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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (41 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Bah! —exclamó Jule—. ¿Y de qué nos sirve? Desde hace un año casi solo comemos patatas. ¡Ya se me salen hasta por las orejas, me da igual que sean rojas, azules o moradas!

Annelie dejó caer de nuevo el tubérculo.

—Pero esta noche vas a comer algo más que patatas.

Estaba feliz ante todas aquellas fuentes. Normalmente le bastaba con una para preparar las comidas. Pero hoy habían reunido las vajillas de todos para que Annelie pudiera llenarlas con sus deliciosos platos. La fiesta, ahora inminente, la había hecho estar más ingeniosa en los últimos días y con más deseos de experimentar. Ya no era solo que se esforzara por hacer una tarta de ruibarbo; entretanto había averiguado que no solo eran comestibles los tallos de la nalca, sino que con sus hojas también se podían rellenar las rendijas de las paredes de las casas. Había descubierto, además, que aquella flor de color rojo fuego, la del copihue, que crecía en la selva y cuyas raíces flexibles y duras podían usarse para todo tipo de labores de cestería, daba en primavera unas bayas jugosas con forma de cerezas, no tan rojas como las flores, sino de un color más bien naranja amarillento. Esos frutos eran muy dulces, le había explicado Antimán y, en cuanto las probó, Annelie ya no paró de comerlas. Después de haber comido todos aquellos sosos platos a base de patatas y de col, ahora su lengua parecía estar en llamas.

También ahora seguía comiendo de aquellas pequeñas frutas.

Barbara alzó la cabeza.

—Yo no me atrevería a comer tantas frutas… En tu estado.

Annelie miró su vientre ligeramente abultado. Hacía poco que se le notaba que estaba otra vez embarazada. Su madre le había inculcado que aquel era un estado vergonzoso, algo que la mujer debía ocultar cuando pudiera; sin embargo, desde que había comprobado que iba a tener un hijo, Annelie no podía contener su ansia de que llegara el momento en que los demás también se dieran cuenta. Cuando se hablaba de ello, no se sentía avergonzada, sino orgullosa y feliz.

Los meses que habían dejado atrás habían sido duros, de mucho trabajo, pero todo había dado un cambio para mejor. Richard seguía mostrándose lento y vacilante en todos sus movimientos, pero, tras la llegada a aquel lugar junto al lago, parecía estar despertando de su largo sueño. Ya no se pasaba tantas horas mirando al vacío, con tristeza, sino que poco a poco empezaba a participar de la vida en la colonia, hablaba de nuevo con ella, su mujer, la acariciaba, le sonreía. Los últimos vestigios de melancolía desaparecerían, sin duda, si alguna vez llegaba a sostener entre sus brazos un hijo varón: y Annelie estaba segura de que estaba esperando un varoncito.

La esposa de Richard se inclinó sobre la mesa.

—Hasta ahora Antimán solo me ha dado buenos consejos. Dice que también se pueden usar las semillas y las hojas del arrayán, aunque no como alimento, sino como medicina contra la diarrea, por ejemplo. Y también me ha hablado mucho del llao-llao. Se supone que es un hongo que crece sobre todo en los troncos del ñire, también llamado
haya antártica
, que tiene un sabor muy rico. Lástima que hasta ahora no haya encontrado ninguno. Y lástima que Antimán venga tan poco por aquí.

El indio los había dejado poco después de que llegaran al lago, aunque retornaba de vez en cuando; en una ocasión, incluso había traído moluscos y pescado fresco; pero según Annelie nunca se quedaba el tiempo suficiente para enseñarle cosas sobre los alimentos que se ocultaban en aquella selva.

—Bueno —admitió Jule—, es cierto que algunas de las cosas que dice tienen sentido.

Antimán les había mostrado también lo que se podía hacer con los tallos de bambú cuando las frutas desaparecían: aquellas varas largas y duras eran muy apropiadas no solo como armazón para las estructuras de las casas, sino también como material para fabricar algunas herramientas.

Hacía poco, Jule se había confeccionado una especie de peine, cortándole trocitos de madera a un pedazo de bambú. Con aquello, peinaba todas las semillas del lino; más tarde, Annelie las secaba para hacer con ellas linaza, una medicina que se tomaba en caso de dolor de estómago o que se untaba cuando alguien tenía psoriasis o arañazos.

Barbara, por el contrario, estaba del todo ocupada en ablandar la paja del lino en unos recipientes de agua limpia. Tras una inmersión de varias semanas, el lino se ponía a secar, se trenzaba y, finalmente, se entretejía.

—Si no fuera por Antimán, no hubiésemos conocido la mejor manera de cultivar el lino en este país —dijo Annelie.

Jule resopló.

—Si yo hubiese sabido el trabajo que nos iba a costar, habría preferido que se lo callara.

Barbara sonrió con sorna.

—¿Es que prefieres ir desnuda? Según un viejo dicho, el lino ha de pasar nueves veces por manos humanas antes de que alguien pueda llevar la tela sobre el cuerpo.

Había dicho la expresión con aquel canturreo que era típico de su acento. Su voz, aunque no estuviera cantando, sonaba extremadamente melodiosa.

Jule se burlaba a menudo de ello, pero de todos modos debía reconocer que las muchas canciones que se sabía Barbara habían hecho que el cultivo del lino resultara más entretenido.

Primero, se dedicaron a colocar las semillas, surco por surco, en la tierra removida; cada medio paso había que dejar caer tres semillas. Luego les tocó esperar, entre temores y esperanzas, pues no había un cultivo más delicado que el del lino. Para orgullo de todos, la primera cosecha fue muy productiva. Los tallos se sacaban de la tierra con raíces y todo, y quedaban luego extendidos sobre el campo durante semanas. Entonces hubo que temer de nuevo y esperar, confiar en que no lloviera todo el tiempo. Y una vez más, la suerte les sonrió: el aire se mantuvo húmedo, pero los rayos del sol fueron lo suficientemente fuertes como para que los tallos se abrieran. Finalmente tocó amarrarlos en hatillos, eliminarles el duro espinazo con la piedra y peinar las semillas de la espiga.

Lo que siguió fue una labor no menos ardua, pero por lo menos podía realizarse mientras se estaba cómodamente sentado en el interior de una vivienda.

—¡Dentro de poco podremos llevar faldas nuevas! —exclamó Barbara.

Jule señaló la rueca al tiempo que fruncía el ceño:

—Siempre y cuando este desvencijado aparato aguante lo que parece prometer —comentó.

Annelie había seguido su mirada y soltó una carcajada. En realidad, no era nada divertido que no dispusieran de una rueca ni de un telar como es debido, pero, desde que estaba embarazada, la mujer de Richard se reía muy a menudo, la mayoría de las veces sin motivo alguno. Antimán les había conseguido aquel aparato, cuyo cabezal estaba hecho con huesos de animales.

Fritz Steiner, por su parte, había intentado confeccionar un telar. Annelie y Barbara consideraban que el resultado era notable, pero Jule no escatimó sus malos presagios, diciendo que aquello se rompería antes de poder unir los primeros hilos.

—¡Y si todo sale bien, también podremos confeccionar pantalones! —dijo Barbara dejándose llevar por el entusiasmo.

—En Melipulli se pueden cambiar dos pantalones por un buey.

—Richard ha tallado incluso algunos botones de madera —añadió Annelie.

—¡Vaya, estupendo! —se mofó Jule—. ¡El buey que os den a cambio de esos pantalones será seguramente un animal enclenque, ciego y tullido!

Annelie no le prestó oídos.

—Y tal vez hasta podamos pagar con ellos una mesa como es debido; dicen que en Valdivia hay muy buenos carpinteros ebanistas.

—Viajar hasta Valdivia, ida y vuelta, es ya de por sí bastante agotador sin tener que echarse una mesa a la espada —opinó Jule—. Y que Christine no oiga tus palabras. ¿Acaso ella no suele decir siempre que uno solo necesita aquello que es capaz de hacer?

—Bueno, ya que hablas de Christine —dijo Annelie—, no os pondréis a pelear esta noche en la fiesta, ¿verdad?

Tras el accidente de Jakob, Christine se mostraba cortés con Jule. Pero había pasado ya un año y medio de eso y la vieja animadversión se encendía de nuevo no pocas veces.

—No nos pelearemos. Sencillamente, no nos hablaremos —replicó Jule.

—¡Pero, por favor, que no sea con esa expresión de odio! ¡La vida es estupenda!

Con una sonrisa soñadora, Annelie miró primero las jugosas frutas del copihue y echó luego un vistazo a su redonda barriga. Jule arrugó la nariz, pero Barbara no le llevó la contraria, sino que se puso a cantar, como tantas veces, una de sus canciones.

Poldi había dado la vuelta a la casa tres o cuatro veces, pero no había conseguido espiar a través de las rendijas de la madera. Y cuando ya se disponía a marcharse sin hacer ruido, sin haber podido hacer lo que tanto anhelaba —ver a Barbara—, vio el recipiente de agua que había junto a la puerta. Aunque hacía un momento estaba agachado y escondido, ahora se irguió y caminó muy seguro de sí mismo hacia aquel rincón. A fin de cuentas, nadie podía negarle que se lavara un poco después de haber estado trabajando en los campos. Y tan solo de pensar en que podía encontrarse con Barbara de un momento a otro —tal vez ella saliera por la puerta si lo oía—, sintió tanto calor que se arrancó la camisa del cuerpo. Rápidamente, hundió la cabeza y los hombros en el fresco líquido. Se frotó la piel, cubierta de cicatrices y rasguños —recuerdos de dolorosos encuentros con ramas que caían o con maleza espinosa— y bajo la cual había unos músculos fuertes. Si algo de bueno había en aquel trabajo duro era eso: ya nadie lo consideraba un chiquillo. Cualquiera podía notar, a simple vista, que ya había alcanzado la estatura de un hombre. Poldi se alzó de nuevo y sacudió la cabeza como un perro mojado. El agua salpicó en todas direcciones y provocó el chillido de alguien. Cuando se dio la vuelta, no vio, como esperaba, a Barbara, sino a sus hermanas Lenerl y Christl, que llevaban rodando unos barriles hasta la casa de los Von Graberg, probablemente para la fiesta de esa noche.

—¿Es que tienes que empaparme? —le gritó Christl.

—¡Vamos, no es para tanto! —gruñó el joven.

Con una expresión no menos anhelante que aquella con la que había estado esperando hasta entonces encontrarse con Barbara, miró los barriles. Probablemente estuvieran llenos de chicha, un brebaje hecho a base de maíz que solo con muy buena voluntad se podía tomar por cerveza. Antimán le había enseñado a Annelie cómo se preparaba y le había contado que desde hacía siglos los pueblos de los Andes bebían aquello. Cuando Poldi lo probó, estuvo varios días con dolor de cabeza. Sin embargo, ahora, al mirar hacia aquellos barriles, no pensó en las jaquecas ni en el sabor amargo de la bebida, sino en la agradable sensación de estar embriagado. Era como si uno anduviera por encima del suelo, flotando, liberado de todos los pesos.

—¡Estos barriles permanecerán cerrados hasta hoy por la noche! —le explicó Christl en un tono tan severo y malhumorado que parecía que era su hermano quien merecía el castigo por que ella tuviera que acarrear los barriles.

Poldi volvió a sentir una oleada de calor ante la idea de poder pasar toda una noche en presencia de Barbara. Hasta entonces, la comunidad de los emigrados se había reunido pocas veces después de caer la noche; casi siempre se disolvía en cuanto Barbara cantaba una de sus canciones. Pero hoy, seguramente, todo sería distinto.

—¡En fin! ¡Ya sabes! —corroboró Christl—. ¡Aparta tus manos de la chicha!

«¡Si al menos su hermana no quisiera hacerse siempre la importante!», le pasó a Poldi por la cabeza. Un año atrás bastaba con pegarle un tirón de la trenza, a continuación la chica se ponía a gritar y él, la mayoría de las veces, conseguía librarse de ella.

—¡No te acerques a mí con ese maldito brebaje! —le ladró él.

—Pues entonces dime una cosa. ¿Si no es la sed lo que te trae por aquí, qué otra cosa puede ser? —Por un instante, Christl se hizo la confundida para de inmediato esbozar una sonrisa sabihonda—. Bueno, ya puedo imaginármelo…

—¡Cierra el pico! —la interrumpió Poldi alzando la mano en son de amenaza, aunque la dejó caer rápidamente, ya que detrás de las contraventanas percibió un movimiento.

¿Se habría levantado Barbara y estaría mirando hacia fuera?

Barbara, a quien hasta hacía muy poco él había estado ayudando en el cultivo del lino —aunque Fritz siempre decía que aquello era trabajo de mujeres…—. Barbara, con la que había pasado horas y horas cantando, como aquella vez cuando estuvieron vagando por el bosque…

—¿Y bien? —dijo Christl, que no podía parar de lanzar sus pullas—. ¿Qué haces aquí?

—Solo quería lavarme.

—Vivimos a orillas de un lago; allí puedes sumergirte hasta la cabeza. Y tú vienes y te deslizas hasta esta tina. No, no te creo. ¡Sé muy bien que estás loquito por Barbara Glöckner!

Antes de que Poldi, hirviendo de rabia, pudiera responderle algo, intervino Lenerl.

—¡Bueno, déjalo en paz! —protestó la chica poniéndose las manos en las caderas.

—Eso no es cierto —dijo Poldi increpando a Christl y sin prestar atención a lo que su otra hermana decía—. ¡Sin embargo, sí que es cierto que tú le has echado el ojo a Viktor Mielhahn!

Christl no prestó atención a sus palabras.

—¡Esa mujer podría ser tu madre! —exclamó.

—¡Y Viktor es un tipo raro! Eso lo piensa todo el mundo, solo que nadie lo dice porque todos sienten compasión por él y por la loca de su hermana.

Él se había sentido aliviado cuando Viktor había insistido en recibir una parcela de tierra propia para él y para su hermana, a fin de vivir allí en su propia casa. No se le había escapado, sin embargo, cuánto lamentó Christl que esos dos ya no fueran a vivir bajo el mismo techo que la familia Steiner, tal y como se había acordado cuando llegaron a la región del lago.

—¡Viktor…! ¡Viktor es una persona con clase! —gritó Christl manoteando frenéticamente—. ¡No es un tosco campesino!

—Vaya, pero es eso precisamente lo que necesitamos aquí, toscos campesinos: y también necesitamos mujeres trabajadoras que sepan ponerse manos a la obra.

—¿Sí? ¿Como Barbara, por ejemplo? —lo chinchó Christl.

—Jamás conseguirás que Viktor hable una palabra contigo.

—¡Cuánto te equivocas! —exclamó Christl en tono triunfante—. Hoy lo ha hecho, por ejemplo. He ido a verlo y lo he invitado a la fiesta, e imagínate, hasta me ha ofrecido un mosto de manzana. Ya lo verás, esta noche bailaré con él.

Poldi se encogió de hombros.

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