—¿Que por qué no sé hacer trajes como los de Armani? —repitió, varias veces, mirando directamente al rostro estupefacto de Mickie—. ¿Que por qué no puedo hacer trajes como los de Armani? Enhorabuena, Mickie. Acabas de ahorrarte mil pavos. Y ahora hazme un favor: vete a Armani, cómprate un traje y no vuelvas por aquí. Porque Armani hace mejores trajes de Armani que yo. Ahí tienes la puerta.
Mickie no se movió. Estaba petrificado. ¿Cómo iba a comprarse un traje de Armani un hombre de sus colosales dimensiones? Pero Pendel no podía contenerse. La vergüenza, la furia y una premonición de inminente desastre palpitaban descontroladamente en su pecho. Mickie, mi creación. Mickie, mi fracaso, mi compañero de presidio, mi espía, presentándose aquí, en mi casa franca, para acusarme.
—¿Sabes una cosa, Mickie? Un traje de esta sastrería no anuncia a un hombre, lo
define
. Puede que tú no quieras ser definido. Quizá no haya en ti hombre
suficiente
para definirlo.
Risas en la galería. Había en Mickie hombre suficiente para definir cualquier cosa varias veces.
—Un traje de esta sastrería, Mickie, no es la payasada de un borracho. Es línea, es forma, es silueta. Es el resultado de una vista bien asentada. Es el detalle que revela al mundo lo que necesita saber de ti y no más. Braithwaite lo llamaba discreción. Si alguien se fija en un traje mío, me incomoda porque pienso que algo debe estar mal hecho. La finalidad de mis trajes no es mejorar el aspecto o convertirte en el chico más guapo de la fiesta. Mis trajes no despiertan controversia. Insinúan. Dejan entrever. Incitan a la gente a acercarse. Ayudan a mejorar la vida, pagar las deudas, poseer influencia. Porque cuando me llegue la hora de seguir al bueno de Braithwaite al gran taller del cielo, quiero pensar que hay personas aquí en la calle que se pasean con mis trajes, que gracias a ellos tienen una mejor opinión de sí mismos.
Pesaba ya demasiado para guardármelo dentro, Mickie. Ya es momento de que compartas la carga. Tomó aliento y dio la impresión de que quería refrenarse, pues soltó una especie de hipo. Y cuando se disponía a reanudar la invectiva, por fortuna Mickie se le adelantó.
—Harry —susurró—. Es el pantalón, te lo juro. Sólo eso. Me hace parecer viejo. Viejo antes de tiempo. No me vengas con esas gilipolleces filosóficas. Todo eso ya lo sé.
En ese punto debió de sonar un clarín en la mente de Pendel. Miró alrededor y vio las expresiones de asombro de sus clientes, vio a Mickie con los ojos fijos en él, aferrado al pantalón de alpaca en litigio exactamente igual que se había aferrado al pantalón de color naranja de su uniforme de presidiario como si temiese que alguien pudiera quitárselo. Vio a Marta, inmóvil como una estatua, su cara un mosaico de desaprobación y alarma. Pendel bajó los puños a los costados y se irguió como primer paso para adoptar una posición más relajada.
—Mickie, ese pantalón quedará perfecto —aseguró con un tono algo más afable—. Yo no era partidario de la pata de gallo, pero tú te empeñaste y reconozco que, después de todo, no ha sido mala elección. La gente te admirará cuando lleves puesto ese pantalón. Y lo mismo digo de la chaqueta. Pero ahora escúchame, Mickie para este traje sólo puede haber un sastre, tú o yo. Así que decide.
—¡Por Dios! —susurró Mickie, y se agarró del brazo de Rafi.
La tienda se vació y se preparó para el descanso de primera hora de la tarde. Los clientes se retiraron. Tenían que ganar dinero, aplacar a sus queridas y sus esposas, zanjar tratos, apostar por algún caballo, chismorrear. Marta también había desaparecido. Era su hora de estudio. Había ido a hundir la cabeza entre los libros. De nuevo en el taller de corte, Pendel puso a Stravinsky y quitó de la mesa los patrones, la tela, el jaboncillo y la tijera. Abrió el cuaderno por las últimas hojas y buscó el principio de sus anotaciones en clave. Si en alguna medida se arrepentía del modo en que había reaccionado con su viejo amigo, no lo dejó aflorar a su conciencia. Sentía la llamada de la musa.
De un bloc de anillas extrajo una hoja de papel pautado encabezada por la cresta semirreal de la casa de Pendel Braithwaite. Debajo, con la mejor caligrafía de Pendel, constaban los detalles de una factura a nombre del señor Andrew Osnard con la dirección de su apartamento de Paitilla y un precio total de dos mil quinientos dólares. Tras extender la factura sobre la mesa, cogió una antigua pluma atribuida por la historia mítica a Braithwaite, y con una letra arcaica que había cultivado para sus notificaciones profesionales añadió: «Agradeceríamos su pronta atención», dando a entender que aquella factura no era una simple reclamación del pago. A continuación abrió el cajón central de la mesa y sacó una hoja en blanco y sin filigrana del paquete que Osnard le había entregado. Como siempre, la olfateó. No olía a nada identificable salvo quizá, muy lejanamente, a desinfectante de cárcel.
—Está impregnado con sustancias mágicas, Harry —había explicado Osnard—. Papel carbón sin carbón para usarse una sola vez.
—¿Y tú qué haces al recibirlo?
—Revelarlo, idiota, ¿tú qué crees?
—¿Dónde, Andy? ¿Cómo?
—Métete en tus asuntos. En el cuarto de baño. Y cállate ya, no molestes.
Tras colocar cuidadosamente el papel carbón sobre la factura, cogió del cajón el lápiz del cuatro que Osnard le había dado para aquel fin y empezó a escribir al son de los acordes de Stravinsky, hasta que de pronto, cansado ya de Stravinsky, apagó el estéreo. «El diablo siempre se acompaña de la mejor música», decía su tía Ruth. Puso a Bach pero Louisa era una entusiasta de Bach, así que quitó también a Bach y trabajó envuelto en un hostil silencio, cosa poco habitual en él. Con el entrecejo arrugado, la punta de la lengua asomando entre los labios, y Mickie resueltamente olvidado, la afluencia empezó a manar. Permanecía atento a pisadas sospechosas o delatores susurros al otro lado de la puerta. Su mirada saltaba sin cesar de los jeroglíficos del cuaderno al papel carbón. Inventaba y fundía. Organizaba y remozaba. Perfeccionaba. Agrandaba hasta límites irreconocibles. Distorsionaba. Imponía orden en la confusión. Tanto que contar, y tan poco tiempo. Japoneses escondidos en todos los armarios. Respaldados por China continental. Pendel volaba. Tan pronto por encima de su material como por debajo. Tan pronto genio como servil corrector de sus fantasías. Señor de su reino en las nubes. Príncipe y a la vez lacayo. El gato negro siempre a su lado. Y los franceses como de costumbre en algún lugar del complot. Una explosión, Harry, muchacho, una explosión de la carne. Un furioso arrebato de poder, una inflamación, un acto de desinhibición, de liberación. Un intento de sentarse a horcajadas sobre el mundo, una comprobación de la gracia de Dios, un ajuste de cuentas. El pecaminoso vértigo de la creatividad, del saqueo y el hurto y la tergiversación y la reinvención, asumido voluntariamente por un adulto furioso con la expiación pendiente y el gato al lado moviendo la cola. Cambió el papel carbón, arrugó la hoja usada y la tiró a la papelera. Cargar y reanudar el fuego con todos los cañones. Arrancaba las hojas del cuaderno y las quemaba en la chimenea.
—¿Un café? —preguntó Marta.
El mayor conspirador del mundo había olvidado cerrar la puerta. En la chimenea, tras él, ardían aún las llamas. El papel carbonizado esperaba a ser aplastado.
—Un café no me vendría mal, gracias.
Marta cerró la puerta al salir. Fríamente, sin sonreír.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó al volver, adoptando el trato formal de la sastrería y eludiendo su mirada.
Pendel respiró hondo.
—Sí.
—¿En qué?
—Si los japoneses planeasen en secreto construir un nuevo canal a nivel del mar y hubiesen comprado bajo mano al gobierno panameño, ¿qué harían los estudiantes en caso de enterarse?
—¿Los estudiantes de ahora?
—Los tuyos. Los que están en contacto con los pescadores.
—Organizar manifestaciones. Salir a la calle. Asaltar el palacio Presidencial y la Asamblea Legislativa. Bloquear el Canal. Convocar una huelga general. Solicitar apoyo a los países vecinos. Poner en marcha una cruzada en toda Latinoamérica. Reivindicar un Panamá libre. También quemaríamos los edificios y establecimientos japoneses, y colgaríamos a los traidores, empezando por el presidente. ¿Basta con eso?
—Gracias. Estoy seguro de que será suficiente. Y movilizar a la gente del otro lado del puente, claro —sugirió.
—Naturalmente. Los estudiantes son sólo la vanguardia del movimiento proletario.
—Lamento lo de Mickie —masculló Pendel tras una pausa—. No he podido contenerme.
—Cuando no podemos herir a nuestros enemigos, herimos a nuestros amigos. Mientras tenga eso en cuenta…
—Lo tengo en cuenta.
—Ha telefoneado el Oso.
—¿Por lo de su artículo?
—No ha mencionado el artículo. Dice que necesita verlo cuanto antes. Está en el sitio de costumbre. Hablaba con tono de amenaza.
El Boulevard Balboa, en la avenida Balboa, era un espacioso y poco concurrido restaurante con techo bajo de poliestireno y fluorescentes carcelarios protegidos por tablillas de madera. Hacía unos años habían puesto en el local una bomba, nadie recordaba por qué. Desde los amplios ventanales se veía la avenida Balboa y, más allá, el mar. En una larga mesa un hombre de mandíbula prominente, rodeado de guardaespaldas con trajes negros, hablaba para la televisión. El Oso, en su sitio de siempre, leía un periódico. Las mesas cercanas estaban desocupadas. Llevaba una chaqueta a rayas de P & B y un panamá de sesenta dólares comprado en la boutique. Su reluciente barba negra de pirata, a juego con la montura de sus gafas, parecía recién lavada.
—Creo que me has telefoneado, Teddy —le recordó Pendel cuando llevaba un minuto sentado ante él, oculto por el periódico.
El Oso bajó el periódico de mala gana y preguntó:
—¿Qué quieres?
—Me has llamado, y aquí estoy. La chaqueta, por cierto, te queda muy bien.
—¿Quién ha comprado el arrozal?
—Un amigo.
—¿Abraxas?
—Claro que no —repuso Pendel.
—¿Por qué tan claro?
—Está sin blanca.
—¿Quién lo ha dicho?
—Él.
—Quizá tú pagas a Abraxas —sugirió el Oso—. Quizá trabaja para ti. ¿Os traéis algún negocio turbio entre manos? Os dedicáis a la droga como su padre.
—Teddy, me parece que has perdido la razón.
—¿De dónde sacas el dinero para pagar a Rudd? ¿Quién es ese millonario loco del que alardeas sin darle a Rudd una parte del negocio? Esa actitud resulta ofensiva. ¿Por qué has abierto esa ridícula sala de reuniones en la sastrería? ¿Te has vendido a alguien? ¿Qué escondes?
—Soy sastre, Teddy. Confecciono trajes para caballero y estoy en expansión. ¿Vas a proporcionarme un poco de publicidad gratuita, quizá? Hace bastante tiempo apareció un artículo en el
Miami Herald
, no sé si lo leíste.
El Oso exhaló un suspiro. Su voz era inexpresiva. La compasión, la humanidad, la curiosidad eran registros que habían desaparecido hacía mucho de sus cuerdas vocales, si es que alguna vez habían pasado por ellas.
—Te explicaré los principios básicos del periodismo —dijo—. Yo gano dinero de dos maneras. Por un lado, cierta gente me paga por escribir artículos, así que los escribo. No me gusta escribir, pero tengo que comer. Tengo que financiar mis apetitos. Por otro lado, cierta gente me paga por no escribir artículos. Para mí, es la mejor manera, porque sin escribir gano también dinero. Si juego bien mis cartas saco más dinero por no escribir que por escribir. Hay una tercera manera pero no me convence demasiado. La llamo mi último recurso. Me dirijo a cierta gente del gobierno e intento venderles lo que sé. Pero no resulta muy satisfactorio.
—¿Por qué?
—Me desagrada vender a ciegas. Si trato con una persona corriente, contigo o con aquel de allí, y sé que puedo echar por tierra su reputación o su negocio o su matrimonio, y esa persona también lo sabe, la información tiene un precio, podemos ponernos de acuerdo sobre algo concreto, es una transacción normal. Pero cuando me dirijo a cierta gente del gobierno —movió apenas la cabeza en un gesto de desaprobación—, ignoro cuánto vale para ellos mi información. Algunos son astutos; otros son estúpidos. Uno no sabe si realmente la desconocen o fingen desconocerla. Así que todo son tanteos, contratanteos, y en definitiva pérdida de tiempo. Incluso puede darse el caso de que traten de acallarme con mi propio expediente. No me gusta malgastar así mi vida. Si accedes a negociar, si me das una respuesta rápida y me ahorras complicaciones, te haré un buen precio. Dado que cuentas con un millonario loco, es obvio que debo incluirlo en mi valoración objetiva de tus posibilidades económicas.
Pendel tuvo la sensación de que su sonrisa se formaba por etapas, primero un lado de la boca, luego otro, después las mejillas, y a continuación, cuando consiguió fijarla, la mirada. Por último, la voz.
—Teddy, me parece que estás recurriendo a un timo muy manido. Me dices «Corre, corre, te han descubierto», con el propósito de mudarte a mi casa cuando aún esté camino del aeropuerto.
—¿Trabajas para los americanos? A cierta gente del gobierno no le haría ninguna gracia. Un inglés entrando sin autorización en sus dominios… tomarían drásticas medidas. Si lo hacen ellos la cosa cambia. Al fin y al cabo, traicionan a su país. Están en su derecho, han nacido aquí. Es su país, y pueden hacer con él lo que quieran, se lo han ganado a pulso. Pero en tu caso, un extranjero, esa misma traición resultaría en extremo provocativa. Su reacción sería imprevisible.
—Teddy, has dado en el clavo. Me enorgullece decir que trabajo para los americanos. El general del Mando Sur se inclina por los trajes con chaqueta de una sola hilera de botones, chaleco y un segundo pantalón de quita y pon. El encargado de negocios de la embajada, por su parte, opta por el esmoquin, y una chaqueta de tweed para pasar las vacaciones en North Haven. —Pendel se puso en pie y notó el temblor de las corvas al rozar con las patas del pantalón—. No sabes nada comprometedor acerca de mí, Teddy. Si supieses algo, no me lo preguntarías. Y no sabes nada comprometedor por la sencilla razón de que no lo hay. Y ya que hablamos de dinero, te agradecería que pagases esa bonita chaqueta que llevas, así Marta podrá cuadrar de una vez los libros de cuentas.
—No entiendo cómo puedes tirarte a esa mestiza sin cara.