En la Tierra del Fuego (60 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Cornelius bajó la mirada.

—Si quieres que desaparezca de tu vida, me marcharé. No sabría adónde ir, pero me marcharé.

Solo pensar en esa posibilidad hizo que a Elisa se le saltaran las lágrimas.

—No —suspiró ella—. ¡No! Es solo que no debemos besarnos nunca más, no debemos permitirnos, nunca más, un instante de debilidad. Pero no deberías irte. ¡Tienes que quedarte a mi lado! Ah, Cornelius… Yo no podría vivir sin ti.

Ella pasó junto a él sin mirarlo a los ojos. El calor se desvaneció. Todo en ella, todo lo que hacía un momento había clamado, hambriento, por recibir más, parecía haber adquirido la rigidez de una piedra.

Capítulo 28

Cabalgaron de regreso a casa en silencio. Cornelius miraba el camino tan fijamente que apenas podía disfrutar del paisaje. No solo lo apesadumbraba el recuerdo de la expresión de dolor en la cara de Elisa después de separarse de él, sino también el haber dicho adiós a Quidel. Mientras daban de beber a los caballos en la aldea mapuche, su amigo indio se acercó a él y le dijo, inesperadamente, que no regresaría con ellos, sino que se iba a quedar en aquel pueblo por algún tiempo. No era su tribu, ciertamente, pero se sentía unido a aquella gente, sobre todo en esos tiempos tan duros; y, además, el cacique le había preguntado si podía quedarse para enseñarle el idioma de los blancos.

—Tu decisión llega de un modo demasiado repentino —le había dicho Cornelius dolido y algo confuso. Quidel se había limitado a mirarle y, como tantas veces, no necesitó palabra alguna para expresar lo que estaba sintiendo: que allí podría vivir entre los suyos, mientras que en la colonia de los alemanes viviría entre extraños, no pocos de los cuales (como el desconfiado Poldi) lo culparían en secreto del ataque. Él nunca podría formar parte de su comunidad, siempre sería, como mucho, su amigo. Y puesto que todo eso era cierto, Cornelius, a pesar de toda su aflicción, no quiso hacerle a Quidel la despedida más difícil; no obstante, se sintió solo y perdido cuando se separó del indio.

Era cierto que los otros no compartían esa tristeza, pero tras el alivio que sintieron al ver que todo había salido bien, un ambiente de congoja se había cernido sobre ellos. La pequeña Katherl, que cabalgaba con Poldi, reía como siempre, pero la expresión de los otros parecía petrificada.

Elisa no miró a Cornelius ni una sola vez. Magdalena, por su parte, se mantuvo siempre seria y continuaba rezando. Fritz estaba sumido en sus pensamientos, pensamientos que Cornelius ni siquiera podía sospechar. Y Poldi… Poldi estaba enfadado. Hubiese preferido una lucha abierta, cuerpo a cuerpo, a aquella despedida pacífica. Así no había podido saciar su sed de venganza. Y desde que habían dejado la aldea, y los mapuches, que hicieron filas a ambos lados con expresión de estoicismo, los despidieron, él miraba constantemente a su alrededor, tal vez con la esperanza de que alguien se atreviera todavía a detenerlos por la fuerza. La banda que el mapuche violento había reunido se había dispersado. Por Quidel, el cacique les había hecho saber que no tendrían nada que temer durante el camino de regreso y él mismo les había prestado dos de sus caballos, uno para Elisa y otro para Magdalena y la pequeña Katherl.

Sin duda eran caballos viejos que a los jóvenes mapuches ya no les servían; cuando había que apretar el paso, a los animales les salía espuma por la boca y solo podían caminar con lentitud. No obstante, Cornelius, a pesar de que Poldi decía que aquello era una pésima reparación por el ataque sufrido, creía que era un regalo generoso que bien podían no haber recibido.

Cornelius se preguntaba si las cosas habrían sido diferentes si ellos hubiesen sido españoles. Quien más los había ayudado, sin duda, era Quidel y una vez más Cornelius suspiró cuando pensó en su amigo. Le habría gustado mucho hablar con alguien sobre aquella despedida, pero, incluso al día siguiente, cuando se levantaron del duro suelo con las extremidades entumecidas, el pequeño grupo se mantenía en silencio.

Elisa seguía con la mirada baja. Cornelius podía percibir el dolor que hervía tras aquella fachada rígida de aparente indiferencia, pero no conocía ningún otro remedio para aliviarlo que no fuera el de mantenerse lo más alejado posible de ella.

Al principio, él cabalgaba el último; hacia el mediodía, finalmente, se unió a Fritz. Y aunque realmente este era el más precavido, el que estaba todo el tiempo pendiente del camino y de sus posibles obstáculos, ahora no pareció ni siquiera darse cuenta de su presencia. Tenía la mirada vuelta hacia dentro y dejaba pasar el paisaje, el mismo cuya belleza había admirado pocos días atrás, sin prestarle atención. Solo después de que Cornelius llevase un rato cabalgando a su lado, Fritz alzó la mirada.

—¿En qué piensas? —le preguntó Cornelius de repente.

Fritz se encogió de hombros, como si lo hubiesen sorprendido
in fraganti.

—En los sueños… —murmuró finalmente, sumido en sus pensamientos.

—¿Cómo? —preguntó Cornelius sin comprender. No era solo que Fritz estuviera tan ensimismado, además, de su cara había desaparecido la típica determinación malhumorada. Cornelius intentó recordar qué había dicho y hecho Fritz en los últimos días y si le había ocurrido algo que hubiera alterado las bases de su comportamiento. Sin embargo, no podía recordar nada especial, solo sus intentos constantes por apaciguar la sed de venganza de Poldi.

—Perdona, pero pareces tan… perdido —continuó Cornelius al cabo de un rato, ya que Fritz no le respondía nada. No estaba seguro de si acertaba o no con tal palabra, pero lo cierto es que no se le ocurrió nada mejor para hablar de aquel extraño estado de ánimo.

—Es que no se me va de la cabeza lo que dijo Quidel —dijo por fin Fritz, cuando Cornelius ya ni siquiera esperaba su respuesta—. ¿No lo recuerdas? Fue hace unos días, antes de que llegáramos al pueblo de los mapuches. Dijo que uno no debía guardarse los sueños, sino que tenía que contarlos.

Cornelius frunció el ceño.

—¿Y eso es lo que te tiene tan pensativo?

—Me pregunto si ha sido un error haberme callado mis sueños casi siempre.

Cornelius seguía sin comprender.

—¿Qué fue lo que soñaste anoche? —le preguntó para demostrar su interés en entenderlo.

Fritz sacudió la cabeza y dejó ver una sonrisa fugaz.

—No me refiero a eso. No sueño mucho cuando duermo; y la mayoría de las veces no me acuerdo a la mañana siguiente. Pero… ¡sí que sueño cuando estoy despierto! De hecho, lo hago casi todo el tiempo. ¡Sí, yo tenía…! Yo tenía ese gran sueño… y muy pocas veces he hablado de ello. Y lo que yo quería o esperaba de la vida apenas nunca despertó la curiosidad de nadie.

Su voz sonaba ahora como la del viejo y conocido Fritz: se mostraba gruñón, con un deje de insatisfacción, pero al mismo tiempo decidido a no parecer nunca débil, a demostrarles a todos, con terquedad, lo necesario que era.

Fritz jamás pedía abiertamente que lo alabaran o que le agradecieran nada, pensó Cornelius mientras lo observaba, y menos que a nadie a su madre, de quien tal vez, en secreto, añoraba esos gestos con más ansia.

—¿Y qué es? —le preguntó este—. ¿Con qué sueñas, qué es lo que deseas de la vida?

En lugar de responder, Fritz le clavó las espuelas a su caballo y se escabulló rápidamente por la tupida maleza; se levantó una nube de arena que cayó sobre Cornelius en forma de llovizna.

Él fue el único que pudo seguir el paso de Fritz, mientras que Poldi se quedó atrás, gritándoles con enfado, a la zaga, a causa de su lento caballo. Cuando Fritz frenó su montura, los demás habían quedado fuera del alcance de la vista.

—¡Mira eso! —le dijo el mayor de los Steiner con la cara roja, dejando ver una agitación que Cornelius no entendía muy bien—. ¡Ahí delante ya puede verse el lago Llanquihue!

Desde aquella altura no podía verse más que una franja de brillo plateado, parecida a una ilusión óptica creada por los rayos del sol abrasador.

—¡Y allí! —exclamó otra vez Fritz señalando hacia el norte—. ¡Allí está Valdivia!

Cornelius asintió.

—Sí, ya lo sé. Yo viví mucho tiempo allí.

—Cierto; también me contaste muchas cosas de esa ciudad. A veces me acompañaste a ella a resolver algunos asuntos. Solo que ahora, Cornelius, no me acompañarás.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Cornelius atónito.

La frente de Fritz, que hacía un momento estaba arrugada, se despejó.

—Vosotros cabalgaréis en una dirección, hacia el lago. Pero yo… yo tomaré otra dirección: la de Valdivia.

—Pero…

Fritz no lo miró. Durante un rato sus mandíbulas se movieron, como si masticaran algo; parecía luchar consigo mismo antes de poder decir cuál era su decisión final, pero entonces las palabras salieron entre sus apretados labios:

—No seguiré el viaje con vosotros.

—Sigo sin entender… —empezó a decir Cornelius indeciso.

—¿Sabes una cosa? —dijo Fritz volviéndose hacia él, pero por un instante no lo miró con ojos malhumorados ni tercos, sino melancólicos—. ¿Sabes una cosa? Yo nunca quise emigrar. Tal vez mi familia se hubiera muerto de hambre allá en nuestra casa, pero yo no. En el zoológico de Stuttgart, había conocido a ese profesor de ciencias naturales que pretendía acogerme entre sus discípulos. Yo… habría podido ser realmente alguien. Pero, en fin, las cosas salieron de otro modo y ese profesor no está aquí, pero sí lo están Carlos Anwandter y otros farmacéuticos, y todos muestran un respeto enorme por mis conocimientos sobre animales y plantas. Estuve por última vez en Valdivia hace tres meses y, en esa ocasión, Anwandter me preguntó si me apetecía trabajar para él. No solo quiere ampliar su fábrica de cerveza, sino también su farmacia, y puede que incluso abra una filial en el lejano Valparaíso. Él me dijo que aún podía enseñarme muchas cosas y añadió que estaba seguro de que yo, con mis capacidades, las aprendería muy rápido.

A medida que hablaba, sus palabras se iban volviendo más nerviosas. Y ahora, cuando ya se había explayado contando lo de la oferta que le había hecho Anwandter y lo relacionado con su sueño, todo salía de él de un modo explosivo. La melancolía desapareció de su mirada; sus ojos brillaron y, cuando Cornelius lo miró fijamente, se dio cuenta, por primera vez, del parecido que tenía con Poldi. Aunque los dos hermanos tenían poco en común, en ese momento parecían haber cambiado los papeles. Desde el ataque de los mapuches, Poldi parecía encerrado en sí mismo, malhumorado. Fritz, en cambio, hablaba con el entusiasmo y la pasión de un niño al que el mundo entero le abre sus puertas y que se cree capaz de conseguirlo todo con un poco de valor y fuerza de voluntad.

Cornelius no quería fastidiarle el momento, pero no tuvo más remedio que objetar:

—Pero es que nosotros te necesitamos ahora más que nunca. ¡Piensa en los muertos!

Fritz soltó un suspiro y sacudió la cabeza con determinación.

—Siempre he creído que soy indispensable. Pero si eso fuera cierto…, ¿no me lo habría dicho mi madre más a menudo? No, no soy indispensable, nunca lo he sido y tampoco lo soy ahora. Y no creo que los muertos vayan a dejar una brecha insalvable. Me caía bien Richard von Graberg, pero, para su familia, era más una carga que un apoyo. Es verdad que de los muertos solo ha de hablarse bien, pero tú lo sabes y yo lo sé: Annelie y Elisa, y también mi hermano Lukas, estarán mejor sin él. Y en lo que atañe a Tadeus… —Fritz pareció vacilar por un momento, indeciso sobre si decir o no lo que le estaba pasando por la cabeza, pero optó por decirlo—: Es el suegro de Poldi, no el mío. Y es Poldi el que debe compensar su ausencia.

—Entonces lo dices en serio —murmuró Cornelius.

Fritz suspiró de nuevo.

—Tal vez no entiendas por qué decido marcharme justo ahora, en este momento difícil, cuando han quemado las reses y han destruido los graneros. ¡Pues debo irme precisamente por eso! Si me quedo ahora, habría infinidad de cosas por hacer… Una vez más, dedicaría años a la tierra sin que nada cambie, y después ya sería demasiado tarde para irme. Desde Valdivia, apoyaré en lo posible a mi familia. Enviaré dinero… Comida… Ganado… Pero no puedo hacer más por ellos. ¿Lo entiendes? Ya he hecho bastante, ¿no crees?

Por primera vez, un asomo de duda apareció en su rostro, cuya expresión revelaba que no estaba tan seguro como aparentaba.

De pronto, Cornelius recordó a su tío Zacharias y aquel sentimiento de responsabilidad que lo había mantenido encadenado tanto tiempo y que al final había ido desgastándolo y lo había hecho tan infeliz. Hasta el día de hoy le seguía pareciendo correcto haber permanecido junto al pastor después del incendio del barco, pero en Valdivia había esperado demasiado tiempo a que Zacharias volviera a ser el de antes cuando podría haberlo enviado de regreso a Alemania bien pronto. ¿Y todo para qué? Al final, el tío Zacharias se había aprovechado descaradamente de su sentido de la responsabilidad y eso le había costado perder a Elisa.

—Sí —dijo Cornelius con firmeza—; eso es, Fritz, ya has hecho demasiado. Mucho más de lo que cualquier otro hubiera podido hacer. Te lo has ganado, te has ganado ser libre, salir en busca de tu felicidad.

Detrás de ellos se oyó un murmullo. Los otros miembros de la caravana los habían seguido hasta allí y Cornelius se preguntó cómo reaccionarían ante la decisión de Fritz. Antes de que los demás llegaran, se apresuró a añadir:

—Debes dar las gracias.

—¿Por qué motivo? —preguntó Fritz.

Cornelius se había apartado de él y miró a Elisa, que tenía la cabeza baja y los ojos clavados en las manos.

—Por el valor de seguir a tu corazón —le respondió en voz baja—. Yo solo pude hacerlo cuando ya era demasiado tarde.

Elisa nunca había visto a Christine Steiner tan furiosa. Al principio, se mostró aliviada por verlos regresar y los fue abrazando uno a uno, por orden; el abrazo más prolongado se lo dedicó a Elisa y la apretó con tal fuerza que parecía que no iba a soltarla.

—Qué bueno tenerte de vuelta… Qué bueno tenerte aquí otra vez.

Pero de repente aquella sensación de alivio desapareció de su mirada, que se volvió insegura, preocupada.

—¿Y Fritz? —murmuró la mujer, al ver que faltaba su primogénito—. ¿Dónde está Fritz?

Como hermano, habría sido responsabilidad de Poldi decirle a su madre la verdad, pero este no hacía más que remover la tierra con el pie, así que, al final, fue Cornelius quien, con voz entrecortada, le dijo que Fritz había decidido no regresar e irse a vivir a Valdivia.

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