En la Tierra del Fuego (33 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Cornelius intentó evocar la cara de la joven, recordar el sonido de su voz, de su risa. Pero su mente estaba vacía, todo en él guardaba silencio y hasta la rabia desaparecía a medida que aceleraba el paso. No sabía hacia dónde huía. Las calles y callejuelas de la ciudad, desde hacía algún tiempo tan familiares para él, parecían ahora un enorme laberinto. Pero qué importaba que se perdiera y no pudiera encontrar jamás el camino de regreso; todo valía mientras pudiera huir de sí mismo, de su amargura, de su odio.

El joven solo se detuvo cuando ya casi se había quedado sin aire y, de repente, un ruido irrumpió en el silencio: un rumor burlón que brotaba de varias bocas y un grito desesperado y suplicante que salía de otra.

Habían rodeado a aquel hombre y lo iban acorralando cada vez más. Primero la víctima se pegó a la pared del edificio y luego intentó escapar, agachado. Pero solo dejaban que creyera que podía fugarse; apenas daba dos pasos, dos de los atacantes lo agarraban de nuevo: ahora uno de ellos lo tenía cogido por el brazo y otro por el cuello. Juntos lo arrastraron de nuevo hacia atrás bajo los gritos de furia y las risotadas burlonas.

Muy pronto aquel pobre hombre se dejó vencer por la superioridad de los otros seis y ya no se les resistió más; todos eran alemanes, según pudo deducir Cornelius por las palabras que se gritaban.

—¿Qué pasa aquí?

Su voz sonaba tensa, cansada por el trabajo tan arduo, pero sobre todo parecía estar llena de rabia.

Al principio, aquellos hombres habían empezado a golpear al otro a modo de broma, lo hacían tropezar, pero sin dejar que tocara el suelo; sin embargo, con el tiempo, los puñetazos se fueron volviendo más despiadados y sus caras, aún más deformes por las risotadas. Nadie prestaba atención a Cornelius.

—¡Y ahora enséñanos lo que sabes hacer, piel roja!

—¿Es que no piensas mirarnos a los ojos?

—¡A mi hermana sí que te la quedaste mirando con lujuria!

Por primera vez se oyó entonces la débil voz del agredido.

Cornelius no estaba seguro de haber entendido correctamente.

—Yo no he…

Pero sus palabras no pasaron de ahí. Un puñetazo lo alcanzó en el estómago.

—¿Has pensado hasta dónde puedes atreverte con nuestras mujeres, eh? Pero déjame decirte una cosa: ¡las nuestras son mujeres decentes!

—¡No pienses ni por un momento que tus hechizos bastarán para seducirlas!

—Apártate de mi hermana, o si no…

Una vez más, Cornelius creyó oír algo que salía de la boca del atormentado, pero en esa ocasión no fueron palabras, sino un suspiro contenido.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó de nuevo el joven, esta vez en un tono bien enérgico para que los hombres se dieran la vuelta hacia él.

No eran mayores, según pudo ver al momento, tendrían unos diecisiete o dieciocho años. Solo un vello escaso cubría sus caras, enrojecidas por la agitación y el placer.

En ellas no se reflejaba auténtico odio por su víctima, lo que se notaba era más bien aburrimiento, ganas de distracción, pero las consecuencias que aquello tenía para el pobre hombre eran las mismas.

De nuevo lo alcanzó un puñetazo.

—¿Qué os ha hecho ese hombre? —gritó Cornelius indignado.

Después de habérselo estado pasando a empujones unos a otros, por fin uno de los agresores, al menos, se separó del círculo de sus compinches.

—¡Solo queremos saber si es un trauco!

—¿Trauco? —preguntó Cornelius sin comprender.

Uno de los hombres soltó una risita; el más moreno y bajito, en cambio, bajó la mirada, cohibido. Cornelius vio cómo sus mejillas se incendiaban y cobraban un color rojo, tal vez a causa de la vergüenza, o tal vez debido a una rabia impotente.

—El trauco es un espíritu maligno que habita en las selvas de Chiloé, en compañía de brujas y magos —rio de nuevo el hombre.

—¿Es que no lo sabes? —le chilló otro—. Cuando están cerca de un trauco, las mujeres se ponen en celo como las perras o como las gallinas. Se tumban ante él, gimiendo, abren las piernas y se dejan montar por el espíritu. No les importa que sea feo y pequeño. Pero no todo lo tiene pequeño… Ya me entiendes lo que digo.

Entonces el hombre hizo un gesto obsceno que Cornelius no pudo desentrañar muy bien. Una vez más miró al hombre que seguía allí, agachado, y en cuya expresión no se reflejaba sentimiento alguno. Puede que en su interior sintiera humillación, rabia o impotencia, pero en lugar de dejarse guiar por esto, toleraba las burlas de aquellos hombres como si no tuvieran nada que ver con él.

—¡Soltadlo! —gritó Cornelius con furia contenida.

Tal vez se equivocaba, pero la víctima le resultaba conocida.

¿Se lo habría tropezado en su trabajo? La mayoría de sus compañeros eran alemanes o chilenos de origen español. Pero también él había oído rumores acerca de los mapuches, los habitantes nativos de Chile, llamados por la mayoría, despectivamente,
pieles rojas
o
indios
. Sus cuerpos eran, ciertamente, más pequeños y regordetes, pero más resistentes y tenaces. Cornelius no recordaba haberlos oído quejarse ni una sola vez; tal vez por eso no les había prestado atención hasta entonces y no había hablado nunca con ninguno. Ya le agobiaban bastante sus propias cargas, ya bastantes preocupaciones tenía él.

A pesar de sus duras palabras, ninguno de los hombres se apartó. Con furia, siguieron gritando ofensas, riendo, empujando al mapuche de un lado a otro de una manera cada vez más despiadada. El indio tropezó de nuevo, pero no se cayó.

—¡A ver, trauco! ¡Dinos lo que les gusta a las mujeres!

Cornelius se metió en el medio y se plantó delante del mapuche para protegerlo, aun antes de saber lo que estaba haciendo. El aliento del aguardiente lo golpeó en la cara, pero el hecho de que aquellos hombres estuviesen borrachos no lo amedrentó, más bien lo animó aún más a hacer uso de la fuerza. El olor le recordaba a su tío, de modo que Cornelius cerró los puños.

—¡Seis contra uno! ¡Qué valientes! —gritó enfurecido.

Con un golpe rechazó al primero, antes de cobrar conciencia de que aquellos seis tipos, en su superioridad numérica, eran también una amenaza para él; luego les lanzó una patada a otros dos. No los alcanzó, pero por lo menos los hombres retrocedieron, tal vez porque leyeron en su rostro algo que los inquietó: puro odio.

—¡Eh, eh! ¡Calma! —gritó uno de los jovencitos con gesto apaciguador—. ¡Nosotros no queríamos hacerle nada! ¡Solo pretendíamos divertirnos un poco con él!

—¡Pues ya lo habéis hecho! —gritó Cornelius—. ¡Y ahora largaos!

Meneando la cabeza, los jóvenes se pusieron a resguardo de los puños de Cornelius. Dos de ellos emprendieron la retirada y otros tres parecían tentados a seguirlos. Solo uno se quedó plantado ante Cornelius con gesto obstinado.

—¿Por qué sales en defensa de un piel roja?

—¿Y a ti eso te importa? —le respondió Cornelius; lo agarró por los hombros y lo sacudió. Bruscamente, el otro se soltó, pero no emprendió el contraataque. Posiblemente desistió no solo al ver aquel brillo extraño y peligroso en los ojos de su contrincante, sino porque la estatura de este había cambiado bastante en los últimos meses. Poco tenía ya que ver Cornelius con aquel jovencito delgaducho y culto que siempre había sido blanco de las burlas de Matthias. Ya tenía músculos en los hombros y en los brazos.

—¡Largaos! —les gritó de nuevo.

Su oponente sacudió la cabeza.

—Vaya revuelo… Y todo por un piel roja…

Entonces los chicos se dispersaron. Solo quedó el mapuche, que estaba allí de pie, inmóvil. En ese momento, Cornelius tomó debida nota de su peculiar vestimenta. Aquella ropa brillaba con un color grasiento y azulado bajo la luz del sol poniente.

Y es que no solo los llamaban
mapuches
, según recordaba ahora, sino también
araucanos
, por aquella región, la Araucanía, en la que habían habitado antes de que llegaran los españoles. Pero Cornelius no sabía si ellos mismos se denominaban así. Antes de emprender el viaje a Chile, Cornelius había leído los escritos de un misionero franciscano que había querido convertir a los nativos de aquella región y cuando el tío se ponía a despotricar, temeroso, contra aquellos salvajes, diciendo que solo buscaban arrancarle a uno el cuero cabelludo para luego asarlo vivo, él lo mandaba callar argumentando que se trataba de un pueblo amante de la paz.

—¡Nos matarán a golpes! ¡Eso es lo que harán! —se había quejado el tío Zacharias.

—Pero ¿qué dices? Ellos deberían tener más miedo de nosotros que nosotros de ellos. Muchos trabajan para los españoles y estos no los tratan mejor que a los esclavos.

—¿No llevan plumas en la cabeza como los pieles rojas de América? —le había preguntado su tío más tarde, lleno de curiosidad, a lo que el sobrino respondió:

—Se dedican a cazar focas y leones marinos y se fabrican la ropa con sus pieles…

Y ahora Cornelius volvía a recordar aquello, al ver el singular traje que llevaba puesto el hombre.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

No hubo respuesta. De todos modos, el hombre alzó la cabeza. Sus ojos eran de un negro profundo como el de un abismo.

—¿Me entiendes? ¿Hablas mi idioma? ¿Cómo te llamas?

El otro abrió la boca y dijo algo. Cornelius no estaba seguro de haber entendido bien aquellas sílabas.

—Quidel —repitió Cornelius—. ¿Es ese tu nombre? ¿Quidel?

—Sí —dijo el hombre asintiendo—. Ese mi nombre.

Solo chapurreaba el alemán, pero, así y todo, aquello bastaba para entenderse.

—Ven —le dijo Cornelius—; te acompañaré a casa.

—No casa.

—¡Pero vivirás en alguna parte!

Quidel se encogió de hombros y señaló por fin en cierta dirección. Cornelius vio algunas casas en ruinas que daban fe de la fuerza que había tenido aquel terremoto. Los muros solo les llegaban a la cintura y sobre ellos —por lo visto a modo de techo— habían extendido unas pieles. En aquellas casas era imposible estar de pie e incluso agacharse era difícil; lo mejor era tumbarse a dormir y buscar allí refugio de la lluvia, pero seguramente el frío durante la noche era cortante.

—¿Es ahí donde vives? —preguntó Cornelius horrorizado—. ¿Siempre has vivido ahí? ¿Creciste en esa casa?

¡Qué ciego tenía que haber estado para no haberse percatado de las personas que vivían en aquellas casas en ruinas! ¡De un modo indigno, miserable, víctimas de la explotación!

—No. Yo de Nacimiento.

Cornelius no tenía ni idea de dónde estaba eso; probablemente en la región a la que llamaban Araucana o Araucanía. Recordaba vagamente unas palabras que había soltado en alguna ocasión el capataz: «De allí solo viene gentuza y gentuza es lo que va allí. Mantente alejado de ellos».

—¿Qué edad tienes, Quidel?

Una vez más el otro se encogió de hombros, ya fuera porque no lo sabía o porque no se sabía los números.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Cornelius—. Estás muy delgaducho… Yo… Yo puedo comprarte pan.

Los ojos oscuros, hasta entonces duros y vacíos, empezaron a brillar. Quidel no dijo nada, pero para Cornelius fue como si sonriera, con suma cautela, eso sí, sin estar seguro de si valdría o no la pena confiar en aquel extraño, pero a la vez agradecido de que este lo hubiera salvado de aquellos gamberros.

Zacharias no le había mostrado ni un poco de gratitud en las últimas semanas, aunque su sobrino doblaba todo el tiempo la espalda por él. Entonces Cornelius le devolvió la sonrisa al nativo y sintió cómo desaparecían toda la rabia y todo el odio, al tiempo que el corazón se le llenaba de ternura.

—Bueno, ven conmigo.

Capítulo 15

Seis meses después

Elisa miró a Annelie por encima del hombro:

—¿Has acabado?

Había bajado la voz instintivamente, aunque quienes podían oírla sabían ya todo acerca de aquel malicioso plan.

—Sí —respondió su madrastra también en voz baja y, a continuación, se dio la vuelta hacia Jule—. Ahora necesito tu remedio.

Jule se lo entregó con una expresión de burla e impaciencia a la vez.

—¿Y de verdad surte efecto? —preguntó Christine, mientras le ataba la capa a Katherl. La niña se frotó los ojos, en realidad hacía tiempo que había pasado la hora de dormir.

Jule soltó una risita.

—El pobre va a tener una noche movidita.

—Si es que no lo rechaza —dijo Christine con escepticismo. Ahora compartía con los demás el criterio de que, tras otro medio año en la hacienda de Konrad, había llegado definitivamente el momento de huir; pero de todos, era ella la que manifestaba sus dudas con mayor claridad.

—No te preocupes —dijo Annelie—. Durante los últimos meses he puesto todo mi empeño en ganarme la confianza de los dos hijos de Konrad Weber. Moritz lo agradecerá y se tomará la sopa con avidez.

En efecto, Annelie lo había preparado todo con mucha habilidad. Primero había empezado a ganarse con halagos la confianza de Lambert, no la de los jóvenes Weber. Lambert no tenía de ella una opinión mejor que la que le merecía cualquier mujer, pero se había dado cuenta de lo endemoniadamente bien que cocinaba.

—Pues vaya, vaya —había dicho finalmente con expresión entre avinagrada y gozosa—. Esa debe de ser una de las pocas cosas que vosotras, las mujeres, podéis hacer mejor que nosotros.

Hambriento, se había abalanzado sobre el asado de cordero que ella se había ofrecido a prepararle y, finalmente, sus artes en la cocina llegaron a oídos de Konrad. Este último había hecho llamar a Annelie y, antes de que pudiera ordenarle que a partir de ese momento le preparase sus comidas, ella se arrodilló ante él, fingiendo temblar y estar muy asustada, y dijo que le encantaría cocinar para él a cambio tan solo de que liberase del trabajo a su pobre marido enfermo.

Konrad frunció el ceño. Por lo visto, en aquel momento se había dado cuenta de que, de todos modos, Richard von Graberg no trabajaba —lo autorizara él a dejarlo o no—; la tristeza de aquel hombre hacía su cuerpo inútil, del mismo modo que a Jakob Steiner lo inutilizaba su pierna entablillada.

Desde entonces, Annelie iba y venía por la vivienda de los Weber. Fue ella también la que averiguó que Konrad había partido con su hijo mayor hacia el puerto de Corral, mientras que el más joven, Moritz, se había quedado vigilando las barracas cerca de la hacienda.

—Ahora vamos —ordenó Jule, después de que Annelie diluyera en la sopa aquel magnesio que ella se había llevado del botiquín del médico de a bordo. Annelie tomó la olla y desapareció rápidamente en la oscura noche. A Elisa no se le escapó que Richard había alzado la cabeza. En las últimas semanas su rigidez había ido desapareciendo. Volvía a comer con apetito, decía alguna palabra de vez en cuando y hasta había salido en alguna que otra ocasión. Asombrado, se había quedado mirando el lugar al que había ido a parar, pero no podía recordarlo.

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