No sentía nada en las manos, debido a la fuerza con la que apretaba el arma.
—¡Si no bajas esa escopeta, estás muerto!
La voz de Viktor no era más alta que un graznido.
Entonces sucedieron tantas cosas al mismo tiempo que más tarde Viktor no supo en qué orden habían ocurrido. Konrad se dio la vuelta bruscamente y algo golpeó contra su cabeza. Viktor no pudo decir si Konrad le había pegado con el fusil o si lo había hecho con los puños. El chico se agachó, temblando, y de repente vio una de las armas en el suelo. ¿Era su fusil o el de Konrad?
Ya no sintió los golpes y en ese momento se miró las manos: empapadas en sudor, temblorosas y… vacías. Otro golpe lo alcanzó y esta vez su fuerza lo hizo caer al suelo; pero él no fue el único. También Konrad había caído de repente y ahora gritaba con todas sus fuerzas. Antes de que Viktor entendiera el porqué, los gritos se interrumpieron; solo quedó un sonido como de borbotones.
Viktor miró fijamente a Konrad Weber. Estaba tumbado bocabajo, con la cara hundida en el lodo. Es cierto que se esforzaba por girar la cabeza, pero no podía impedir tragarse aquella porquería. Golpeaba a tontas y a locas a su alrededor, pero eran golpes en el vacío. Uno de los hijos de los Steiner estaba agachado a su espalda, con la mano en el cuello de Konrad y lo mantenía en aquella posición. Un segundo hermano se había instalado detrás, a la altura de las corvas, de modo que el patrón no tenía posibilidad alguna de golpearlos. Debieron de lanzarse sobre él en aquel instante y arrebatarle la escopeta de la mano, justo en el momento en que Konrad se había dado la vuelta hacia Viktor.
—¡Maldita sea! —barboteaba el patrón. Una vez más lanzó un golpe al vacío y sus manos pasaron amenazadoras muy cerca de la cara del joven Viktor. Una salpicadura de lodo lo alcanzó en las mejillas. De pronto alguien lo agarró; y no era Konrad, sino una mujer. Lo obligó a levantarse y solo entonces Viktor se dio cuenta de que el lodo había impregnado sus pantalones. Estaban empapados, duros. Tal vez se hubiera orinado encima, eso era algo que le sucedía a menudo, sobre todo por las noches.
Entonces vio al tercer hijo de los Steiner, a Lukas. Sostenía un arma, o mejor dicho, sostenía en las manos la escopeta del padre de Viktor.
Junto a Lukas estaba el tirolés, cuyo nombre Viktor no conocía, y él también tenía en las manos un fusil: el de Konrad. El joven Mielhahn aún sentía que aquella mujer lo agarraba. Estaba tan rígido que apenas podía darse la vuelta para identificar a la persona que lo había ayudado a levantarse. Hubo un caos de voces que gritaban y, de repente, unas gallinas empezaron a revolotear, nerviosas, dentro de unas cestas, cacareando a más no poder. Tal vez ni siquiera estuvieran cacareando, tal vez estuvieran riéndose, riéndose de él, por no haber logrado disparar a Konrad.
El cacareo enmudeció, pero las voces no. Konrad seguía soltando sus peores improperios, al tiempo que escupía lodo. Fritz Steiner le anunció a Konrad con frialdad, pero bien claro, que ya no podía detenerlos. Una de las mujeres rio y dijo que el patrón bien podía quedarse esperando la ayuda de su hijo. Y entonces el del Tirol ordenó que le trajeran una cuerda con la que atar a Konrad.
Por último resonó una voz muy cerca de su oreja; era una voz suave y tenue y él percibió un cálido aliento.
—Gracias por salvarnos.
La rigidez abandonó el cuerpo de Viktor; se dio la vuelta, se deshizo de las manos que lo sostenían y vio que no era una sola mujer la que lo tenía agarrado, sino dos: Christine Steiner y Elisa von Graberg. Se sacudió, sobre todo a causa del malestar, pero también por el miedo y el frío. Sentía las manos pegajosas. ¿Acaso estaba sangrando después de que Konrad le hubiera acertado con aquel golpe? ¿O era solo lodo lo que caía de su cabeza?
—Nos habríais dejado aquí, abandonados —se escapó de su boca—. Vosotros, sencillamente, nos hubieseis dejado abandonados aquí a mí y a Greta. —Las manos le temblaban todavía, pero su voz ya no. Una vez más, Viktor se estremeció.
Christine y Elisa no respondieron a su comentario, sino que bajaron la cabeza, avergonzadas. Pero Juliane Eiderstett fue menos recatada en sus palabras. Primero miró con desprecio a Konrad y, luego, con una expresión ya no tan despectiva, pero de todos modos arrogante, miró al joven Mielhahn. ¿Acaso aquella mujer sospechaba que se había orinado de miedo en los pantalones?
—Vuestro padre se puso del lado de Konrad Weber —proclamó con dureza—. ¿Qué debíamos hacer? ¿Confiar en vosotros, sus hijos? ¿Qué habría pasado si hubieseis salido corriendo a contárselo a Lambert?
Viktor estiró un poco la espalda. Todas las miradas estaban puestas en él, incluso la de Konrad, cuyas manos estaba atándole a la espalda el tirolés en ese momento.
—Pronto cumpliré quince años —dijo luchando consigo mismo para no tartamudear—. Y Greta va a cumplir catorce. Ya no somos unos niños.
Jule lo examinó con ojos penetrantes:
—Bueno, a mí no me lo parece.
Viktor sintió cómo las mejillas le enrojecían por la vergüenza. Tras aquel frío, era la primera sensación de calor que sentía, pero le dolía, era como si lo hubieran abofeteado.
Antes de que pudiera contestar nada, Christine se plantó ante él y lo protegió de la dura mirada de Jule.
—¡Déjalo en paz! Tiene razón en lo que dice. Ni siquiera pensamos una sola vez en lo que iba a ser de estos chicos. Y eso es imperdonable.
Su voz no sonaba como la de alguien que siente culpa, sino que más bien era la de alguien enfadado, y Viktor no estaba seguro de si en realidad aquella mujer tomaba partido por él o solo se estaba enfrentando a Jule.
Elisa puso con cuidado la mano sobre su hombro.
—Lo sentimos —dijo en un murmullo—. De verdad. ¡Ve a buscar a tu hermana, Viktor! Venid con nosotros si queréis.
Viktor le quitó la mano. ¡Ellos no sentían nada!
Su sensación de vergüenza se transformó en rabia. Si no hubiera robado la escopeta de su padre… Si él no hubiera sorprendido a Konrad con ella… Si él… Bueno, había que admitir una cosa: él solo jamás habría podido reducir a Konrad Weber y obligarlo a tumbarse en el suelo. Pero eso no quería decir, ni con mucho, que pudiera fiarse de los demás. Y tampoco quería decir que a partir de ahora ellos fueran a ser sinceros.
Pero Elisa von Graberg tenía razón en algo. Debía ir a buscar a Greta. ¿O no le había dicho él a su hermana que lo siguiera en cuanto todo se aclarase? Viktor se dio la vuelta, miró en todas direcciones, pero no había ni rastro de su hermana por ninguna parte.
Viktor corrió hasta la casa y solo aminoró el ritmo de sus pasos justo antes de llegar, para deslizarse en el barracón sin hacer ruido. Cuando llegó a la puerta, aguzó el oído de tal modo que casi sintió dolor. Oyó un latido fuerte —probablemente su propia sangre—, pero el ronquido de su padre se había acallado. Con cuidado, abrió la puerta y contuvo el aliento cuando la madera chirrió. Por fin el resquicio era lo bastante amplio para colarse a través de él.
—Greta —susurró.
Uno de los brumosos rayos de sol se había colado entre las grietas de la madera y caía ahora sobre su hermana. Su pelo lacio brillaba como siempre, con un color blanquecino. Estaba muy rígida y lo miraba con ojos desorbitados.
—Greta, ¿qué ocurre?
—Lo siento.
La joven enmudeció al instante y una vez más el silencio le hirió en los oídos. No oía ni su propia respiración. La mirada de Viktor se posó en un bulto que había a los pies de Greta. Probablemente se hubiera caído allí cuando su padre había gritado su nombre; cuando su padre, que se había despertado, la había sorprendido y le había pedido cuentas.
De pronto la joven abrió la boca de nuevo, pero él no oyó su grito. Solo vio una mano oscura que descendía sobre él y pudo sentir claramente cómo lo golpeaba, de un modo tan brutal y despiadado como lo había hecho tantas otras veces. En no pocas ocasiones, la piel le había reventado bajo la fuerza de aquellos golpes y durante días le habían quedado heridas sanguinolentas y moratones. A veces su padre lo había golpeado de un modo tan irreflexivo que él ya no conseguía moverse, ni siquiera respirar, y se desmayaba; luego se despertaba sumido en un mar de dolor del que no podía escapar.
Ya casi sentía ese dolor y se pertrechó contra él, pero, antes de que la mano lo golpeara, se giró con rapidez. La mano dio en el vacío, su padre tropezó y estuvo a punto de caer al suelo.
Greta seguía allí, tiesa como una vela. La confusión se fue extendiendo por su rostro; la misma confusión que a veces afectaba al propio Viktor. ¿Cómo había conseguido eludir el puño de su padre?
De repente lo supo. Había sido la rabia contra los otros colonos la que lo había convertido en alguien tan rápido y ágil; era la certeza de que, sin su ayuda, los potenciales fugitivos habrían quedado a merced de Konrad Weber. Pero sobre todo había sido el miedo, un miedo desnudo, en estado puro. Si su padre los retenía allí, los colonos se largarían sin mirar atrás ni una sola vez para ver dónde estaban él y Greta. Daba igual lo que Christine hubiera dicho antes: nadie los salvaría de Lambert, solo ellos mismos podrían hacerlo.
—¡Maldita sea! —vociferó su padre, que había recuperado el equilibrio y se abalanzaba otra vez sobre él con el puño levantado. Viktor se quedó allí de pie, muy tranquilo, hasta que pudo sentir el cálido aliento de su padre, entonces se agachó, se giró rápidamente y le pegó a Lambert en la pantorrilla. Y aunque el padre debía de estar alerta, no contó con que su hijo se le enfrentara por segunda vez. Lambert soltó un grito: de furia, de dolor, se le doblaron las rodillas y se sujetó la pierna dolorida con ambas manos. Viktor estaba perplejo. ¿De verdad había hecho caer a su padre? ¿O había tropezado con algo, con aquel objeto que ahora Viktor tenía en la mano, de repente, sin saber muy bien qué era ni cuándo lo había cogido, y sin saber, tampoco, qué podía hacer con él? Lo único que el chico sabía era que estaban perdidos si no conseguía vencer a su padre.
Entonces levantó la mano y lo golpeó con aquel objeto en la cabeza. Solo cuando Lambert se desplomó hacia delante soltando un alarido, Viktor miró el arma que tenía en la mano. Era una de las hachas con las que los colonos talaban los árboles. Y con la prisa y el pánico la había agarrado por el lado inverso: le había pegado a su padre con aquel basto trozo de madera, mientras que el extremo afilado se le clavaba en los dedos.
—¡Dios mío! —exclamó el joven. ¡Era imposible que sostuviera en la mano aquella hacha y que hubiera golpeado con ella a su padre! ¡Era imposible que fuera su sangre la que ahora goteaba en el suelo! En un abrir y cerrar de ojos, Greta estuvo a su lado y Viktor se dio cuenta de su presencia cuando ella le quitó el hacha de la mano, le dio la vuelta y se la devolvió. Ahora tenía la herramienta en la mano en la posición correcta. Y podía sujetar el basto mango de madera sin que le causara dolor.
—Viktor… —le dijo, en un susurro, su hermana. Lo dijo tan bajito como antes, cuando le había pedido perdón por no haber escapado a tiempo de la barraca mientras su padre dormía.
—Ve donde están los otros, por favor —dijo Viktor rápidamente.
—No —respondió ella—. Me quedo.
El padre gimió. En poco tiempo se recuperaría, a pesar del dolor de la pantorrilla, a pesar del golpe recibido en la cabeza. Viktor miró el hacha que tenía en las manos. Antes no había sido capaz de sostener el fusil como era debido, pero ahora tenía la mirada suplicante de Greta clavada en él, una mirada que apaciguaba cualquier temblor, cualquier miedo, cualquier horror.
—¡Hazlo! —le ordenó su hermana. El aliento de la joven lo golpeó en la cara—. ¡Hazlo!
Por un instante tuvo la sospecha de que no había nadie tan peligroso como Greta, tan inquietante, tan fría y despiadada: ni su padre ni Konrad, ni ninguno de los demás colonos. Los creía capaces de golpear en caso de necesidad, los creía incluso capaces de matar, pero no sin un ápice de compasión.
—¡Hazlo! —le dijo otra vez su hermana, y esta vez su voz ronca despejó toda duda.
Viktor tenía la cabeza como hueca cuando alzó el hacha y golpeó. Sentía el rumor de la sangre en la cabeza y ese era el único ruido que escuchaba. El miedo desapareció, no había ninguna señal de temor, ni por lo que hacía ni ante Greta, que había dado la orden. Simplemente, golpeó, y lo hizo una y otra vez, igual que había hecho con algún que otro leño para cortarlo en pedacitos.
Viktor no miraba hacia donde golpeaba, no veía si el hacha acertaba en su padre o no; solo miraba a Greta, que asentía, sonreía.
El primer ruido que oyó después de mucho rato fue el golpe del hacha al caer al suelo, cuando se le escapó de las manos.
Un cálido charco rodeaba sus pies. ¿Era un charco con la sangre de su padre o era que se había orinado de nuevo en los pantalones?
El padre solía darle una paliza cuando le veía los pantalones mojados.
Pero ahora su padre ya no podría darle ninguna paliza más.
Viktor intentó dar un paso, pero no fue capaz. El charco se enfriaba, pero él no podía huir. Por un momento, temió desplomarse al suelo y quedarse allí tumbado, justo al lado de su padre muerto.
Sí, su padre estaba muerto, se dio cuenta de repente, sin mirarlo.
Entonces sintió la mano de Greta, que lo asía, una mano cálida y firme.
—Ven… Vámonos.
Él la siguió sin voluntad y ya estaba al aire libre cuando comprendió cómo había llegado hasta allí. Allí estaba la artesa…
—¡Lávate!
Y al ver que no se movía, Greta lo cogió por el cuello, lo obligó a doblarse y lo lavó. Viktor sentía las manos de su hermana por todas partes y en todas partes sentía un calor hirviente.
—No… No puedes decírselo a ellos —balbuceó el joven.
—No lo haré. Jamás. Nunca. Pero tú tampoco lo hagas.
Una vez más, su hermana le tomó la mano y él se dejó guiar por ella sin voluntad. Juntos llegaron adonde estaban los otros colonos y se unieron a ellos en su huida.
Moritz Weber había pasado una noche horrible. Los dolores de estómago habían desaparecido ya, pero las piernas le temblaban todavía a causa de la debilidad. La última vez que se había internado en los matorrales para soltar lastre, se había sentido tan agotado que ni siquiera había conseguido regresar a la vivienda. Sencillamente, se hundió en el suelo húmedo y se quedó dormido. Cuando se despertó y se incorporó, sentía que tenía las extremidades tiesas y empapadas por el rocío.