó hacer.

—Siento mucho lo que ha pasado. Lo siento mucho.

Aunque Elisa había dicho aquello en voz baja, en el silencio que se había cernido sobre ellos, todos pudieron escuchar sus palabras.

Entonces Richard alzó la cabeza, asombrado.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

Eran las primeras palabras que el padre de Elisa pronunciaba desde hacía muchísimo tiempo, pero la ocasión era demasiado triste como para alegrarse por ellas.

Annelie, que hasta ese momento había estado sentada al lado de Christine, se acercó a su marido y le acarició la cabeza.

—No pasa nada —murmuró la mujer—. Todo está bien.

Katherl soltó una carcajada clara y cristalina. Aunque ese sonido hizo que todos se estremecieran, más lo hicieron los golpes que resonaron poco después. Casi al mismo tiempo, Lukas y Elisa se pusieron de pie de un salto; Christine se volvió rápidamente. Fritz corrió hacia la puerta, pegó el oído a la madera y escuchó con recelo. ¿Quién iba a aparecer por allí tan tarde si no era Konrad Weber? Pero ¿qué lo llevaba hasta allí? ¿Acaso la preocupación por el estado de Jakob Steiner?

Volvieron a llamar y cuando Fritz, atendiendo a una señal de su madre, decidió abrir la puerta lentamente, con gesto vacilante, a quien tuvo delante no fue a Konrad Weber, sino a toda una familia. Un hombre y una mujer a los que Elisa había visto fugazmente alguna vez, que ahora venían acompañados de dos niños. El chico parecía tener la edad de Poldi —que hacía unos meses había cumplido catorce años— y la niña era un poco más joven.

—¿Podemos entrar?

Fritz dio un paso atrás. Un rumor recorrió la habitación. Sabían que no eran los únicos inmigrantes que habían caído en manos del tal Konrad. Otras familias vivían en barracones, al igual que ellos, y debían trabajar en los campos de la hacienda o en las selvas, aunque tenían poco contacto. Se saludaban de lejos, pero sin decirse nada; del mismo modo, los encuentros con las demás familias con las que habían viajado en el Hermann III se habían vuelto raros.

—Somos la familia Glöckner —empezó la mujer—. Yo soy Barbara y este es mi marido, Tadeus, y nuestros hijos, que se llaman Theresa y Andreas.

La mirada de Tadeus Glöckner vagó por la habitación y se quedó fija en el cuerpo herido de Jakob. Por lo visto, lo del accidente se había divulgado por ahí, pues el hombre no parecía sorprendido. Elisa, por su parte, examinó a la familia, que vestía unas ropas poco habituales. La chaqueta del hombre le llegaba hasta las rodillas y le cubría la camisa y los pantalones. La mujer llevaba una especie de delantal de flores —bastante sucio y ajado— sobre un vestido de color oscuro; y encima de todo una tela a cuadros. Todos llevaban sombreros de fieltro.

—Venimos del Tirol… —dijo Barbara Glöckner—; bueno, no, en realidad venimos de Silesia.

Jule no se había puesto de pie, pero inclinó el torso hacia delante.

—Un viaje muy largo el que habéis hecho esta noche.

—¡Vamos! ¡Déjalos explicarse! —le exigió Christine con tono severo.

—Por supuesto que no hemos llegado de allí esta noche —explicó Barbara; aunque hablaba pausadamente, daba la impresión de ser una mujer resuelta—. Nos hicimos a la mar hace algún tiempo en el Susanne. De eso hace dos años. Tuvimos que soportar varias tormentas, sobre todo en el cabo de Hornos.

Elisa asintió instintivamente. En su memoria todavía estaba muy presente la tormenta que habían sufrido al cruzar el estrecho de Magallanes.

—A Corral llegamos en el mes de noviembre —continuó Barbara—. Unos meses después caímos en las manos de Konrad. Nos atrajo con las mismas mentiras que os contó a vosotros: que no recibiríamos la tierra que esperábamos, por lo menos no de parte del gobierno, aunque quizá él nos la diera algún día, y que hasta entonces él se ocuparía de nosotros. Sí, nos contó cosas muy bonitas…

La mujer se interrumpió, pero no hacía falta que explicara nada más. Todos sabían que Konrad se aprovechaba al máximo y sin pudor de la debilidad y la incertidumbre de los inmigrantes recién llegados, a fin de usarla en su propio beneficio.

—¿Por qué estamos aquí entonces…? —dijo Barbara Glöckner retomando la palabra al cabo de un rato—. Bueno, es cierto que no vemos ningún futuro aquí para nuestros hijos. Y seguro que a vosotros os ocurre otro tanto, sobre todo después de lo sucedido hoy. Pero conocemos un lugar al que podríamos ir todos. Un sitio en el que por fin nos podrían entregar nuestras tierras. Pero… —De nuevo, la mujer hizo una pausa. En ese momento, Elisa se dio cuenta de que su hijo rascaba el suelo con los pies—. Pero es una empresa arriesgada.

Los inesperados huéspedes se habían instalado en el suelo; Barbara Glöckner no esperó a que les ofrecieran alguno de los pocos bancos de madera en los que alguien podía sentarse con cierta comodidad, sino que extendió en el suelo la tela a cuadros y se sentó sobre ella.

Bajo el cálido resplandor de las velas que habían encendido, Elisa pudo mirar con más detalle a la tirolesa. Las llamas se reflejaban en su pelo rojizo y rizado, también brillaban sus grandes ojos oscuros; sus mejillas eran redondas como manzanas y los labios tenían forma de corazón; unas profundas arrugas rodeaban su boca y sus ojos. Las manos se veían ásperas y enrojecidas. No obstante, a Elisa le dio la sensación de que no había visto nunca a una mujer tan bella, con unos rasgos tan perfectos. Entonces miró a su alrededor. ¿Estarían los otros igual de fascinados con esa mujer? ¿O acaso hacía ya tiempo que estaban ciegos para cualquier clase de belleza?

Lo que vio en los rostros fue más bien recelo. Solo Annelie se acercó a los desconocidos.

—¿Os apetece…? ¿Podemos brindaros algo de comer?

Antes de que Barbara Glöckner pudiera rechazar o aceptar la oferta, intervino Jule.

—Lo que tenemos es demasiado poco como para compartirlo —refunfuñó malhumorada.

—Pero ellos pretenden ayudarnos —murmuró Annelie tímidamente.

—No quieren ayudarnos —dijo Jule—. Lo que quieren es obtener su propia tierra. ¿Dónde se supone que está ese sitio?

Barbara apoyó los codos en las rodillas.

—Si uno sale de Melipulli y avanza en dirección al norte, se tropieza en el camino con un gran lago. Tiene muchos nombres. Los inmigrantes alemanes lo llaman el lago de Valdivia. Los chilenos, en cambio, lo llaman de diversas maneras: lago Purahila, Quetrupe, Pata o Llanquihue. Se llame como se llame, lo cierto es que es enorme y a su alrededor hay tierras muy fértiles, aunque están totalmente vírgenes. Hace varios años, Vicente Pérez Rosales, el agente de inmigración y colonización, propuso que se les entregaran a los nuevos pobladores. Tras nuestra llegada, partimos hacia allí con otros inmigrantes. Sus nombres eran Ellwanger y Fritzschuk, oriundos de Suabia, y también venían con nosotros nuestros parientes tiroleses. En marzo de 1852 llegamos al lago y demarcamos las primeras parcelas.

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