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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (39 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Tuya,

Elisa

El pastor Zacharias dejó caer la carta. Empezó a sentir un golpeteo en la cabeza aún más intenso que el de antes y un sudor frío le corrió por el cuello.

Elisa von Graberg.

Cornelius jamás le había hablado de ella, pero en su fuero interno Zacharias había sospechado que su sobrino pensaba a menudo en la joven, se preguntaba qué habría sido de ella y se preocupaba por cómo le iría. Cornelius se preocupaba siempre por los demás y, gracias a Dios, también por él. Pero lamentablemente esos desvelos no bastaban para sacarlos de aquel maldito país.

En los últimos meses, su sobrino también se mostraba muy atento con los indios. En realidad no se llamaban
indios
, se les decía
araucanos
,
mapuches
o
huilliches
. Se decía que vivían en unas tierras que abarcaban de Río Bío Bío a Toltén y de Toltén a Melipulli. Zacharias no tenía ni idea de lo grande que era ese territorio ni de cuántos indios —o como se llamasen— vivían allí. A diferencia de su sobrino, él no quería tener nada que ver con esas criaturas, y no porque fueran indios, sino porque vivían en aquel maldito país y él no quería tener nada que ver con nadie de allí.

El pastor Zacharias se sobresaltó. De nuevo llamaban a la puerta de un modo tan inesperado como antes. La cara volvió a ponérsele roja. Le temblaron las manos, sobre todo le tembló la mano que sostenía aquella carta. La alzó de nuevo, las letras se borraban ante sus ojos. Solo podía leer con claridad el nombre de Elisa.

Elisa von Graberg… Si Cornelius lo supiera… Pero no, Cornelius no lo sabía porque él no había estado ahí para recoger la carta. Estaba con ese mapuche, como tantas veces… ¿No le hablaba a menudo de ese joven…? ¿Cómo se llamaba? ¿Quidel?

—Sí, sí —decía siempre Zacharias, cuando su sobrino le hablaba de sus planes para ayudar al mapuche en los negocios. Algunos de esos indios eran agricultores o tenían ganado, pero a duras penas podían vivir de ello; el suelo estaba demasiado explotado y falto de nutrientes, y los indios tenían muy poca experiencia en el uso de abono. Pero ellos conocían la tierra mejor que los españoles, conocían cada rincón, cada camino, cada sendero. E incluso allí donde los carromatos no podían circular, ellos podían arreglárselas. Sabiendo muy bien lo que hacían, echaban a las aguas del río Futa unas pequeñas embarcaciones, llamadas
canoas
, y lograban evitar los rápidos y los remolinos peligrosos. ¿Quién mejor que ellos para transportar los productos por el país, para sacarlos del interior y llevarlos a Valdivia, y desde allí a Argentina, a través de los Andes?

Sí, Cornelius le había contado todo eso. También le había dicho que algunos de aquellos indios habían reconocido sus puntos fuertes y empezaban a comerciar con sal, pero a menudo los españoles, y también los alemanes que vivían por aquellos pagos, los engañaban en cuanto al precio adecuado y los despachaban dándoles un poco de aguardiente.

Los golpes en la puerta le dolieron físicamente al pastor. Rezongó. ¿Qué estaba pasando hoy? ¿Acaso uno de esos mapuches se atrevería a venir hasta allí?

Zacharias había visto al tal Quidel varias veces. Cornelius lo había traído a casa para enseñarle alemán, pero sobre todo para instruirlo acerca de cómo se hacían negocios sin que le tomaran el pelo, cómo plantear sus propias exigencias y poner sus propias condiciones, qué precios eran justos y cuáles no.

Pero Zacharias tenía miedo de Quidel, un miedo indecible.

Los golpes en la puerta cesaron; Zacharias creyó, aliviado, que el inoportuno visitante había desistido. Pero entonces resonó una voz chillona y desagradable:

—Sé que está usted ahí, le oigo respirar.

Era Rosaria. Solo era Rosaria. De ella el pastor no tenía miedo. Zacharias abrió la puerta.

—¿Dónde está su sobrino? —preguntó la mujer nada más entrar—. ¿Anda de nuevo con esos pieles rojas? ¡Eso no está bien, no está nada bien!

El pastor se encogió de hombros. Pero entonces se dio cuenta de que había estrujado la carta de Elisa. Tendría que ponerla encima de la mesa y alisarla para que Cornelius pudiera leerla más tarde. Cornelius, su sobrino, que todavía no sabía nada de esa carta…

—Usted no sabe mucho acerca de los mapuches, ¿verdad? —le gritó Rosaria. Tal vez no estuviera gritando, puede que solo lo dijera con voz normal, pero a oídos de Zacharias aquellas palabras sonaban como un chillido—. Son guerreros crueles si se los provoca —añadió mostrando los dientes y riendo—. Nosotros, los españoles, tuvimos que luchar durante años con ellos. ¿No conoce usted la historia de Lautaro?

Zacharias negó con la cabeza.

—Lautaro fue un gran guerrero. Al igual que Caupolicán. Venció hace muchos años a Pedro de Valdivia, ¿y sabe cuál fue la muerte que escogió el indio para ese hidalgo español?

Una vez más, Zacharias sacudió con la cabeza, en gesto de ignorancia. Él ni siquiera deseaba oír la historia, pero Rosaria ya había plantado su cuerpo regordete en medio de la habitación y se inclinó sobre él para gritarle al oído:

—¡Lo obligó a beber oro líquido!

Zacharias se estremeció cuando la mujer empezó a emitir unos estentóreos sonidos de asfixia para hacer más gráfica su historia.

—Qué malvado, ¿verdad?

A Zacharias no lo asombraba nada de aquello. Aquel era un país maldito, y eso él lo había sabido siempre. La gente era salvaje, bárbara, y lo mejor era no acercarse a ella.

«¡Largarse de aquí! —resonaba en su cabeza—. ¡Tengo que largarme de allí!»

—¿Le apetece una copita de aguardiente? —le preguntó Rosaria con una voz ya no tan chillona—. ¿Y una partidita?

¡Sí, tenía que largarse de allí cuanto antes! Pero ¿cómo iba a convencer a Cornelius, su sobrino, que ahora había hallado la misión de ayudar a ese pueblo salvaje? Para colmo, había llegado esa carta.

—¿A qué vienen tantas dudas,
señor
Suckow?

Por primera vez se dio cuenta de que la mujer lo llamaba
señor
, en español.

En Alemania lo llamaban siempre
señor párroco
.

La carta de Elisa crujió en sus manos cuando la estrujó aún más. «Los mapuches… —pensó y, de repente, se sintió libre de aquel dolor de cabeza—. Los mapuches no retendrían a Cornelius eternamente en este país, aunque ahora su sobrino se sintiera su valedor. Pero la tal Elisa von Graberg… Elisa, probablemente, sí.»

—¡Bueno, venga, divirtámonos un poco nosotros dos juntos!

—¡Apártese, mujer!

No solo Rosaria se sobresaltó con aquella voz potente y enérgica, sino también él mismo.

—¡Apártese! Así dice el profeta Isaías: «¡Ay de los que son valientes para beber vino, y hombres fuertes para mezclar bebida!».

—Pero, pastor…

—¡Apártese, mujer, falsa serpiente, meretriz de Babilonia, Yezabel! En la carta a los efesios se dice: «¡No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución!». ¡Apártese, apártese!

Rosaria lo miró fijamente, al tiempo que sacudía la cabeza:

—Me parece que usted ha bebido hoy más de la cuenta.

Zacharias ya no oyó lo que ella empezó a refunfuñar con rabia mientras bajaba las escaleras, tan solo estaba contento de haberse librado de ella. El pastor se tambaleó hasta el espejo en el que no era posible verse de cuerpo entero. Pero estaba bien que así fuera: ¿cómo hubiera podido soportar ver a la vez el pelo pegajoso, los ojos inyectados en sangre, las gruesas bolsas que había debajo?

La carta se le escurrió a Zacharias de las manos.

Su aspecto era penoso.

Al caer la noche, el pastor Zacharias se dispuso a esperar a Cornelius. En todo ese tiempo apenas había conseguido tranquilizarse y ni siquiera ahora, que estaba sentado muy quieto en la silla, podía ocultar del todo sus jadeos de agotamiento.

Había cepillado su traje y había hecho la cama, se había peinado y lavado la cara. Incluso había barrido el suelo y se había atrevido —sin duda esto fue lo que más trabajo le costó— a salir al exterior para comprar una hogaza de pan de maíz donde el panadero alemán.

Ahora el pan estaba encima de la mesa y, aunque ya no estaba calentito, aún desprendía un olor apetitoso. Él no lo había tocado, aunque el estómago le gruñía desde hacía rato, tras todos aquellos esfuerzos.

Al llegar, Cornelius miró primero el pan, luego a su tío y, a continuación, sus ojos recorrieron la vivienda.

—Bueno… ¿Qué es lo que ha pasado aquí?

Zacharias se inclinó hacia delante y sintió cómo la carta de la joven Elisa von Graberg rozaba su piel sudada. Había estado un buen rato buscando un lugar apropiado en que esconder la misiva, pero al final lo que le pareció más seguro fue, sencillamente, ocultarla bajo su camisa.

—Tenías razón —dijo. Su voz, que en las últimas semanas era o bien llorosa o de protesta, adoptó aquel tono ceremonioso con el que solía predicar en otro tiempo los domingos—. Sí que tenías razón… Y la has tenido todo el tiempo: me estoy descuidando y debo poner toda mi fuerza de voluntad para evitarlo. Pero ¿sabes una cosa…? —dijo, y se levantó—. ¿Sabes una cosa, Cornelius? —continuó, acercándose a su sobrino—. Aunque logre controlarme, solo podré vivir con alguna satisfacción nuevamente cuando esté de regreso en nuestra patria. Me mantendré sobrio, te lo prometo, y te apoyaré en todo lo que pueda. Voy a ganar dinero de algún modo, ya sea como pastor o como simple peón. Pero tienes que salvarme, tienes que sacarme de aquí. Aquí mi alma se está echando a perder.

Zacharias sintió cómo la carta se resbalaba un par de centímetros hacia abajo.

Cornelius lo miró fijamente.

—Tío… —dijo el sobrino balbuceante—. Tío…

Por un momento no dijo nada más y luego añadió:

—¿A qué se debe este cambio de parecer?

Zacharias tragó saliva. Lo que venía ahora era la parte más difícil del plan. Confió en que no le temblara la voz y bajó la vista para no tener que mirar a Cornelius a los ojos.

—Cornelius…, mi querido sobrino… Hoy me he enterado de algo que me ha hecho comprender lo frágil que puede ser la vida y lo cruel que puede ser el albedrío del Todopoderoso… Cornelius…, mi querido sobrino…

—¿Puedes decirme, por el amor de Dios, qué ha sucedido?

Zacharias tragó saliva de nuevo y se aclaró la garganta.

—Un desconocido me ha traído hoy noticias acerca de esa joven, Elisa von Graberg. Una noticia muy triste. Tienes que ser valiente, Cornelius, muy valiente… Ojalá pudiese ahorrártela.

Capítulo 18

El golpe resonó en toda la selva.

—Faltan tres —dijo Lukas.

Asombrada, Elisa alzó la vista hacia donde estaba el joven. Hasta entonces no había cobrado conciencia de que él estaba tan entusiasmado como ella, extasiado ante aquel gran momento. Pero el temblor de su voz no dejaba lugar a dudas sobre un hecho: él, como ella, también había estado esperando ese instante y quería vivirlo con la solemnidad que merecía.

—¡Faltan dos!

Ella le alcanzó la teja y cuando él la cogió en su mano, sus miradas se encontraron. Lukas sonrió, triunfante, antes de darse la vuelta para clavar la teja a la viga.

—¡Y una más!

Aquellas palabras sonaron como un grito de júbilo y Elisa no pudo reprimir que de sus ojos brotaran lágrimas de emoción. Hacía más de un año —desde que habían llegado al lago Llanquihue— que la joven vivía con la sensación de haber alcanzado, por fin, su lugar. Sin embargo, era ahora cuando podía hablar de tener una casa, un hogar propio.

Mientras Lukas fijaba la última teja en la viga del techo, ella pensó en los esfuerzos que había costado construir aquellas viviendas, en la superación que había significado, en cómo habían apretado los dientes cada mañana para partir a la obra diaria sin pensar demasiado en el hambre y en el cansancio.

«¿Necesitamos en realidad casas tan grandes? —le hubiera gustado gritar a veces—. ¿Acaso no nos bastan unas pequeñas cabañas?»

Sin embargo, ella misma sufría bastante por el hecho de que tales cobertizos hechos con troncos de madera partidos en dos fueran presa del viento, que con sus silbidos se colaba implacable por entre la madera, a pesar de los esfuerzos que hacía Annelie por rellenar las rendijas con una argamasa hecha a base de musgo y tierra. Y también recordaba con cuánta rabia había soltado su sarta de improperios cuando una de aquellas chozas se vino abajo a causa de un aguacero. Pocas veces se había sentido tan desanimada como cuando vio aquel montón de tablones, a pesar de que en aquella ocasión, por lo menos, nadie había salido lesionado. Casi ni eso había podido consolarla.

Pero, en fin, aquellas miserables chozas ya eran cosa del pasado; a partir de ahora todos vivirían en auténticas casas y serían recompensados por los esfuerzos de los últimos meses.

La madera de los árboles que crecían junto a la orilla del lago tenía mucha savia y, mientras estaba blanda, podía trabajarse muy bien. Eso sí, cuando se secaba, se endurecía tanto que era imposible clavarle ni el clavo más fino. Por eso era preciso, inmediatamente después de talado el árbol, partir la madera con las hachas y machetes para hacer con ella las tejas con las que ahora Lukas estaba cubriendo el tejado de la última casa.

—¡Ya está!

Con agilidad, Lukas saltó del techo y soltó un suspiro de alivio cuando examinó su obra con orgullo.

Las paredes estaban hechas con láminas de madera cortadas muy parejas, que se iban colocando de la manera más uniforme posible para luego fijar unas encima de otras. El techo a dos aguas era asombrosamente simétrico, aunque lo habían hecho todo a ojo de buen cubero. Las ventanas eran muy pequeñas, pero todas tenían al menos un travesaño. Las contraventanas faltaban todavía, pero las harían más tarde.

Junto a la casa habían apilado leña, todas aquellas ramas y troncos que habían ido apartando mientras despejaban el terreno con fuego.

—Pues bien —dijo Lukas—, a partir de mañana ya podremos trabajar dentro.

Lo que faltaba era una cubierta que separara la planta baja de la buhardilla: eso, ciertamente, requeriría un trabajo y un esfuerzo de concentración extras, pero al menos esa labor la realizarían sin estar expuestos a los caprichos del cambiante clima.

Hoy, por ejemplo, el cielo se mostraba benévolo. Cuando Elisa se dejó caer al suelo, unos rayitos de sol le hicieron cosquillas en la nariz. Lukas se sentó junto a ella, en la hierba, y juntos alzaron las caras para disfrutar de aquella cálida luz.

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