Elisa no recordaba haber hecho una pausa tan larga en el trabajo durante todo ese tiempo. Si Fritz hubiera estado allí, enseguida los habría conminado a seguir trabajando; Poldi, por el contrario, andaría inquieto de un lado a otro, lo cual no quiere decir que el chico fuera especialmente trabajador, sino que le costaba muchísimo permanecer sentado.
Lukas, en cambio, parecía disfrutar esos momentos de holgazanería tanto como ella misma.
—¡Vaya trabajazo! —soltó Elisa.
—¿Te acuerdas? —le preguntó él—. ¿Te acuerdas de aquellos árboles que estaban en la propiedad de los Glöckner y que se resistían a caer?
¡Cómo hubiera podido olvidarlos! En torno a aquellos árboles se habían enredado unas plantas tan tercas que, para hacerlos caer, en ocasiones, tuvieron que ponerse a dar hachazos diez y hasta doce de ellos; e incluso necesitaron animarse todo el tiempo unos a otros. El ruido que provocó la caída de aquellos árboles fue ensordecedor.
—Barbara me ha contado que los tiroleses rezan una oración cada vez que talan un árbol.
—También los niños se atienen a ese ritual: «A ver, rapaces, quitaos las capuchas, que vamos a rezar», dice el abuelo —dijo Elisa imitando el deje de los tiroleses.
Lukas sonrió.
Entonces Elisa se apoyó sobre ambos codos, abrió los ojos y examinó otra vez la casa.
—En ciertos momentos me resistí a creer que algún día cada familia tendría su propia vivienda. Pero ahora es obvio que hemos terminado.
—Bueno —objetó Lukas—, ahora falta hacer los graneros, los establos, las alacenas.
Con un suspiro, la joven apoyó otra vez la cabeza sobre la blanda hierba. Y eso no era todo, era preciso talar y quemar más bosque para crear nuevos «roces», como llamaban allí a las superficies de cultivo. La vida, entonces, se subordinaría a los ciclos constantes de las siembras y las cosechas, siempre acompañada de la esperanza vacilante de que las semillas germinasen. Y a pesar de eso, ahora había una señal visible de cómo habían conquistado un nuevo hogar a la selva y a la pantanosa orilla del lago.
Sumida en esos pensamientos, Elisa no se había dado cuenta de que Lukas se había incorporado. Solo alzó la vista cuando la sombra del joven la cubrió. Él le alcanzó un rastrillo.
—¿De verdad tenemos ahora que…? —suspiró ella, pues había pensado que él la estaba conminando a continuar el trabajo. Pero no, Lukas hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Esto es un regalo. Lo he hecho para ti.
Elisa se sentó, examinó el rastrillo con detenimiento y vio que el mango estaba adornado con artísticos arabescos tallados. No sabía muy bien qué representaban, tal vez fueran cabezas de persona, o tal vez de vacas; en cualquier caso, aquello le habría costado a Lukas un esfuerzo enorme.
—Gracias —murmuró ella—. No sabía que tenías esa habilidad para trabajar la madera.
Él sonrió algo cohibido.
—¿Y me lo dices después de haber visto cómo he puesto el tejado a media docena de casas?
—No me refiero a eso. Ese es un trabajo que requiere más bien fuerza, paciencia y maña. Pero esto…
Ella no siguió hablando. Aquello exigía mucha concentración y cuidado, y sobre todo mucho tiempo, que, por lo demás, siempre había sido bastante escaso; y todo por hacer algo que no era imprescindible, sino solo agradable de ver; lo cual, dicho sea de paso, era una prueba visible de lo mucho que a Lukas le gustaba trabajar con ella, al igual que a ella con él.
—¡Es hora de comer! ¡Ven a comer con nosotros! —la animó él.
—Pero en casa también tengo…
Elisa sabía que cada familia debía administrar sus raciones de comida de la forma más ahorrativa posible.
—Ninguno de nosotros tiene mucho —admitió Lukas para, de inmediato, añadir con determinación—: Pero para ti siempre habrá suficiente.
En la casa de los Steiner, Lukas se dejó caer en el banco. La vivienda, al igual que la mesa tambaleante, había sido construida a duras penas algunos meses atrás. No había habido tiempo para hacer sillas con respaldo; pero lo más importante para todos los miembros de la familia era que todas las casas estaban en pie.
Con una locuacidad poco habitual en él, Lukas anunció que acababa de poner el último tejado, bajo el cual ahora vivirían los Glöckner. La mayoría de las veces el joven no hablaba mucho y, generalmente, a excepción de Elisa, la gente no lo escuchaba. Sin embargo, hoy todo era diferente.
Christl alzó la cabeza con expresión de curiosidad:
—¿Entonces ahora habrá fiesta? —preguntó la niña.
Christine frunció el ceño. La matriarca estaba ocupada haciendo algo en el sitio donde estaba el fuego, cuyo humo llenaba ahora toda la habitación, a pesar de que la ventana situada detrás estaba abierta de par en par.
Ayer, Fritz había anunciado que, cuando todas las casas estuvieran techadas, debían construir chimeneas y fogones en toda regla.
—¿Quién ha hablado de fiesta?
—¡Todos! —exclamó Christl con entusiasmo—. Annelie prometió que cuando las casas estuvieran acabadas, íbamos a…
—Cuando se habla de fiesta, tú sí que prestas atención, ¿eh? —la interrumpió su madre hoscamente—. Sin embargo, cuando te pido que me ayudes en las faenas de la casa, te quedas sorda de los dos oídos.
A diferencia de Lukas, Elisa se había quedado de pie tras haber entrado en casa de los Steiner. Ahora se apresuró a acercarse al lugar donde estaba Christine para echarle una mano en la preparación de la comida.
Era obvio que a menudo era huésped de esta familia y, por descontado, ayudaba en los quehaceres de la casa.
El guiso que Christine estaba revolviendo en una olla era poco menos que precario: las alubias y las lentejas que los hombres habían traído la última vez de Melipulli se habían terminado hacía tiempo, y también la carne seca y la sal. En una única ocasión habían recibido azúcar y café, y Christine había impuesto vigilancia sobre ambos productos como si fuesen un tesoro muy valioso.
En Melipulli, Peter Wirth, un encargado de Franz Geisse —quien, a su vez, era desde hacía muy poco el intendente del agente de la colonización Rosales— les había entregado a los hombres no solo las raciones, sino un cálculo detallado al máximo de lo que estas costarían. Además, les dijo que tendrían que devolver el dinero en un plazo de seis años. A veces eran 9,30 pesos por ración y otras, 9,10 o 9,70.
—Tendríamos que esperar mucho menos si, simplemente, nos dijera el precio medio —opinó Fritz malhumorado.
Elisa se inclinó sobre la olla y vio que Christine había cortado las patatas y la col en trocitos muy pequeños y que los estaba cociendo con un poco de agua.
El mero hecho de ver los trozos de patata le provocó a Elisa dolores en la espalda, aunque al mismo tiempo la llenó de orgullo. Se vio a sí misma, haría unas semanas, arrodillada en la tierra, pegando golpes en los surcos con una pequeña azada y revolviendo luego el suelo solo con las manos para sacar los tubérculos, que eran tan preciados como pepitas de oro. Y aunque sabía que la tierra ya no iba a dar nada más, seguía excavando. Más tarde, cuando regresó a casa llena de orgullo, con el delantal repleto y las manos negras, se sintió como si hubiese ganado una gran batalla y le hubiese arrebatado un buen botín a su enemigo.
—¿Dónde está Poldi? —preguntó Elisa. Todos los miembros de la familia Steiner estaban allí reunidos, solo faltaba el benjamín.
—¡A saber lo que estará haciendo por ahí! —gruñó Christine—. Probablemente esté en la casa de los Glöckner. Prefiere ayudar a Barbara antes que a su propia madre.
Elisa no preguntó más y siguió trabajando para suplir aquella ayuda que Christine echaba de menos.
—¡Deja que lo haga yo! —le dijo en voz baja, y Christine le entregó de buena gana la cuchara de madera, dejando en sus manos la labor de revolver el guiso.
—¿Y qué hay de la fiesta? —preguntó Christl.
—¿Y qué hay de ayudarnos ahora un poco? —dijo en tono sarcástico Lenerl.
—¡Mira quién habla! La que siempre se detiene para rezar.
Fritz se pasaba el rato reprochándole a aquella hermana su lentitud en el trabajo y esta siempre objetaba que tenía que parar para decir alguna oración. Algunos la creían, pues la consideraban muy devota; pero para otros era una holgazana, aunque sabía camuflarlo mejor que sus hermanas.
—¡Tú solo quieres celebrar esa fiesta para hacerle ojitos a Viktor Mielhahn! —le reprochó Lenerl a Christl, machacona.
—¡Eso no es cierto! —dijo entre dientes Christl, aunque se puso roja de apuro.
Elisa levantó asombrada la cabeza. No se había dado cuenta de que Christl tuviera tales simpatías, pero cuando pensó más detenidamente en ello, recordó que con frecuencia había visto a la mayor de las hijas de los Steiner con Viktor. El joven siempre le parecía descontento, malhumorado, y apenas tenía nada que ver con el chico tímido que ella había conocido antes. Era como si aquella noche en que abandonaron la hacienda de Konrad Weber, Viktor Mielhahn se hubiese convertido de repente en un adulto. Durante los primeros meses, él y su hermana Greta habían vivido con los Steiner, pero luego él había exigido tener su propia parcela y todos lo habían ayudado a construir su casa.
—¡Ya sabía yo que te gustaba Viktor! —se burló Lenerl.
—¡Eso no es verdad! —replicó Christl otra vez.
«Me estoy volviendo ciega para la gente», pensó Elisa con consternación.
A veces se sentía como si solo existieran ella, las tierras y el trabajo, y la única persona que aparecía repetidas veces en ese panorama era Lukas. En la época en que habían llegado al lago, se había sumido en un silencio huraño y solo se sentía plenamente a gusto cuando conseguía aislarse de los demás, cuando se quedaba absorta contemplando aquellas aguas de color azul turquesa o la cumbre nevada del Osorno, entregada del todo a su añoranza: la añoranza de ver a Cornelius, con quien tanto le gustaría compartir el peso y la gratitud por haber recibido aquella tierra y por poder cultivarla ahora.
Elisa casi nunca hablaba de él con nadie. Por las noches, dormía tan profundamente que aquel viejo sueño ya no regresaba y, a menudo, el trabajo duro no le permitía siquiera pensar en él ni invocar su imagen en la memoria. No obstante, lo llevaba en lo más hondo de su corazón y en los pocos instantes de pausa lo sentía tan cerca como siempre.
—¡Dejad ya de pelear! —regañó Christine a sus hijas antes de que ella y Fritz trajeran al tullido Jakob hasta la mesa. Este soportó toda la maniobra con una mirada inexpresiva. Muy pocas veces había alzado la voz para quejarse por lo inútil que se sentía, por verse prisionero dentro de su propio cuerpo. Normalmente aceptaba en silencio el destino que le había tocado.
—Las sobrinas de Barbara no tienen en mente hacer ninguna fiesta, solo piensan en continuar con su trabajo —dijo Fritz con severidad—. Dos de ellas han partido recientemente hacia Melipulli para trabajar allí como criadas en una casa y ganar algo extra para sus familias. Se echaron a la espalda todas sus pertenencias y se marcharon solas a través de la selva. Deberías tomar ejemplo de ellas —añadió el hermano mayor asintiendo con la cabeza para conferir más fuerza a sus palabras.
—¿Es que te has vuelto loco? —le gritó Christl—. Yo no voy a meterme sola en esa selva. ¡Me moriría de miedo!
La mirada de Fritz se volvió ahora despectiva.
—¡Como si ese fuera el motivo! Tu mayor miedo es que en otra parte tengas que ponerte a trabajar de verdad.
—¡Madre! —Christl se volvió hacia Christine reclamando su auxilio—. No tendré que ir, ¿verdad? Tú no nos obligarás a mí y a Lenerl a marcharnos, ¿verdad?
La pequeña Katherl, que estaba sentada a la mesa al lado de su hermano Lukas, rio con cierto retintín.
—¡Silencio! —exigió Christine con tono severo—. Los dos. Vosotras no iréis a ninguna parte.
Elisa seguía removiendo la cazuela y estaba pensando en bajarla de su enganche, pues las patatas ya estaban blandas. Como siempre, pusieron la olla en medio de la mesa para que todos comieran directamente de ella. No había habido tiempo para hacer también platos y fuentes.
—¡Te ayudo!
Elisa no había notado que Lukas se había levantado y se le había acercado para coger la olla en su lugar. Entonces miró dentro con el ceño fruncido.
—Patatas y coles —comprobó suspirando—. ¿Cuándo volveremos a probar la carne?
—¿Qué tal en la fiesta? —propuso Elisa, aunque no estaba segura de si en verdad iba a organizarse una fiesta o si Christl solo se lo había imaginado. Pensó en quién podría ser la persona que, en general, decidiera tal cosa y llegó a la conclusión de que no serían los hombres de su colonia, sino las mujeres: sobre todo Christine, Annelie y Barbara. También Jule se involucraría en la organización de algo así con todas sus fuerzas, como en todas las decisiones que se habían tomado hasta el momento, aunque en la mayoría de los casos había sido siempre ella la que obligaba a Christine a adoptar una posición. Elisa sospechaba que Jule siempre decía intencionadamente lo contrario de lo que quería conseguir, pues de ese modo podía estar segura de que Christine estaría de su parte, aunque aparentemente fuera su enemiga. También estaba segura de que Christine ya había detectado esa táctica hacía tiempo, pero se prestaba a aquel juego.
—En caso de que se organice esa fiesta, ¿vendrías conmigo? —le preguntó Lukas muy bajito antes de que llegaran a la mesa.
Las mejillas de Elisa se pusieron rojas y empezaron a arderle, igual que le había sucedido a Christl poco antes, cuando se mencionó el nombre de Viktor.
—Si así lo quieres —dijo Elisa.
Se alegró de no tener que devolverle a Lukas la mirada; rápidamente, ocuparon su sitio en la mesa y todos se inclinaron, hambrientos, sobre la olla. Durante toda la comida reinó el silencio.
—Imaginaos: Antimán dice que esto es una patata.
Habían pasado tres días desde que habían acabado de techar la última casa y, en ese momento, Annelie alzaba un tubérculo hacia la luz para examinarlo con más detalle.
Barbara y Jule levantaron la vista con apatía. No era nada nuevo que Annelie se topase con una fruta, una baya o un hongo comestible con que llenarles las barrigas medio vacías. Que supieran bien o no, eso era ya otra cosa.
—¡Sí, claro! —corroboró Annelie—. ¡Es una patata! Me ha dicho Antimán que en Chile las patatas rojas no son una rareza. También las hay azules y de color morado. Imaginaos eso.