Pendel dejó al Oso como lo había encontrado, con la cabeza hacia atrás, la barba en alto, leyendo lo que él había escrito en su periódico.
Al llegar a casa y encontrarla vacía, Pendel se sintió apesadumbrado, ¿Esta es mi recompensa después de una dura jornada?, pregunta a las paredes vacías. ¿Un hombre con dos oficios, que se mata a trabajar, tiene que traerse de fuera la comida por las noches? Pero encuentra algún consuelo. El maletín del padre de Louisa está una vez más en su escritorio. Lo abre y saca una gruesa agenda con el nombre Dr. E. Delgado escrito en letra gótica en la tapa. Al lado hay una carpeta de correspondencia titulada compromisos. Arrinconando cualquier distracción, incluida la amenaza de denuncia del Oso, Pendel se dispone a ejercer de espía nuevamente. La luz del techo está en una intensidad baja. La aumenta. Se acerca el encendedor de Osnard a un ojo, cierra el otro y, con los párpados entornados, mira a través del visor procurando no tapar el objetivo con la nariz o los dedos.
—Ha telefoneado Mickie —informó Louisa en la cama.
—¿Adónde?
—A mí. A la oficina. Otra vez piensa matarse.
—Ah, estupendo.
—Dice que te has vuelto loco. Dice que alguien te ha trastornado la cabeza.
—Muy amable por su parte.
—Y yo estoy de acuerdo —añadió Louisa a la vez que apagaba la luz.
Era domingo por la noche y el tercer casino que visitaban, pero Andy aún no había puesto a Dios a prueba, que era lo que se proponía hacer, como había prometido a Fran. Apenas lo había visto en todo el fin de semana, salvo por unas cuantas horas robadas al sueño y un asalto de sexo desenfrenado al amanecer, antes de marcharse él apresuradamente al trabajo. El resto del fin de semana Andy lo había pasado en la embajada, en compañía de Shepherd quien, con su jersey de punto y sus zapatillas negras de deporte, le llevaba paños calientes y tazas de café. O al menos así se lo había imaginado Fran. No era muy considerado por su parte representarse a Shepherd con zapatillas negras de deporte, porque nunca lo había visto llevarlas. Pero recordaba a un profesor de gimnasia de su internado que siempre calzaba zapatillas negras, y Shepherd poseía el mismo servil entusiasmo que él.
—Se ha amontonado mucho material de BUCHAN —había explicado Andy enigmáticamente—. Tengo que elaborar un informe urgente. Hay cierta tensión y ese ambiente de lo necesitamos todo para ayer.
—¿Cuándo tendrán el honor de conocerlo los bucaneros?
—Londres ha cerrado el grifo. Es demasiado delicado para consumo local hasta que los analistas lo trabajen a fondo.
Y así habían estado las cosas hasta hacía dos horas, cuando Andy la invitó a un restaurante extraordinariamente caro de la playa, donde ante una botella del champán más caro, decidió que había llegado el momento de poner a Dios a prueba.
—Heredé cierta cantidad de una tía mía la semana pasada. Poca cosa. No sacaría a nadie de ningún apuro. Veamos si Dios la dobla. Es la única manera.
Estaba en una de sus fases explosivas. Inquieto, rastreándolo todo con la mirada, estallando por cualquier pequeñez, buscando camorra.
—¿Aceptan peticiones? —preguntó Andy a voz en grito al director de la banda mientras bailaban.
—Tocaremos lo que la señora desee, caballero.
—Entonces ¿por qué no se toman la noche libre? —sugirió Andy, y Fran sensatamente se lo llevó de la pista.
—Andy, eso no es tentar a Dios, eso es pedir que nos maten —advirtió Fran con severidad mientras él pagaba la cena con un billete húmedo de cincuenta dólares que había extraído del bolsillo interior de su chaqueta de lino recién confeccionada por su sastre local.
En el primer casino Andy se sentó en la mesa principal, limitándose a observar mientras Fran permanecía de pie tras él en actitud protectora.
—¿Tienes preferencia por algún color? —le preguntó Andy por encima del hombro.
—¿Eso no debería decidirlo Dios?
Siguió bebiendo champán pero no apostó. Los empleados del casino lo conocen, pensó Fran de pronto cuando salían. Ha estado aquí antes. Saltaba a la vista por sus rostros, sus sonrisas y sus frases hechas de despedida.
—Necesidades operacionales —respondió Andy de manera cortante cuando ella lo interrogó al respecto.
En el segundo casino un guardia de seguridad cometió el error de intentar registrarlos. La situación se habría complicado si Fran no hubiese sacado a tiempo su identificación diplomática. Una vez más Andy observó el juego pero no tomó parte activa. Desde un extremo de la mesa dos muchachas trataron de atraer su atención, y una incluso lo saludó por su nombre.
—Necesidades operacionales —repitió Andy.
El tercer casino se hallaba en un hotel del que Fran nunca había oído hablar, en un peligroso barrio de la ciudad donde le habían recomendado no entrar. Subieron a la tercera planta, concretamente a la habitación 303, llamaron a la puerta y esperaron. Un enorme matón cacheó a Andy de arriba abajo, pero esta vez no puso la menor objeción. Incluso aconsejó a Fran que le permitiese echar un vistazo en su bolso. Al ver entrar a Andy y Fran en la sala, los crupieres se pusieron tensos, las miradas de todos los presentes se volvieron hacia ellos, y se interrumpieron las conversaciones, lo cual resultaba comprensible a la luz de lo que ocurrió a continuación: Andy pidió cincuenta mil dólares en fichas, todo en unidades de quinientos y mil, esas pequeñas no las necesito, puede guardárselas donde le plazca.
Y segundos después Andy estaba ya sentado al lado de la crupier y Fran de nuevo detrás de él. La crupier era una fulana pálida y voluptuosa de labios carnosos y manos pequeñas y ágiles con las uñas rojas semejantes a unas garras, y llevaba un escotado vestido de tirantes. La ruleta empezó a girar, y cuando se detuvo, Andy tenía en su haber mil dólares más porque había apostado al rojo. Jugó, si Fran no recordaba mal, unas ocho o nueve veces. Había cambiado el champán por el whisky. Dobló sus cincuenta mil dólares, que por lo visto era la misión que le había encomendado a Dios, y después apostó una última vez por simple diversión y se embolsó otros veinte mil dólares. Pidió una bolsa y un taxi en la puerta, porque le pareció una estupidez andar por la calle con ciento veinte mil dólares a cuestas, y dijo que enviaría a Shepherd por el coche al día siguiente.
Pero la secuencia de estos acontecimientos carecía de orden en su mente, porque mientras se desarrollaban, ella estaba absorta en el recuerdo de su primera gincana, cuando su poni, que como todos los ponis del mundo se llamaba
Misty
, saltó perfectamente su primer obstáculo, para después desbocarse y galopar a lo largo de siete kilómetros por la carretera de Shrewsbury, yendo ella colgada de su cuello y circulando el tráfico en ambos sentidos sin que a nadie, salvo a ella, le preocupase especialmente su situación.
—Anoche vino a verme el Oso a casa —dijo Marta después de cerrar la puerta del taller de corte—. Lo acompañaba un amigo suyo de la policía.
Era lunes por la mañana. Pendel estaba sentado tras su mesa de trabajo, dando los últimos toques a un plan de combate de la Oposición Silenciosa. Dejó su lápiz del cuatro.
—¿Qué quería? ¿Qué tienes tú que ver en todo esto?
—Me pidieron información sobre Mickie.
—¿Qué información?
—Por qué viene tanto a la sastrería. Por qué telefonea a horas extrañas.
—¿Qué contestaste?
—Quieren que haga de espía —dijo Marta.
Con la llegada del primer material designado con el nombre en clave BUCHAN dos procedente del centro de operaciones panameño, la jactancia de Scottie Luxmore, su genio creador en Londres, alcanzó cotas inéditas. Sin embargo aquella mañana su euforia había dado paso a un profundo desasosiego. Se paseaba por el despacho al doble de su velocidad habitual. Su exhortatoria voz escocesa mostraba de pronto cierta tendencia a quebrarse. Inconscientemente la mirada se le iba una y otra vez hacia el noroeste, al otro lado del río, de donde dependía ahora su futuro.
—
Cherchez la Femme
, Johnny, muchacho —aconsejó a un demacrado joven llamado Johnson, que había sustituido a Osnard en el ingrato papel de ayudante personal de Luxmore—. En este oficio, la hembra de la especie vale cinco veces más que cualquier hombre.
Johnson, quien al igual que su predecesor dominaba el imprescindible arte de la adulación, se inclinó en la silla para demostrar lo atento que estaba a las palabras de su superior.
—Poseen la perfidia, Johnny. Poseen el descaro. Son simuladoras natas. ¿Por qué cree que insistió en colaborar sólo por mediación de su marido? —En su voz se adivinaba el velado tono de protesta de alguien que presenta disculpas anticipadamente—. Esa mujer sabía de sobra que eclipsaría a su marido. ¿Y qué habría sido de él entonces? Se habría quedado en la calle. Despedido. Finiquitado. ¿Qué interés tenía ella en que eso ocurriese? —Se secó las palmas de las manos en las patas del pantalón—. ¿A caso iba a renunciar a uno de los dos sueldos y además dejar a su marido en ridículo? No. No cabe esperar algo así de Louisa. No cabe esperar algo así de BUCHAN dos. —Entornó los ojos como si hubiese reconocido a alguien en una ventana a lo lejos. Pero no interrumpió su perorata—. Yo sabía lo que hacía. Y ella también. Nunca menosprecie la intuición de una mujer, Johnny. Él ha llegado ya a su techo. Ha quedado fuera del juego.
—¿Osnard? —preguntó Johnson, esperanzado. Hacía seis meses que se había convertido en la sombra de Luxmore, y todavía no había destino para él a la vista.
—Su marido, Johnny —replicó Luxmore, irascible, alzando una mano crispada junto a la peluda mejilla como si enseñase una garra—. BUCHAN uno. Sí, al principio su trabajo resultaba prometedor. Pero carecía de amplitud de miras, como es propio de esa clase de hombres. Carecía de talla, de conciencia de la historia. Eran todo chismes, sobras recalentadas, y un continuo esfuerzo por cubrirse las espaldas. No podríamos haber seguido trabajando con él por mucho tiempo, ahora lo veo claramente. Y ella también lo vio. Conoce a su marido, esa mujer. Conoce sus limitaciones mejor que nosotros. Y es muy consciente asimismo de su propia fuerza.
—A los analistas les preocupa un poco que no haya ninguna confirmación —aventuró Johnson, que nunca perdía ocasión de socavar el pedestal de Osnard—. Según Sally Morpurgo, el informe BUCHAN dos está muy hinchado y poco documentado.
El golpe sorprendió a Luxmore en pleno giro, justo cuando acometía su quinto largo a través de la moqueta. Exhibió una sonrisa ancha y vacía propia de un hombre sin el mínimo sentido del humor.
—¿Eso opina? Y la señorita Morpurgo es sin duda una persona inteligente.
—Sí, eso creo.
—Y las mujeres tienden a juzgar con mayor severidad a otras mujeres que nosotros los hombres. Eso está comprobado.
—Es verdad, ahora que lo dice. No se me había ocurrido pensarlo.
—Están también sujetas a ciertos resquemores, o envidia sea quizá la palabra exacta, y a eso los hombres, como es lógico, somos inmunes, ¿o no, Johnny?
—Puede ser. No. Es decir, sí, claro.
—¿Y cuál ha sido concretamente la objeción de la señorita Morpurgo? —preguntó Luxmore con el tono de quien admite cualquier crítica constructiva.
Johnson se arrepintió de haber introducido el tema en la conversación.
—Dice simplemente, bueno, que no hay la menor confirmación. Nada. Parece todo caído del cielo, como ella ha dicho. Ningún dato de enlaces afines, ninguna filtración del servicio secreto norteamericano. No hay reacciones de otros servicios de inteligencia, no hay satélites, no se ha advertido ningún movimiento diplomático fuera de lo común. Es un agujero negro de principio a fin. O eso dice
ella
.
—¿Eso es todo? —preguntó Luxmore.
—Todo todo, no.
—No me oculte nada, Johnny.
—Afirma que en toda la historia del espionaje nunca se ha pagado tanto por tan poco. Que es una farsa.
Si Johnson esperaba minar la confianza de Luxmore en Osnard y sus hazañas, se vio defraudado. Luxmore hinchó el pecho y su voz recuperó su didáctica cadencia escocesa.
—Johnny. —Aspiración dental—. ¿No ha pensado nunca que lo que hoy es una ausencia de pruebas equivale a lo que antes era una prueba contundente?
—Francamente no.
—Pues reflexione un momento, se lo ruego. Para ocultar todo rastro a los oídos y los ojos de la moderna tecnología se requiere una mente muy astuta, ¿o no? Desde las tarjetas de crédito hasta los billetes de avión, pasando por las llamadas telefónicas, faxes, bancos, hoteles, lo que usted quiera. Hoy en día no podemos ni comprar una botella de whisky en el supermercado sin informar al mundo de que lo hemos hecho. En tales circunstancias la ausencia de rastro se aproxima a una prueba de culpabilidad. Los hombres de mundo así lo entienden. Son conscientes del esfuerzo que supone no ser visto ni oído, pasar totalmente inadvertido.
—No me cabe duda, señor.
—Los hombres de mundo no padecen las deformaciones profesionales que rodean a otros miembros de este servicio con miras más estrechas, Johnny. No tienen mentalidad de búnker, no se atascan en los detalles y la información superflua. Ven el bosque, no los árboles. Y lo que ven aquí es un conciliábulo de peligrosas dimensiones entre Oriente y el Sur.
—Sally no, desde luego —objetó Johnson obstinadamente, decidiendo que en todo caso el mal estaba ya hecho—. Y Moo tampoco.
—¿Quién es
Moo
?
—Su ayudante.
Luxmore conservó una sonrisa tolerante y comprensiva, dando a entender que también él veía el bosque y no los árboles.
—Invierta los términos de su pregunta, Johnny, y creo que también usted hallará la respuesta. ¿Por qué existe una oposición clandestina en Panamá si no hay nada a qué oponerse? ¿Por qué esos grupos disidentes, formados no por chusma, Johnny, sino por las clases pudientes y preocupadas, esperan entre bastidores a no ser porque existen razones de peso para esperar? ¿Por qué están descontentos los pescadores? Son gente astuta, Johnny, no infravalore nunca a los hombres del mar. ¿Por qué el hombre del presidente panameño en la Comisión del Canal profesa una política en público y otra en su agenda particular de compromisos? ¿Por qué lleva una vida en la superficial y otra encubierta, ocultando sus acciones, reuniéndose a horas intempestivas con falsos capitanes de puerto japoneses? ¿Qué causa la inquietud de los estudiantes? ¿Qué perciben en el ambiente? ¿Quién ha estado susurrándoles al oído en los cafés y las discotecas? ¿Por qué la palabra «capitulación» corre de boca en boca?