Y, de pronto, también el mapuche se detuvo por fin. Tras haber recorrido un trecho de la estepa, habían llegado a un bosque de coníferas erizadas y maleza espinosa.
—¿Es que… has oído algo? —preguntó Cornelius en tensión.
Quidel les hizo una señal para que se callaran y les indicó que fueran hacia donde estaba él. Con cautela, todos bajaron de los caballos.
—¡Mirad allí! —les dijo Quidel.
Cornelius aguzó la vista en la dirección que el indio le indicaba, pero no vio nada aparte del cielo centelleante que ya había visto antes. Solo al cabo de un rato creyó distinguir una delgada columna de humo que se elevaba hacia el cielo.
—Probablemente sea esa la aldea.
Poldi dio una rabiosa patada en el suelo.
—¡Vaya! ¡Por fin! —exclamó, y adelantó a los demás hombres, impaciente. Entonces, Cornelius se dio cuenta de que, sin que nadie lo notara, el joven se había apoderado de la pistola que estaba al cargo de Fritz desde que este le hubiera prohibido a su hermano llevarla.
—¡No puedes lanzarte así sobre ellos! —lo increpó Cornelius.
Pero Poldi blandió el arma y demostró que, al parecer, no tenía otra cosa en mente.
—¡No! —exclamó Quidel interponiéndose—. ¡Nada de violencia!
Poldi lo miró lleno de furia.
—¡No fui yo el que empezó la violencia! —le gritó el joven Steiner. Y cuando Quidel lo sujetó, él se desasió de un tirón y le puso la pistola amenazadoramente delante de la nariz.
Quidel no retrocedió ni un paso, pero Fritz se metió entre ellos con determinación.
—¡Haremos lo que nos dice Quidel!
—Pero…
Entonces Fritz le agarró el brazo, le tiró la pistola de un manotazo y lo arrastró para apartarlo de los otros dos hombres. A continuación, habló lo bastante alto como para que Cornelius pudiera oír cada palabra.
—¡Aquí no eres tú el que toma las decisiones! —le dijo Fritz con un siseo de rabia.
—Nuestro hermano ha estado a punto de morir… Y todo por culpa de esos indios —refunfuñó Poldi—. Y piensa en Richard von Graberg y en…
—Si en verdad se trata de lo que los mapuches nos han hecho, ¿por qué no te atreves a pronunciar el nombre de Tadeus? ¿No será que su muerte te viene demasiado bien?
La cara de Poldi enrojeció por completo.
—¿Cómo te atreves a…?
A punto estaba Poldi de lanzarse sobre su hermano con los puños cerrados y en alto, y Fritz ya se había puesto en guardia para defenderse, pero antes de que llegaran a las manos, Poldi se detuvo repentinamente y se quedó inmóvil, como una piedra. (Cornelius estaba seguro de que el más joven de los hermanos habría perdido en aquel enfrentamiento.) Cornelius también se sobresaltó y, por fin, también Fritz se dio cuenta: percibió aquellos pasos furtivos que se acercaban lentamente, pero sin pausa, y los rodeaban.
Cornelius se dio la vuelta. Los árboles y la maleza creaban una cortina demasiado cerrada como para que las caras fueran discernibles, pero entonces a través de las ramas vio una boleadora, la temible arma de los mapuches.
Cornelius alzó las manos en gesto tranquilizador:
—Calma, calma —dijo en un murmullo, no tanto para contener a los silenciosos agresores como para calmar a sus acompañantes.
Pero Poldi hizo oídos sordos a lo que él les decía. Todavía ciego por la rabia contra su hermano, se agachó rápidamente a recoger la pistola y empezó a girar frenéticamente en círculos, dispuesto a disparar hacia la maleza si era necesario.
—¡No!
Cornelius y Fritz habían gritado al unísono, pero fue Quidel quien pegó el salto, derribó a Poldi y le arrebató la pistola de las manos. El arma fue a parar a pocos centímetros de los pies de Cornelius, que no se agachó a recogerla, sino que se quedó tieso y con las manos en alto. Una vez más, se oyó un ruido en la maleza y, en ese momento, los mapuches se levantaron y dieron la cara, y estrecharon más aún el círculo que los rodeaba.
Quidel se apartó de Poldi rápidamente, les salió al paso a los indios y les habló en mapudungun, la lengua de los mapuches. Cornelius intentó determinar cuál de aquellos hombres era el líder, pero todos llevaban ropas muy parecidas y también se asemejaban mucho sus caras inmóviles, inexpresivas y orgullosas. No parecían proclives a emplear la fuerza, pero las armas les conferían un aspecto amenazante.
Durante un rato, fue Quidel el único en hablar. Poldi, que se había ido levantando poco a poco, tuvo intención de gritar algo, pero Fritz le clavó con furia el codo en el estómago para hacerlo callar.
Finalmente, se oyó la voz de uno de los hombres, una voz oscura y gutural.
—¿Qué pasa? —preguntó Fritz. Todos tenían los nervios a flor de piel.
—Debemos acompañarlos al pueblo —les explicó Quidel brevemente; a continuación, se agachó, recogió la pistola y la mantuvo bien alejada del cuerpo, en señal de que no iba a hacer uso de ella.
El círculo se despejó un poco, de modo que ellos pudieron marchar delante. Aun así, la expresión de los rostros de los indios no se había vuelto más amable.
No tardaron mucho en llegar al pueblo. En cierta ocasión, Quidel le había contado a Cornelius que su gente vivía sobre todo de la caza y que solo practicaba la agricultura en casos muy raros; sin embargo, allí todo parecía ser muy diferente. Las ovejas y las cabras pastaban en las lindes de los campos de trigo, maíz y cebada. Pasaron junto a una pocilga de cerdos y vieron un par de gallinas que escarbaban la tierra. Junto a las chozas había huertas con judías; y en otros canteros se cultivaban patatas y algo que parecían vainas de pimienta.
En el corral que estaba detrás de la pocilga, Cornelius vio unos animales que no conocía, algo más pequeños que un caballo y con mucho pelaje, con los belfos salientes y los ollares muy anchos.
—¿Qué animales son esos? —preguntó con asombro.
Fritz había seguido su mirada.
—Creo que son llamas. Procura mantener la distancia, te escupen cuando te acercas demasiado.
—Dan leche y lana —intervino Quidel—. Antes, cuando todavía no criábamos caballos ni vacas, eran nuestros animales más preciados. Ahora la mayoría son salvajes. Viven en la pampa en grandes manadas.
Cornelius dejó vagar su mirada. Entre las casas había algunas tiendas aisladas hechas con pieles. La tez de quienes les salieron al encuentro desde esas tiendas estaba curtida por el sol, pero no todos eran igual de morenos. Algunos eran tan blancos como ellos mismos y el propio Cornelius no sabía si aquello se debía a algún capricho de la naturaleza o al hecho de que los mapuches se hubieran mezclado, a lo largo de los siglos, con las españolas que habían raptado.
Con todo, uno de los hombres tenía la piel tan oscura como un negro. Un grito de asombro escapó de sus gargantas.
—¡Un negro! —exclamó Fritz con más fascinación que desprecio.
—Probablemente sea oriundo del norte de América —les explicó Quidel—. Muchos esclavos negros huyen de allí y se trasladan a Chile, sobre todo ahora que allí están en guerra civil. Mi gente los acoge gustosamente y…
De repente Quidel guardó silencio. Ante ellos se había plantado un hombre; no era uno de los que los habían conducido hasta la aldea. Su cara era inexpresiva, como la de los otros, pero tenía más arrugas y —según le pareció a Cornelius— era más atenta y despierta. Durante un tiempo reinó el silencio entre ellos, después el hombre se dirigió a Quidel.
Hablaba despacio y, aunque Cornelius no entendió nada de lo que decía, sintió confianza de inmediato. Aquel anciano no tenía nada que ver con los guerreros impredecibles y brutales que habían atacado la colonia.
Los demás siguieron aquel intercambio de palabras igual de tensos que él. Algunas caras daban muestras de aprobación; otras parecían enfadadas.
Cornelius creyó que alguno de los hombres más jóvenes había pronunciado la expresión
huincas
, una manera despectiva que los mapuches tenían de referirse a los blancos.
El anciano hizo como si no notara la inquietud que reinaba entre los de su tribu. Cuando a Quidel le tocó responderle, el viejo lo escuchó con toda calma.
Al final se hizo de nuevo el silencio. Cornelius estaba hecho un manojo de nervios. ¿Qué les harían? ¿Sería este el pueblo al que habían traído a las mujeres?
Finalmente, el anciano alzó la mano sin decir palabra y, acto seguido, uno de los indios más jóvenes tomó las riendas del caballo de Cornelius. Este no sabía muy bien qué significaba aquel gesto, pero le entregó al mapuche su montura, en una actitud muy distinta a la de Poldi, que se plantó ante su caballo con actitud protectora.
—¡No! —gritó furioso.
—¡Deja que lo haga! —dijo Quidel en tono apaciguador—. ¡Solo quieren dar de comer a nuestros caballos!
—¡De eso nada! —gritó Poldi malhumorado—. ¡Seguro que pretenden robarlos!
Quidel lanzó a Fritz una mirada de exhortación, y aunque este frunció el ceño, en una actitud tan escéptica como la de su hermano Poldi, le hizo una señal a su hermano pequeño para que obedeciera.
Mientras se llevaban los caballos, Cornelius se acercó a Quidel.
—¿Y bien? ¿Qué ha dicho?
—Que quieran dar de comer a nuestros caballos es una buena señal. Significa que nos garantizan su hospitalidad. Y el anciano también prometió que nos darían de comer a nosotros.
—¿Y las mujeres? ¿Qué hay de las mujeres? ¿Están aquí?
Quidel se encogió de hombros.
—Cuando le hablé de ellas, no me dijo nada. Pero eso no tiene por qué significar nada. Esperemos a ver qué pasa.
Los llevaron a una de las casas, donde los recibió un aire húmedo y pesado. Cornelius sintió un mareo momentáneo; ahora notaba cuánto lo había desgastado la dura cabalgada de los últimos días y el hambre que tenía.
Se habría comido cualquier cosa que le hubieran ofrecido, pero, para su asombro, en las fuentes que les trajeron había alimentos deliciosos que no solo llenaban el estómago, sino que sabían muy bien al paladar. Había sopa de carne y huevos revueltos; un plato a base de patatas y judías y, finalmente, una especie de
mousse
de bayas, hierbas dulces y piñones macerados.
En un principio, parecía que Poldi pensaba negarse a probar la comida, todo por orgullo y recelo, pero al final pesó más el hambre y el joven Steiner se comió con avidez todo lo que le pusieron delante.
Acababan de comer cuando el anciano entró en la casa. Antes solo había mirado a los ojos a Quidel, pero ahora también examinó a los otros con atención. Tenía una mirada cálida y clara. Cuando vio a Poldi, Cornelius deseó que el más joven de los Steiner no hiciera nada irreflexivo y, gracias a Dios, el chico se contuvo.
—Por favor… Por favor… —Cornelius se oyó a sí mismo balbucear—. Si las mujeres están aquí, dejadlas que vuelvan con nosotros. Deben estar con nosotros. Tienen hijos que claman por ellas.
Quidel tradujo aquellas palabras rápidamente. El anciano guardó silencio, solo su mirada se endureció un poco. Parecía haber adoptado una actitud reflexiva, tal vez presa de un dilema interior entre su profundo escepticismo respecto a los blancos y el hecho de que alguien de su propia raza acudiera a él pidiendo ayuda en nombre de ellos.
Finalmente, se acercó a Quidel. Cornelius contuvo el aliento instintivamente, pero antes de que el anciano pudiera decir algo, se oyó un bramido de furia que venía de fuera.
—¿Qué está pasando ahí fuera? ¿Qué ocurre?
A Elisa la ruca nunca le había parecido tan pequeña; nunca había tenido esa sensación de estar completamente aislada del mundo ni se había sentido tan molesta como en el instante en que se enteró de que unos forasteros habían llegado al pueblo.
Las horas pasadas en la ruca habían transcurrido con monotonía. Cuando Magdalena no estaba rezando, se dejaba llevar por las conjeturas más descabelladas. Creía saber, por ejemplo, por qué aquel enorme espacio que había dentro de la casa estaba dividido en habitaciones tan pequeñas: porque los mapuches practicaban la poligamia; probablemente detrás de cada una de aquellas paredes de cuero vivían distintas mujeres con sus hijos.
Elisa no sabía si tenía razón o no. En cualquier caso, no habían oído a ninguna otra mujer y solo habían visto a aquella que les traía comida regularmente y hacía sus labores diarias.
Magdalena también tenía sus conjeturas sobre ella. La tela de su ropa era fina y colorida, por lo tanto era cara, y eso, a su vez, solo podía significar que se encontraban en la casa del cacique: una buena señal en todo caso, pues estarían bajo la protección de este.
Sobre esto, Elisa tampoco sabía en qué medida podía creer a Magdalena, pero se sentía aliviada de que aquel hombre malhumorado no hubiera vuelto a aparecer y de que la mujer, entretanto, les dedicara a veces una furtiva sonrisa. La última vez que les había traído comida, la ración de carne seca y ahumada era bastante más abundante que las anteriores y contemplar a la mujer mientras hacía sus labores distraía a Elisa de sus oscuros pensamientos. Con visible habilidad, la mujer cosía ponchos, mantas que se utilizaban como silla de montar, carteras, cortinas y fajas. También trenzaba cuerdas, tejía redes y cestas y, a partir de una masa de color grisáceo, hacía unos recipientes.
—Eso, probablemente, es arcilla —dijo Magdalena.
No era el único material del que disponían los mapuches. Elisa también vio bandejas, platos y calderas de cobre. En algunas de ellas, la mujer maceraba unas plantas de olor penetrante y luego hacía un caldo con ellas. Más tarde, sumergía en el caldo algunas piezas de ropa, que salían teñidas de varios colores: rojo, negro, verde y azul.
Y cuando en la ruca fueron quedando menos cosas nuevas por descubrir, Elisa se dedicó a espiar el exterior a través de las rendijas de la pared. Vio toda suerte de animales, algunos conocidos, otros extraños; una vez, poco después del mediodía, oyó unos cascos de caballo, lo cual anunciaba la llegada de un grupo de jinetes.
Todas alzaron la cabeza con asombro y la mujer mapuche se puso en pie de un salto y se apresuró a salir para ver qué estaba sucediendo.
Instantes después, regresó con el rostro encendido y haciendo gestos frenéticos. Elisa no entendió las palabras que dijo, pero estaba segura de que aquella agitación solo podía significar que a la aldea habían llegado unos forasteros.
—Tal vez… ¡Tal vez hayan venido a por nosotras!
Entonces pegó la cara aún más contra las rendijas. En un principio no vio nada, pero luego creyó atisbar una figura muy distante que nada tenía que ver con la complexión y el aspecto de los mapuches. No tenía el pelo oscuro, sino de un color marrón y rojizo; su piel tampoco estaba curtida por el sol, sino que era mucho más clara. ¿Había sido un espejismo, o Cornelius había venido a buscarlas y las había encontrado?