Annelie señaló los cisnes del lago.
—Podríamos intentar cazar esas aves; quién sabe, a lo mejor se puede comer su carne. Y seguramente habrá peces también.
—Tenemos que pensar con exactitud quién va a hacer cada cosa —intervino Fritz—. Debemos dividir nuestras fuerzas del mejor modo posible y fiarnos los unos de los otros. —Entonces, con el ceño fruncido, empezó a caminar de un lado a otro, como si ya estuviera concibiendo en su mente los primeros planes de trabajo.
Y en ese momento, cuando hubo pasado el alivio por haber llegado a orillas de aquel lago, Poldi dijo con claridad lo que todos estaban pensando.
—¡Pero aquí no hay nada! ¡Absolutamente nada! —gritó—. ¡Tendremos que hacerlo todo nosotros!
Nadie lo contradijo. Como ya había hecho Elisa, los demás recién llegados se acercaron al agua para lavarse como podían la suciedad y el lodo. Poldi se lanzó con tal violencia al lago que no notó cómo uno de sus pies se enredaba entre unos hierbajos. Entonces tropezó, cayó al suelo y resbaló hasta la orilla. Tuvo tiempo de agarrarse a una raíz, antes de caer en el agua fría.
Fritz sacudió la cabeza malhumorado; Barbara Glöckner, por su parte, soltó una de sus sonoras carcajadas. Cuando por fin se levantó, Poldi estaba rojo como un tomate.
—¿Cómo crees que vas a ayudarnos si te ahogas? —lo increpó Fritz.
Entonces fue Christl la que rio; su risa no sonaba divertida, sino más bien histérica, y muy pronto la pequeña Katherl se unió a las carcajadas. Solo Lenerl guardó silencio, cruzó las manos y dijo una oración.
—¡Mirad! —dijo Lukas, que se había acercado a Elisa y señalaba en la misma dirección que su madre. Si uno se agachaba un poco, no solo veía aquellas columnas de humo, sino también unas cabañas.
—¿Y a eso lo llaman
casas
? —gruñó Fritz—. En la próxima tormenta esos cobertizos se vendrán abajo. Tenemos que construir casas de verdad tan pronto como sea posible. Y también tenemos que…
Fritz fue enumerando, rabioso, pero decidido, todas las labores que tendrían que realizar, pero Elisa ya no lo escuchaba.
De repente afloraron a sus ojos unas lágrimas cuyo motivo desconocía. No era solo el agotamiento lo que hacía que se rompieran los diques de contención, sino la sensación de haber llegado por fin. Es verdad que Poldi tenía razón al quejarse por todo el trabajo que los esperaba allí, pero aquellas tierras alrededor del lago le resultaban sumamente familiares, como si después de mucho tiempo de añoranza, pudiera estrechar de nuevo entre sus brazos a una vieja amiga.
Las lágrimas perlaban las mejillas de Elisa, mientras la joven admiraba la belleza y el estado virgen del lago, de los bosques, de los volcanes, y también al pensar en Cornelius. No podía recordar ni un solo instante en todo aquel año y medio en que no lo hubiera echado de menos, en que no hubiera ardido en deseos de verlo; sin embargo, nunca su ausencia le había resultado tan dolorosa como en ese momento.
«Si estuvieras aquí… —pensó Elisa—. Si al menos estuvieras aquí, si pudiéramos alegrarnos juntos, hacer planes juntos, si pudiéramos disfrutar del momento en que nuestra vida, nuestra vida en común, empieza de verdad.»
El torrente de lágrimas era cada vez más copioso; la imagen que tenía ante sus ojos desapareció; ya no veía nada del lago ni de aquellas montañas de fuego.
«¡Ay, Cornelius, cuánto me gustaría mostrarte mi hogar, mi nuevo hogar!»
Un año después
El pastor Zacharias se despertó a causa de unos golpes muy fuertes. Despertó asustado de un oscuro sueño en el que se sentía abandonado, hambriento y sucio, pero no se mostró agradecido por haber sido liberado de aquella pesadilla, sino que comprobó que, en la vida real, estaba mucho más abandonado, hambriento y sucio que en el sueño. Apretó los ojos, se llevó las manos a las orejas y confió en que aquel ruido tan desagradable desaparecería si lo pasaba por alto el tiempo suficiente. Pero los golpes no cesaron, sino que se hicieron más enérgicos, y finalmente una voz, con tono apremiante, llamó a Cornelius Suckow.
El pastor se incorporó. El dolor de cabeza llegó de un modo tan repentino que era como si un objeto punzante se le hubiera clavado en las sienes. Gimió y lo hizo aún más cuando sus ojos se posaron en la botella de aguardiente medio vacía que estaba encima de la mesilla de noche, recordándole que no era poco culpable del estado miserable en que se encontraba. A menudo, le había prometido a Cornelius que iba a dejar de beber. Y este, a su vez, le había explicado suficientes veces que la condición para emprender el viaje a casa era que se mantuviera sobrio de forma duradera, pero Zacharias no era capaz de resistirse a la tentación de anestesiarse con bebida y ahora le hubiera gustado quitarse aquel resacón que sentía en la cabeza con un buen trago.
Pero los golpes en la puerta se lo impidieron; entretanto estos se habían vuelto tan ruidosos que parecía que alguien pretendía echar la puerta abajo.
—Sí, claro —refunfuñó. Parecía que la cabeza le iba a reventar cuando se levantó y se tambaleó hasta la puerta. Pero más que los dolores, lo que le daba miedo era abrir aquella puerta.
Valdivia seguía siendo un sitio extraño para él, muy ruidoso, muy agitado. En los últimos meses, la población se había incrementado de golpe. Allí se habían establecido más carpinteros y herreros, ebanistas y zapateros, sastres y panaderos. Ellos, con su eficiencia inquebrantable y su lucha por la supervivencia, le demostraban al pastor Zacharias que era posible vivir en aquel país extraño y que había otras maneras de luchar a brazo partido con la vida, en lugar de atrincherarse en un sucio alojamiento a la espera de que las duras pruebas pasaran.
—Sí…, ya voy —refunfuñó otra vez.
Cuando abrió, en lo primero que pensó fue en el aspecto miserable que estaría ofreciendo. Tenía el pelo pegado a la cabeza y sudoroso; de su boca salía un aliento ácido; tenía la camisa sucia, como siempre.
Pero el hombre que estaba ante él, en la puerta, no lo examinó con detalle, solo pareció alegrarse de no tener que seguir llamando.
—Vaya, por fin —dijo de mala gana.
Zacharias jamás había visto a aquel hombre.
—¿Es usted Cornelius Suckow?
Por lo menos el tipo hablaba alemán, algo que tampoco había que dar por sentado en aquel maldito país, ni siquiera en Valdivia, donde —según tuvo que admitir Zacharias— casi todos los habitantes eran alemanes. Aquel hombre, sin embargo, no esperó su respuesta.
—Tengo una carta para usted. Ha venido del lago, con una lancha.
El pastor Zacharias puso cara de no entender. ¿Qué diablos era una lancha? ¿Y a qué lago se refería aquel hombre? Además, ¿quién podría escribirle una carta a Cornelius?
Zacharias abrió la boca, pero el hombre no tenía intención de perder más tiempo, así que le puso la carta en la mano y se marchó sin más.
—
¡Adiós!
[2]
—le gritó a Zacharias por encima del hombro.
El pastor resopló. Por lo menos iba a tener que acostumbrarse a eso, a ese saludo en español que entretanto ya iban usando muchos inmigrantes, como si haber renunciado a su patria no fuera suficiente y ahora quisieran renegar también de su lengua. Atontado, siguió con la mirada al desconocido y luego cerró rápidamente la puerta, con una sensación de alivio por poder dejar fuera, bloqueada, a la ruidosa Valdivia, a sus habitantes y a todo aquel extraño país.
Solo cuando se hundió de nuevo en la cama, con un gemido, cuando sus ojos se dirigieron nuevamente, ávidos, a la botella de aguardiente, recordó que todavía tenía aquella carta en la mano.
¿Quién le habría escrito a su sobrino?
Pocas veces le preguntaba a Cornelius sobre lo que hacía durante el día, y lo único que quería saber era si por fin podrían regresar a Alemania. Obstinado, Cornelius se resistía a responderle y contestaba a los reproches de su tío con los suyos propios: lo reprendía por beber demasiado, por malgastar el poco dinero del que disponían; lo exhortaba a que se controlara de una vez.
Zacharias examinó la carta. El papel estaba manchado, pero la letra era nítida.
¿Tal vez aquella carta venía de Alemania y tenía que ver con el posible regreso?
Rápidamente, el pastor desgarró el sobre. El papel estaba húmedo en los bordes. Alguna que otra palabra era ilegible y él tenía el cerebro demasiado borroso como para poder leer las otras con normalidad. Sin embargo, poco a poco su mente paralizada empezó a captar el sentido.
Cuando vio quién había remitido aquella carta, empezó a ponerse rojo y la cara comenzó a arderle.
Querido Cornelius:
Llevo algún tiempo intentando escribirte. A menudo me he visto en mis pensamientos tomando la pluma, pero hasta ahora ha sido imposible conseguir una hoja de papel. Hoy, por fin, lo he logrado. No sé dónde estás, ni siquiera sé si la carta te llegará, pero por lo menos debo intentarlo y estoy llena de esperanza de que leas estas líneas.
Me vienen tantas cosas a la mente, son tantas las cosas que tengo que contarte que no sé ni por dónde empezar.
Desde hace un año vivimos a orillas del gran lago, ese al que los colonos llaman
lago de Valdivia
y que los nativos llaman
Llanquihue.
Tras nuestra llegada, varias familias se han establecido aquí, al principio pocas, pero ahora son cada vez más y en especial en las últimas semanas ha afluido mucha gente recién llegada de Alemania. Vemos a muy pocos porque la tierra es inmensa. El gobierno, entretanto, la ha dividido en parcelas; los chilenos las llaman
chacras,
nosotros, en cambio, las llamamos
orilleras,
ya que por su lado más estrecho lindan con la orilla del lago y tienen casi cien hectáreas. ¡Eso suena a mucho, y lo es, pero también significa, sobre todo, mucho trabajo!
Hace poco nos hicieron entrega del certificado de propiedad, que atestigua que el gobierno chileno nos ha cedido estas tierras de forma oficial, así como semillas para la primera siembra (por un valor de cinco pesos), una vaca, doscientos tablones y clavos. También deberían habernos dado una yunta de bueyes por familia, pero a nosotros solo nos dieron un buey, de modo que para arar tenemos que enganchar la vaca al arado. Aún hoy esperamos en vano por un carro como es debido, pero nos han dicho que en Chile casi no hay carros de cuatro ruedas.
Veo que te lo estoy contando todo de forma caótica y son tantas las cosas que quiero escribirte que he empezado por el final.
Lo cierto es que, cuando llegamos hace un año al lago, al principio nos vimos solos y a merced de nosotros mismos; no conocimos al agente de colonización de Melipulli, el que reparte tierras y comida, hasta mucho más tarde. Pudimos vencer la primera etapa gracias a la ayuda de unas familias del Tirol, y solo así pudimos sobrevivir. (Cómo los conocimos y por qué no nos quedamos más tiempo a vivir con Konrad Weber es una historia larga y resulta imposible escribírtela toda, pues debo ahorrar papel.) En cualquier caso, esas familias se habían asentado en la orilla occidental del lago, cerca del río Maullín, y ahora también nosotros nos hemos establecido ahí.
¡Ah, si cuando llegamos hubiésemos sabido lo fácil que era obtener tierras propias!
¡Qué estúpidos fuimos en seguir los pasos del tal Konrad!
Pero así como obtener tierra es fácil, hacerla producir resulta mucho más difícil.
Lo primero que tuvimos que hacer fue talar con las hachas los árboles que cubrían la selva, unos árboles gigantescos. Después del tiempo que pasamos viviendo en la hacienda de Konrad, ya estábamos acostumbrados a esa labor, al igual que al sonido del hacha y al estruendo que se oye cuando uno de esos gigantes cae al suelo. Cada vez que íbamos a cortar alguno, nos deteníamos llenos de respeto ante él y, luego, cuando lo derribábamos, nos mostrábamos orgullosos de haberlo conseguido con uno más. Y en cada ocasión nos preguntábamos, en silencio, por qué no avanzábamos más rápido y cuándo acabaría por fin aquel trabajo tan duro.
Llegado un momento, ya habíamos liberado suficiente tierra de la orilla de la selva, pero el trabajo no acabó ahí. Cerca del lago, el suelo es muy pantanoso. Y entonces nos tocó hacer canales por todas partes para drenar esa agua. Pero, en fin, antes de construir esos canales cavándolos en la tierra, era preciso liberar el suelo de las muchas raíces. Lo que facilita el trabajo es que los árboles de aquí no tienen raíces muy profundas. Pero lo que lo hace todo más difícil es que el suelo está repleto de enredaderas y de plantas espinosas. ¡Ambas dan una flores preciosas, pero las maldijimos todo el tiempo! ¡No sabría decirte cuántas veces me caí ni en cuántas ocasiones, por las noches, vi mi cuerpo cubierto de arañazos y moratones! Hace ya mucho que trabajar con el azadón ya no me provoca dolor. La piel de las manos se me ha curtido y ya no me salen ampollas.
Cuando el suelo por fin quedó libre de raíces, y tras haber separado toda la leña de los troncos, así como las ramas y las enredaderas, hubo una gran discusión. Unos opinaban que había que quemarlo todo, ya que el suelo que quedaba debajo —al que llaman
roce
— es extremadamente fértil y se pueden esparcir las semillas en él. Otros, por su parte, decían que era preferible esperar a ver qué pasaba con las semillas que habíamos sembrado en los primeros días en la tierra más blanda de los claros del bosque, no tanto porque esperasen sacar de ellas un gran provecho, sino para comprobar cómo germinaba el cereal en este clima.
Había tantas preguntas por responder… y nadie que las respondiera. ¿Serían los inviernos allí, junto al lago, tan húmedos como el primero que habíamos vivido en este país? ¿No arrastraría el viento las cenizas aún encendidas si finalmente nos decidíamos a quemar la tierra? ¿Debíamos sembrar trigo, cebada o centeno?
Hablábamos durante horas sobre esos temas y hubo muchas peleas antes de que tomáramos las decisiones. No es de sorprender que hubiera tan mal ambiente ni que los ánimos estuviesen tan caldeados: el trabajo nos dejaba exhaustos, los estómagos nunca se llenaban y nuestra ropa era todavía demasiado ligera y estaba desgarrada. Las primeras chozas apenas ofrecían protección contra la lluvia, mucho menos contra el viento. En especial, los vientos del norte, con sus tormentas, son muy fuertes, y a lo largo de muchas noches temimos que una rama nos cayera encima y nos matara. Dormíamos sobre el suelo desnudo y, a veces, para variar y también porque era el sitio más cómodo, lo hacíamos en las cajas en las que los hombres habían traído las semillas y las primeras raciones de Melipulli.
Mientras, estamos construyendo casas mejores y también aquí necesitaría muchas palabras para explicar los esfuerzos, las esperanzas y los miedos, pero apenas puedo sostener la pluma, por lo poco acostumbrada que estoy ahora a escribir.
Me he convertido en una mujer que puede sujetar el rastrillo durante horas, pero que ya no puede sentarse a escribir y tener la pluma en la mano ni la mitad de tiempo.
Déjame que te lo resuma diciéndote que no solo estaremos muy pronto durmiendo bajo unos techos de verdad, cubiertos con tejas hechas de alerce, sino que hace poco recogimos nuestra primera cosecha.
Los que abogaban por quemar la tierra para hacerla fértil (que son los que al final se impusieron) tenían razón: es un suelo estupendo y fecundo, que aramos y sembramos por primera vez hace medio año. Pero lo que la tierra puede dar aún no nos abastece del todo, aunque el temor a morir de hambre ha disminuido.
Y así como, tras nuestras primeras penurias, se despertó de nuevo nuestra sensación de que ahí fuera, al lado de nuestro pequeño mundo, existe otro más grande, ese mundo parece haberse fijado en nosotros. Se ha corrido la voz de que en la orilla occidental del lago viven unos labradores que cultivan trigo de verdad y eso es precisamente lo que necesita un tal Carlos Anwandter, de Valdivia, para producir su cerveza. Quizá tú lo conozcas. No hace mucho han venido a vernos unos hombres de su parte y nos han dicho que el tal Carlos quiere hacer negocios con nosotros. Y bueno, no podíamos darles nuestro cereal, porque entonces nos faltaría el pan, pero yo aproveché para preguntar por ti. Uno de ellos dijo que conocía a un Cornelius, pero no sabía si se apellidaba Suckow ni si vivía con un pastor.
Desde entonces intento con todas mis fuerzas mantener viva la pequeña llama de esperanza de que realmente es de ti de quien habló ese hombre. ¡Ah, Cornelius, tienes que ser tú! He pensado en ti cada día desde que nos separamos y ha habido muchos días tristes, vacíos, llenos de añoranza.
Y así fue como decidí entregarle esta carta a uno de esos hombres.
Fue Jule la que me dio el papel; ella, a su vez, lo había canjeado por otra cosa, pero no por cereal, sino porque había curado a uno de esos hombres con alguna hierba que crece junto al lago, una llamada
ojo de gallina
o algo parecido… No sé exactamente. Ahora solo rezo para que esta carta llegue a tus manos y también para que aguante todo el camino.
Te he escrito muchas cosas sobre mí y sobre nuestra dura vida aquí y hasta ahora no he empleado ni una sola línea para preguntarte cómo te ha ido a ti. Pero puedes estar seguro de que he pensado en ello muy a menudo; mantengo la esperanza de que el destino sea benévolo con nosotros y nos permita reunirnos en cuanto hayamos demostrado que nos hemos armado de paciencia y tenacidad.
Prometí esperarte y aún lo hago, Cornelius. Lo hago cada día, cada hora.