El sastre de Panamá (18 page)

Read El sastre de Panamá Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
13.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Reg, ¿se ha previsto ya algún espacio en la oficina para el señor Osnard? ¿Hay algún detalle que tratar?

—La verdad, Nigel, no sé qué detalles deberíamos tratar y cuáles no. Sobre esa cuestión, recibo instrucciones directas del embajador, ¿no?

—¿Y qué instrucciones ha tenido a bien darte su excelencia?

—Tendrá el pasillo del lado este, Nigel. Todo el pasillo. Hay que instalarle cerraduras nuevas en la puerta blindada, llegaron ayer por mensajero; el señor Osnard traerá sus propias llaves. En la antigua sala de espera para las visitas irán armarios de acero; el señor Osnard fijará las combinaciones, y no deben anotarse en ningún sitio… como si fuéramos a anotarlas. Y debo comprobar que dispone de enchufes suficientes para su equipo electrónico. No es cocinero, ¿verdad?

—No sé qué es, Reg, pero me apuesto lo que sea a que tú sí lo sabes.

—Bueno, por teléfono parece muy amable, Nigel. Como un locutor de la BBC pero humano.

—¿De qué habláis? —preguntó Stormont.

—Empezamos hablando de su coche. Quiere uno de alquiler hasta que pueda disponer del suyo, así que tengo que alquilárselo yo. Ya me ha enviado por fax una fotocopia de su carnet de conducir.

—¿Ha pedido algún coche en particular?

Reg se echó a reír.

—Dijo que no quería un Lamborghini ni un triciclo. Algún coche donde pudiera ponerse un bombín, en caso de que usase bombín, porque es muy alto.

—¿De qué más habéis hablado? —insistió Stormont.

—De su apartamento. Le interesa saber cuándo lo tendremos listo. Le encontramos uno muy agradable, si consigo que los decoradores se marchen ya de una vez. Justo encima del club Unión, le dije. Podrá escupirles en los peluquines y los reflejos azules siempre que le venga en gana. Sólo nos queda darle una mano de pintura. Blanca, le sugiero, amortiguada con el color que usted elija. ¿Cuál prefiere? Rosa no, gracias, me dice, y amarillo chillón tampoco. ¿Qué le parece un cálido marrón tono cagada de camello? No he podido evitar reírme.

—¿Qué edad le calculas, Reg?

—No tengo la menor idea. Podría ser cualquier edad, de hecho.

—Pero tienes ahí su carnet de conducir, ¿no?

—«Andrew Julian Osnard —leyó Reg en voz alta, con manifiesto entusiasmo—. Fecha de nacimiento: 01 10 1970, Watford. ¡Qué casualidad! Ahí precisamente se casaron mis padres».

Stormont se encontraba en el pasillo, sacando un café de la máquina, cuando Simon Pitt se le acercó sigilosamente y le ofreció un vistazo confidencial, de espía a espía, de una fotografía de pasaporte que sostenía en el hueco de la mano.

—¿Qué te parece, Nigel? ¿Carruthers en el gran juego, o Mata Hari metida en carnes y disfrazada de hombre?

La fotografía, enviada con antelación a fin de que el Departamento de Protocolo panameño tuviese preparado a tiempo su pase diplomático, mostraba a un Osnard orondo y de orejas prominentes. Stormont la observó y por un instante todo su mundo pareció quedar fuera de control: la pensión alimenticia de su ex esposa, excesiva pero que él había insistido en pagar; los estudios universitarios de Claire, la ambición de Adrian de licenciarse en derecho; su sueño secreto de encontrar una sólida casa en una colina del Algarve, con olivos, sol invernal y aire seco para la tos de Paddy. Y un retiro con pensión completa para ver su fantasía hecha realidad.

—Parece buena persona —concedió, dejando imponerse su innata decencia—. Esa mirada es muy expresiva. Puede estar bien.

Paddy tiene razón, pensó. No debería haberme quedado en vela toda la noche. Debería haber dormido un rato.

Los lunes, a modo de consuelo tras las plegarias matutinas, almorzaba en el Pavo Real con Yves Legrand, su homólogo en la embajada francesa, ya que a los dos les gustaba batirse en duelo y comer bien.

—A propósito, por fin va a incorporarse un colega más al personal, me complace decir —anunció Stormont cuando Legrand le hubo confiado un par de secretos muy inferiores al suyo—. Un hombre joven. De tu edad más o menos. Intervendrá en el área política.

—¿Me caerá bien?

—Nos caerá bien a todos —afirmó Stormont con rotundidad.

Stormont acababa de volver a su escritorio cuando Fran lo llamó por el teléfono interno.

—Nigel. Una noticia asombrosa. ¿A que no adivinas?

—Así, sin más, no creo.

—¿Conoces a Miles, mi extravagante medio hermano?

—No personalmente, pero he oído hablar de él.

—Bueno, pues, como sabrás, Miles estudió en Eton, naturalmente.

—No lo sabía, pero ahora ya lo sé.

—Pues, verás, casualmente hoy es el cumpleaños de Miles, así que lo he telefoneado, ¿y puedes creer que fue compañero de Andy Osnard? Según él, es un tipo encantador, un poco rechoncho, un poco enigmático, pero buen compañero en términos generales. Y lo expulsaron por el mal de Venus.

—Por
¿qué?

—Chicas, Nigel. ¿Recuerdas? Venus. No pueden haber sido chicos porque entonces se llamaría mal de Adonis. Miles sostiene que quizá se debió también a que no pagaba las cuotas. No recuerda quién intervino antes, si Venus o el tesorero.

En el ascensor Stormont se encontró con Gulliver, que llevaba un maletín y tenía una expresión seria en el rostro.

—¿Te espera algún asunto delicado esta noche, Gully?

—La cosa tiene miga, sí, Nigel. Voy a tener que andarme con pies de plomo, la verdad.

—Pues cuídate —recomendó Stormont con la debida seriedad.

Una de las comadres de Phoebe Maltby en sus partidas de bridge había visto a Gulliver en brazos de una escultural muchacha panameña. Tenía como mucho veinte años, y
querida
, era negra como tu sombrero. Phoebe se proponía advertir a su marido cuando llegase el momento oportuno.

Paddy ya se había acostado. Stormont la oyó toser mientras subía por la escalera.

Parece que tendré que ir solo a casa de los Shoenberg, pensó. Los Shoenberg eran norteamericanos y civilizados. Elsie, empedernida abogada, volaba continuamente a Miami para defender allí importantes casos. Paul pertenecía a la CIA y se contaba entre las personas que no debían saber que Osnard era un Amigo.

Capítulo 8

—Pendel. Vengo a ver al presidente.

—¿Quién?

—Su sastre. Yo.

El palacio de las Garzas se alza en el corazón del casco viejo, en la lengua de tierra que se adentra en la bahía desde punta Paitilla. Llegar hasta allí desde el otro lado de la bahía es saltar del infierno del desarrollo urbanístico a la cochambre y la elegancia de la España colonial del siglo xvii. Está rodeado de barrios míseros, pero una cuidadosa selección del itinerario anula su presencia. Aquella mañana, frente al antiguo atrio, una banda interpretaba a Strauss para una fila de automóviles de embajada vacíos y motocicletas de la policía. Los músicos llevaban cascos blancos, uniformes blancos y guantes blancos. Sus instrumentos relucían como oro blanco. El agua les caía a chorros por el cuello desde el exiguo toldo desplegado sobre sus cabezas para protegerlos de la lluvia. Hombres con trajes negros de mala calidad montaban guardia ante la puerta.

Otras manos enfundadas en guantes blancos cogieron la maleta de Pendel y la pasaron por un detector. Le indicaron que subiese a un estrado. Allí de pie se preguntó si en Panamá se ejecutaría a los espías mediante la horca o el fusilamiento. Las manos enguantadas le devolvieron la maleta. El estrado lo declaró inofensivo. El gran agente secreto había conseguido acceder a la ciudadela.

—Por aquí, si es tan amable —dijo un dios alto y negro.

—Ya conozco el camino —repuso Pendel con orgullo.

Una fuente de mármol borboteaba en el centro de un suelo de mármol. Níveas garzas se pavoneaban entre los surtidores, picoteando todo aquello que se les antojaba. Desde una hilera de jaulas empotradas en la pared a la altura del suelo, otras garzas observaban con expresión ceñuda a quienes pasaban por delante. Y no es de extrañar, pensó Pendel, recordando la anécdota que Hannah se empeñaba en oír varias veces por semana. En 1977, durante la visita de Jimmy Carter a Panamá para ratificar los tratados del Canal, agentes del servicio secreto fumigaron el palacio con un desinfectante que protegía a los presidentes pero mataba a las garzas. En una operación de emergencia, llevada a cabo bajo la más estricta reserva, las aves muertas fueron retiradas y sustituidas por congéneres vivas traídas de Chitré al amparo de la oscuridad.

—Su nombre, por favor.

—Pendel.

—El motivo de su visita.

Esperó, recordando las estaciones de ferrocarril de su infancia: demasiada gente mucho más grande que él corriendo en todas direcciones, y su maleta siempre en medio. Una amable muchacha se había acercado para guiarlo. Se volvió hacia ella pensando, por su hermosa voz, que debía de ser Marta. Pero de pronto la luz le iluminó la cara, y no la tenía destrozada. En la placa que llevaba sujeta al uniforme de
girl scout
, leyó que era una virgen presidencial llamada Helen.

—¿Pesa mucho? —preguntó la muchacha.

—Es ligera como una pluma —aseguró Pendel cortésmente, rechazando su virginal mano.

La siguió por la gran escalera, y el resplandor del mármol dio paso a la profunda oscuridad roja de la caoba. Más hombres con trajes de mala calidad y audífonos lo escrutaron desde puertas flanqueadas por columnas. La virgen le comunicó que había elegido un día de mucho ajetreo.

—Cuando el presidente regresa de sus viajes, estamos siempre muy ocupados —dijo, alzando la vista al cielo, donde ella vivía.

«Pregúntale por las horas muertas en Hong Kong», había indicado Osnard. «¿Qué demonios hizo en París? ¿Se fue de putas o estaba conspirando?».

—Hasta aquí estábamos bajo dominio colombiano —informó la virgen, señalando con su inocente mano hileras de antiguos gobernadores panameños—. De aquí en adelante, bajo dominio estadounidense. Pronto ya no nos dominará nadie.

—Magnífico —exclamó Pendel con entusiasmo—. Sin duda serán también tiempos gloriosos.

Entraron en una sala con revestimiento de madera semejante a una biblioteca sin libros. Pendel percibió el olor dulzón de la cera para suelos. Un pitido sonó en el cinturón de la virgen. Pendel se quedó solo.

«Hay muchos vacíos en su itinerario. Averigua todo lo que puedas sobre las horas muertas».

Y siguió solo, y erguido, aferrado a su maleta. Las sillas tapizadas de amarillo dispuestas junto a las paredes eran demasiado frágiles para sentarse un simple recluso. ¿Y si rompía una? Adiós a la remisión de la pena. Los días convertidos en semanas, pero si hay algo que Harry Pendel sabe hacer es cumplir condena. Si es necesario, permanecerá allí el resto de su vida, maleta en mano, esperando a oír su nombre.

A sus espaldas se abrieron de pronto las dos hojas de una gran puerta. Un rayo de luz irrumpió en la sala, acompañado de un bullicio de apresurados pasos y masculinas voces de mando. Con cuidado de no realizar ningún movimiento irrespetuoso, Pendel se situó furtivamente bajo un grueso gobernador del período colombiano y se aplanó hasta convenirse en una pared cargada con una maleta.

Se aproximaba una políglota partida de doce hombres. Enardecidos comentarios en español, japonés e inglés resonaban sobre el martilleo de impacientes zapatos en el parquet. La partida avanzaba a ritmo político: mucha pompa y alboroto, y un continuo parloteo como si se tratase de colegiales en libertad después de una hora de castigo. Los uniformes eran trajes oscuros; el tono, de felicitación por los propios méritos; la formación, como advirtió Pendel mientras se acercaban atronadoramente, en cuña. Y al frente, elevado a uno o dos palmos del suelo, flotaba una encarnación de tamaño superior al real del mismísimo Rey Sol, el omnipresente, el iluminado, el divino matador de horas vestido con una chaqueta negra y un pantalón a rayas de P & B y calzado con un par de zapatos negros de piel con punteras manufacturados por Ducker’s.

Un resplandor rúbeo, en parte santidad y en parte gastronomía, bañaba las mejillas presidenciales. Tenía el cabello plateado pero aún tupido, y los labios pequeños, rosados y húmedos, como si acabasen de ser retirados del pecho materno. En sus límpidos ojos de un azul clarísimo brillaba aún el rescoldo de negociaciones felizmente concluidas. Al llegar a donde Pendel se hallaba, la partida se detuvo disparejamente y se produjeron en las filas ciertos escarceos y algún que otro empujón hasta que, con el debido pragmatismo, se estableció una especie de orden. Su augusta excelsitud avanzó un paso, se dio media vuelta y se plantó ante sus invitados. Un asesor llamado Marco, según se leía en su placa de identificación, se colocó al lado de su señor. Una virgen con uniforme marrón de
girl scout
se situó junto a ellos. Su nombre no era Helen sino Juanita.

Uno por uno los invitados fueron estrechando la mano del inmortal y despidiéndose. Su ilustrísima refulgencia dirigió una palabra de aliento a cada uno de ellos. Si a la salida les hubiesen entregado regalitos para llevárselos a sus mamás, Pendel no se habría sorprendido. Entretanto el gran espía se atormenta pensando en el contenido de su maleta. ¿Y si las responsables de los acabados se han equivocado de traje? Se imagina que abre la maleta y aparece el disfraz que las mujeres kunas le han improvisado a Hannah para la fiesta de cumpleaños de Carlita Rudd: una falda de flores acampanada, un sombrero con flecos, unos bombachos azules. De buena gana, para su sosiego, echaría un vistazo de comprobación, pero no se atreve. Las despedidas continuaban. Dos de los invitados, en su condición de japoneses, eran de corta estatura. Todo lo contrario que el presidente. Algunos apretones de manos tenían lugar en un plano inclinado.

—Trato hecho, pues. El próximo sábado nos vernos en el campo de golf —prometió su eminentísima supremacía con el tono lúgubre y monótono que tanto divertía a los hijos de Pendel.

Al instante un japonés prorrumpió en convulsas carcajadas.

Otros afortunados disfrutaron del privilegio de un trato personal:

—Marcel, gracias por tu apoyo. Volveremos a vernos en París. ¡París en primavera!

»Don Pablo, transmítale mis más cordiales saludos a su presidente y dígale que agradeceré la opinión de su banco nacional.

Hasta que por fin se marchó el último componente del grupo, se cerraron las puertas, se desvaneció el rayo de luz y sólo quedaron en la sala su excelentísima inmensidad, un untuoso asesor llamado Marco y la virgen llamada Juanita. Y una pared con una maleta.

Other books

The Baby by Lisa Drakeford
Don't Close Your Eyes by Carlene Thompson
The Bram Stoker Megapack by Wildside Press
The Odd Ballerz by Robinson, Ruthie
Boswell, LaVenia by THE DAWNING (The Dawning Trilogy)
Golden Boy by Tara Sullivan
Daniel Isn't Talking by Marti Leimbach