En la Tierra del Fuego (36 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Moritz miró a su alrededor. ¿Alguien lo habría visto en aquel estado de debilidad? Con alivio comprobó que no se veía a nadie por todo el lugar. Pero aquel alivio se transformó rápidamente en una sensación de malestar al darse cuenta de que no oía nada: ni murmullos, ni pasos, nada del habitual ajetreo matutino de los colonos preparándose para una nueva jornada de trabajo. Un silencio sepulcral pesaba sobre las barracas y, cuando caminó en dirección a ellas, los retortijones de estómago se presentaron de nuevo. Y esta vez no era una comida en mal estado lo que los provocaba, sino el horror.

—¡Oh, no!

Moritz vio desde lejos el fusil en el suelo, abandonado allí por alguien que ya no lo necesitaba. Y cuando llegó adonde estaba el arma, se quedó mirándola un buen rato, pero sin atreverse a agacharse y recogerla. El suelo estaba lleno de huellas de pasos.

—¡Oh, no! —balbuceó nuevamente.

Aguzó el oído, pero reinaba un silencio de muerte. Apenas se atrevía a pisar la barraca, así que echó un vistazo, con cautela, por la rendija de la puerta. Aquel recinto alargado estaba vacío, vacío, salvo por…

—¡Oh, no!

Moritz se abalanzó sobre su padre, que estaba allí, atado y amordazado, sentado en una silla, con la cara roja y la boca tapada, de modo que no podía emitir sonido alguno, aunque el sudor de su frente revelaba que se esforzaba por hacerlo. Rápidamente, su hijo le quitó la mordaza de la cara.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? —le ladró Konrad—. No haces más que exclamar: «¡Oh, no!». ¿Eso es todo?

Moritz lo libró de las ataduras y en cuanto su padre tuvo de nuevo libertad de movimientos, se puso en pie de un salto y pegó una fuerte patada en el suelo, lleno de furia.

—¿Dónde te habías metido, maldito desgraciado? ¿Cómo pudo pasar esto? Tú…

Konrad Weber tenía la cara encendida.

Moritz se agachó, a la espera de un golpe, y Konrad ya estaba cerrando los puños. Pero entonces a Moritz se le pasó una idea rápidamente por la cabeza y, en lugar de mantenerse agachado, se incorporó y miró a su padre a la cara con expresión desafiante.

Para Konrad aquel movimiento fue tan inesperado que se echó atrás, confundido.

—¡Vamos, pégame! —le gritó Moritz—. ¡Pero ahora que los otros se han largado y ya no podrán talarte tu selva, me necesitarás con más premura que nunca!

Ambos se midieron con ojos fríos. Al final, Konrad retrocedió aún más y dejó caer los puños.

—¡Maldita panda! —gruñó Konrad—. ¡Algún día me las pagarán!

El suelo vibró cuando se alejó de allí. Involuntariamente, a Moritz Weber se le escapó una sonrisa.

Capítulo 16

El primer tramo del camino les era familiar, pues les recordaba el recorrido diario hasta el lugar de trabajo. Los árboles crecían muy juntos, pero había senderos ya trillados entre ellos que les permitían avanzar. Con todo, no pasó mucho tiempo hasta que el mirto, el romerillo y otras plantas empezaron a crecer del suelo y casi les impedían el paso. Entre las araucarias había otros árboles parecidos a hayas y cedros. Algunas ramas eran tan bajas que había que agacharse para pasar y a veces ni siquiera bastaba con doblar la espalda. Las ramas y el follaje parecían entrelazarse de tal modo que formaban auténticas vallas destinadas a retener a los fugitivos y solo podían continuar la marcha cuando los hombres iban abriéndose paso con sus hachas y machetes.

No menos esfuerzo les suponía el suelo húmedo. Dar un paso era como pisar una esponja encharcada. Y hasta el propio Fritz, normalmente tan lleno de energía, estaba al mediodía tan cansado que tuvo que pasarle la camilla a Lukas por un tiempo.

Elisa evitaba quejarse: muy a diferencia de Poldi, que se pasaba todo el tiempo maldiciendo, o de la llorosa Resa Glöckner, que se lamentaba de un modo no menos conmovedor que las hijas de los Steiner, con la excepción de Katherl. Viktor y Greta, por su parte, no decían palabra, pero estaban tan pálidos que parecía que se iban a desplomar de un momento a otro. ¿Estarían pensando en su padre, sobrecogidos por el miedo?

Antes, Greta les había explicado con breves palabras que habían huido de Lambert mientras este dormía. Christine los había escuchado con la frente fruncida, pues por lo visto no estaba segura de qué era más importante: su antiguo odio por Lambert Mielhahn o el mandamiento de que los hijos debían obedecer a sus padres y no huir de ellos así, sin más. Al final había optado por no decir nada y en adelante también Greta y Viktor habían guardado silencio.

Annelie también estaba callada, simplemente porque no tenía fuerzas para hablar o para quejarse. No era solo el esfuerzo de la propia marcha, sino que, además de eso, tenía que arrastrar a Richard consigo a cada paso.

—¡Tendrías muchas más fuerzas si lo dejases sentado en cualquier rincón! —le dijo Jule hoscamente.

—¡Eres una desalmada! —la increpó Christine—. Serías capaz de dejar a mi Jakob tirado también con tal de avanzar más rápidamente.

—¡Nos tomamos un descanso! —anunció Fritz en voz alta.

Annelie, sin embargo, no pudo tomarse ningún descanso, sino que empezó a preparar con Antimán algo de comer, para reponer fuerzas: mezcló la harina tostada con agua fría, haciendo una papilla, y le añadió sal y pimienta: era el alimento de los leñadores, que no solían prepararlo en unos cacharros de hojalata como lo hacía ella ahora, sino en unos huecos que hacían en las ramas de los árboles más gruesos.

—Antimán dice que este plato se llama
ulpiar
—le explicó a Elisa cuando se lo dio a probar.

A Elisa le daba igual, en realidad, cómo se llamara aquella papilla o cómo supiera. Aplacó su hambre con ella y luego miró a su alrededor. Descansaban en un claro del bosque rodeado de ulmos, con sus troncos fibrosos y sus flores blancas. Estas últimas no eran las únicas que daban a todo cierto toque de color. Hasta hacía un momento la selva no era sino verde, aunque en todos sus matices; sin embargo, ahora al blanco de aquellas flores se le unía un rojo intenso: las suntuosas flores escarlata del árbol del fuego que crecía en el claro parecían gotas de sangre, así como las grandes flores, del tamaño de una mano, de los chilcos. No del todo rojas, sino más bien amarillas y naranjas, eran otras flores cuyo nombre no conocía.

Lukas se dejó caer a su lado sobre el tronco de un árbol caído.

—Es bonito —dijo el joven brevemente—. Muy bonito pese a todo.

Elisa alzó la cabeza, maravillada. Jamás hubiera esperado de Lukas que este se alegrara ante la visión de unas flores.

—Si al menos nos indicaran el camino hasta ese lago —dijo ella suspirando.

Elisa oyó cómo Tadeus y Fritz discutían en voz alta, por lo visto en desacuerdo sobre la dirección que debían tomar. Barbara dijo algo, pero en su ceño fruncido Elisa pudo notar que no estaba segura de ello.

—Antimán dice que ese lago se llama
lago del Diablo
—dijo Annelie, que por fin había conseguido descansar un poco—. Uno de los volcanes que lo rodea entró en erupción hace algunos años y desde entonces algunos espíritus malignos causan estragos allí.

—¡Ah, vamos, cállate! —la increpó Jule—. No existen los espíritus. Uno vive o muere y si no encontramos ese lago, moriremos.

El temor se apoderó de Elisa y la joven se sintió tan empapada y fría como el musgo sobre el que estaba sentada. ¿Qué sucedería si se pasaban semanas y semanas vagando por aquella selva y se les terminaban las provisiones?

Lukas no parecía compartir los temores de la joven. Cuando Fritz dio la orden de continuar, él se puso en pie de un salto, le extendió una mano y la ayudó a levantarse.

—¡Ven! —le dijo—. ¡Lo conseguiremos!

Poldi se sacudió como un perro empapado. Tras la cuarta noche bajo aquellos árboles, tenía la sensación de que jamás volvería a estar seco. Le dolían las extremidades y el pelo mojado se le pegaba en la cara. Cuando se pasó la mano por él, sintió que algo oscuro le colgaba de la frente. Una vez más se sacudió, pero sin éxito.

A su lado, se oyó una risa cristalina y entonces Barbara Glöckner le quitó aquello de la cara: era una hoja mojada, del tamaño de una mano, que había caído volando de alguno de los árboles directamente hasta su cara. Ahora, la mujer no dejaba de reír y, aunque en un principio Poldi se había sentido ridículo, lo que predominó después fue el asombro de que, aun en aquella triste situación, alguien pudiera reír con tantas ganas. Poldi examinó a la mujer con más detalle y vio los pequeños hoyuelos que se le formaban en las mejillas. Su figura estaba demacrada, igual que las de todos los demás, pero sus mejillas eran llenitas y estaban sonrosadas.

Inesperadamente, el chico la secundó en su risa. Por mucho que lo atormentaran la humedad, el hambre y la incertidumbre, lo que más lo agobiaba era la amarga seriedad que se había cernido sobre todos ellos, como una nube oscura, desde la partida. Con cada hora que pasaba, ya no era únicamente la selva la que parecía volverse más inquietante y embrujada, sino que el ánimo de todos se había ensombrecido sobremanera. Ni siquiera la pequeña Katherl sonreía ya y, mientras todos avanzaban con paso torpe y en silencio, Poldi tuvo la impresión de que no caminaban en pos de una nueva vida, sino hacia la tumba de alguien.

En realidad, hasta entonces, la vida en Chile había sido bastante amarga. En el barco, aún habían tenido alguna diversión; él les había hecho jugarretas a los demás, se burlaba de sus hermanas y hacía reír a Elisa von Graberg. Pero aquí, con todas aquellas miserias, con el trabajo duro, había perdido todas las ganas.

—¡Hay que seguir! —dijo una voz interrumpiendo la risa de Barbara.

Como siempre, era Fritz el que los animaba a continuar.

Y como siempre, Poldi maldijo en secreto a su hermano, al que el mal tiempo, tan gris, parecía sentarle de maravilla, pues de ese modo llamaba menos la atención el hecho de que nunca sonreía, ¡ni siquiera cuando había sol!

Poldi continuó avanzando, al tiempo que maldecía, y, al cabo de unos pasos, se dio cuenta de que Barbara Glöckner seguía a su lado y continuaba sonriendo. Aún no había certeza alguna respecto a aquellos tiroleses. O por lo menos eso era lo que le había dicho, poco antes de la partida, su madre, quien se mostraba cortés con los Glöckner, pero nunca amistosa.

De todos modos, era fácil ahorrarse esas amabilidades con Tadeus Glöckner, cuya mirada al mundo era rígida e indiferente, o con sus hijos, Resa y Andreas, que o parecían embobados o llorosos. Sin embargo, a Poldi le resultaba fácil corresponder a la sonrisa de Barbara, aunque al hacerlo se le subieran los colores a la cara. En silencio, caminaron uno al lado del otro y, aunque en todos aquellos días había pesado sobre ellos la quietud, solo interrumpida por los crujidos de las ramas al ser pisadas y por los chillidos de los pájaros, ahora ese silencio, de repente, resultaba doloroso al oído. Él no sabía qué decir y, por eso, sencillamente, empezó a tararear algo, una canción que conocía desde niño.

—¿Sabes cantar?

Poldi se sintió sorprendido, como si hubiera hecho algo prohibido, e interrumpió el canturreo.

—¡No, sigue! —lo invitó Barbara—. Cuando yo era una niña y vivía todavía en el valle de Ziller, no en Silesia, teníamos que hacer a menudo largas caminatas hasta el pueblo más cercano para vender lana o queso. Nos echábamos todo al hombro, en una cesta, y entonces partíamos. Salíamos antes del amanecer y llegábamos hacia el atardecer, y no creo que hubiera sobrevivido a esas largas caminatas, por senderos tan empinados, si nosotras (mis hermanas, mi madre y yo) no nos hubiésemos puesto a cantar durante todo el trayecto.

Barbara hizo una breve pausa y luego se puso a cantar con una voz melodiosa y firme. Poldi no recordaba haber escuchado jamás cantar a un ser humano de un modo tan hermoso y armónico. Su madre a veces le había cantado nanas para dormir, pero casi siempre su voz sonaba como un graznido. Barbara, en cambio, cantaba a voz en cuello.

Poldi se dio la vuelta; Resa y Andreas marchaban con las cabezas bajas, no muy por detrás de ellos. Para aquellos chicos era habitual que su madre se pusiera a cantar.

—¿Era eso lo que cantabais en el Tirol?

—No, esta es una canción silesiana.

Por un instante la sonrisa desapareció de su rostro y su mirada se tornó nostálgica.

—Primero tuvimos que dejar el Tirol, luego tuvimos que marcharnos de Silesia y ahora estamos aquí y seguimos sin encontrar un hogar.

El chico no sabía por qué, pero no quería que ella tuviera aquella mirada concentrada y triste. Deseaba que aquella mujer sonriera y que sus mejillas mostraran los bonitos hoyuelos. Entonces hizo una profunda inspiración y empezó a cantar él también, una canción popular suaba.

Jetzt gang i ans Brünnele,

Trink aber net,

Do such i mein herztausige Schatz,

Find’n aber net.

Da lass i meine Äugelein

Um un um gehn,

Do seh i mein herztausigen Schatz

Bei nem and’re stehn.
[1]

Barbara rio tan cristalinamente como antes y de nuevo las mejillas de Poldi se pusieron rojas como tomates.

—Cantas muy bien, aunque tienes la voz un poco ronca. Ya hace tiempo que te cambió la voz, ¿verdad? —Y entonces, aquella mujer, con cariño y coquetería, le acarició el pelo revuelto. Poldi retrocedió involuntariamente, como si fuera a quemarse.

—¡Cántala otra vez! —le pidió ella.

Él repitió la estrofa y esta vez Barbara lo acompañó ajustando todos sus tonos desafinados.

«Tiene razón —pensó el joven al cabo de un rato; en ese tiempo no había prestado atención al camino, ni al dolor de los huesos ni a la humedad—. Tiene razón, cantar hace más fácil la marcha.» Aunque tal vez no fuera solo el canto, sino también su risa, sus hoyuelos.

En los últimos meses apenas había visto reír a una mujer. Christine y Jule tenían siempre esa expresión huraña, Elisa se había ido poniendo muy seria durante ese tiempo, estaba cada vez más ensimismada. Greta parecía un fantasma; Christl se pasaba el tiempo protestando y Lenerl, con su poca alegría, se asemejaba cada vez más a Fritz. La pequeña Katherl sonreía, cierto, pero no contagiaba a los demás con su sonrisa. Y las risitas de Annelie parecían algo forzadas.

Sin embargo, Barbara Glöckner reía y cantaba de todo corazón.

—Mira, voy a enseñarte ahora una canción tirolesa; es así —exclamó entusiasmada.

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