El sastre de Panamá (42 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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—Ponme una copa, joder —dijo Hatry.

Los tres ingleses se quedaron solos, refugiados en sus whiskies.

—Una agradable reunión —comentó Cavendish.

—Son unos gilipollas —dijo Kirby.

—Comprad a la Oposición Silenciosa —ordenó Hatry—. Aseguraos de que saben hablar y disparar. ¿Van en serio los estudiantes?

—Son gente indecisa, jefe. Maoístas, troscos, pacifistas, muchos de ellos ya no muy jóvenes. Podrían decantarse de un lado o del otro.

—¿A quién coño le importa de qué lado se decantan? Compra a esos cabrones y ponlos en danza. Van quiere una base sólida. Sueña con ello pero no se atreve a pedirlo. ¿Por qué crees que envía a sus esbirros y se queda en casa? Quizá los estudiantes nos proporcionen esa base sólida. ¿Dónde está el informe de Luxmore?

Cavendish se lo entregó, y Hatry lo leyó una tercera vez antes de devolvérselo.

—¿Quién es la fulana que nos escribe el material catastrofista? —preguntó.

Cavendish le dio el nombre.

—Pásale a ella el informe —dijo Hatry—. Indícale que dé más relieve a los estudiantes. Que les atribuya vínculos con los pobres y los oprimidos. Nada de comunismo. Y que explique más claramente que la Oposición Silenciosa ve en Gran Bretaña el modelo de democracia para el siglo xxi. Quiero una sensación de crisis. «Mientras el terror se pasea por las calles de Panamá», y toda esa mierda. En las primeras ediciones del domingo. Ponte en contacto con Luxmore. Dile que ya es hora de que despierte a sus jodidos estudiantes.

Luxmore nunca había participado en una misión tan peligrosa. Estaba sobreexcitado, estaba aterrorizado. Pero las salidas al extranjero siempre lo aterrorizaban. Se sentía solo, desesperada heroicamente solo. En la chaqueta, de la que no debía despojarse bajo ningún concepto, llevaba un impresionante pasaporte donde se rogaba encarecidamente a cualquier extranjero que permitiese al señor Mellors, estimado emisario de la reina, cruzar las fronteras de su país con entera libertad. Viajaba en primera clase y ocupaban el asiento contiguo dos voluminosas bolsas negras de piel con el emblema real, selladas con lacre y provistas de anchas correas para colgárselas al hombro. Para aquel cometido, el reglamento prohibía dormir y consumir bebidas alcohólicas. En ningún momento debía perder de vista las bolsas ni alejarse de ellas. Ninguna mano sacrílega debía profanar las valijas de un emisario de la reina. No debía entablar conversación con nadie, aunque por razones operacionales había excluido de este mandato a una azafata de la British Airways con aspecto de matrona. En mitad del Atlántico Sur lo había asaltado de improviso la necesidad de ir al baño. Dos veces se había puesto en pie para reivindicar su derecho, y en ambos casos se le había adelantado un pasajero libre de carga. Al final, siendo ya extrema su urgencia, convenció a la azafata de que montase guardia en un lavabo desocupado, y mientras ella lo esperaba, él avanzó de medio lado por el pasillo con sus bultos, golpeando a diestra y siniestra a árabes adormilados y tropezando con los carritos de las bebidas.

—Debe de llevar ahí dentro secretos de peso —bromeó la azafata cuando por fin dejó atrás sano y salvo las hileras de asientos.

Luxmore reconoció complacido el acento de una paisana escocesa.

—¿De dónde es, pues, querida mía?

—De Aberdeen.

—¡Qué maravilla! ¡La ciudad de plata!

—¿Y usted?

Luxmore se disponía a explayarse acerca de su procedencia escocesa cuando recordó que, según su pasaporte falso, Mellors había nacido en Clapham. Más bochornoso aún le resultó que la azafata tuviese que aguantarle la puerta abierta mientras forcejeaba con las bolsas para encontrar un palmo de suelo donde maniobrar. Cuando regresaba a su asiento, escrutó a los pasajeros en busca de algún posible secuestrador aéreo y no vio a nadie que le mereciese confianza.

El avión empezó a descender. ¡Dios mío, imagínate!, pensó Luxmore mientras el temor por su misión y la aversión a volar se alternaban con la pesadilla del futuro hallazgo de las bolsas, tras caer el avión al mar. ¡Barcos de rescate de Estados Unidos, Cuba, Rusia y Gran Bretaña acuden velozmente al lugar del desastre! ¿Quién era ese enigmático Mellors? ¿Por qué sus bolsas se hundieron como plomos hasta el fondo del océano? ¿Por qué no se hallaron papeles flotando en la superficie? ¿Por qué no reclamó nadie el cadáver? ¿Ni viuda ni hijos ni pariente alguno? Las bolsas se recuperan. ¿Sería tan amable el gobierno de su majestad la reina de explicar su extraordinario contenido a un mundo estupefacto?

—Va con destino a Miami, ¿no? —preguntó la azafata cuando vio que se preparaba para desembarcar—. Estoy segura de que agradecerá un baño caliente cuando se libre de eso.

Luxmore bajó la voz por si escuchaba algún árabe. La azafata era una buena chica escocesa y se merecía la verdad.

—Panamá —susurró.

Pero ella ya se había ido. Estaba demasiado ocupada recordando a los pasajeros que debían poner rectos los respaldos de los asientos y abrocharse los cinturones.

Capítulo 19

—Alquilan los
greens
por horas, y la tarifa es proporcional al rango —explicó Maltby mientras seleccionaba un hierro medio para el golpe de aproximación. El banderín se hallaba a unos ochenta metros, para Maltby un día entero de viaje—. Los soldados rasos prácticamente no pagan. Y a más galones, mayor tarifa. Según dicen, el general ni siquiera puede permitirse jugar. —Sonriendo, confió con orgullo—: Yo he llegado a un acuerdo: soy sargento.

Golpeó la bola. Esta, sobresaltada, rodó unos sesenta metros por la hierba mojada y se escondió. Maltby trotó tras ella. Stormont lo siguió. Un anciano
caddie
indio con un sombrero de paja acarreaba una colección de palos viejos en una bolsa enmohecida.

El recorrido del campo de golf de Amador, primorosamente cuidado, es el sueño de todo mal golfista, y Maltby era un mal golfista donde los hubiese. Se extiende a lo largo de una pulcra franja de césped situada entre una impoluta base militar norteamericana construida en los años veinte y las tierras que lindan con la entrada del Canal. Hay una garita. Hay una carretera recta y vacía vigilada por un aburrido soldado norteamericano y un aburrido policía panameño. Apenas lo visita nadie salvo los militares y sus esposas. En el horizonte, si uno mira tierra adentro, se alza el barrio de El Chorrillo y las Torres Satánicas de punta Paitilla, amortiguadas esa mañana por varias capas de onduladas nubes. Hacia el mar, se ven las islas, la carretera elevada y la inevitable fila de barcos inmóviles que esperan turno para pasar bajo el puente de las Américas.

Pero para el mal golfista el aspecto más atractivo del campo son las rectilíneas zanjas que albergan el recorrido, a diez metros bajo el nivel del mar porque ese terreno formó parte en su día de la zona de obras del Canal. Por su rectitud y su profundidad, actúan como conductos de cualquier bola lanzada con poco tino. El mal golfista puede golpear con efecto a la izquierda o con efecto a la derecha, poco importa, pues en tanto le acierte a la bola y no la mande a las nubes, las zanjas le ofrecerán amparo, lo perdonarán todo.

—Y Paddy está ya bien, ¿no? —dijo Maltby, mejorando disimuladamente la posición de la bola con la puntera de su agrietada zapatilla de golf—. Se ha recuperado de los ataques de tos, imagino.

—Pues no —contestó Stormont.

—¡Vaya por Dios! ¿Y qué dicen los médicos?

—Poca cosa.

Maltby volvió a golpear. La bola salió disparada por el
green
y desapareció de nuevo. Maltby corrió tras ella. Había empezado a llover otra vez. Llovía intermitentemente a intervalos de diez minutos, pero Maltby no parecía darse cuenta. La bola insolente descansaba en el centro de una isla de arena embebida de agua. El anciano
caddie
entregó a Maltby el palo adecuado.

—Tendrías que llevártela de aquí —recomendó Maltby con despreocupación. A Suiza o a dondequiera que se vaya hoy en día para esas cosas. Panamá tiene un clima malsano. Nunca se sabe de qué lado vienen los microbios. ¡Mierda!

Al igual que un insecto primigenio, la bola se escabulló entre unos matojos de frondosas cortaderas. A través de la intensa lluvia, Stormont observó a su embajador mientras la desplazaba en amplios arcos hasta devolverla al
green
. Unos instantes de tensión cuando Maltby ejecutó un golpe corto. Una carcajada triunfal al ver que la bola entraba en el hoyo. Está desquiciado, pensó Stormont. Loco. De atar. «Tengo que hablar contigo, Nigel», había dicho Maltby por teléfono esa mañana cuando Paddy acababa conciliar el sueño. «He pensado que podíamos dar un paseo si no tienes inconveniente». Y Stormont había contestado: «Como usted quiera, embajador».

—Por otra parte, la embajada es ahora un sitio bastante
agradable
—prosiguió Maltby mientras se encaminaban hacia la siguiente zanja—. Salvo por la tos de Paddy y por mi pobre y vieja Phoebe. —Phoebe, su esposa, no era ni tan pobre ni tan vieja.

Maltby iba sin afeitar. Un raído jersey gris colgaba de la mitad superior de su cuerpo como una cota de malla. ¿Por qué no se compra un impermeable, el condenado?, se preguntó Stormont, asombrado, mientras notaba que a él mismo le bajaba el agua por el cuello.

—Phoebe nunca está contenta —decía Maltby—. No entiendo por qué ha vuelto. Yo la detesto. Ella me detesta a mí. Los chicos nos detestan a los dos. No tiene sentido. No hemos follado desde hace años, gracias a Dios.

Stormont se había quedado mudo de estupefacción. Maltby no le había hablado en confianza ni una sola vez desde que se habían conocido hacía dieciocho meses. Y de pronto, por alguna razón desconocida, la relación adquiría un cariz de ilimitada y aterradora intimidad.



ya has pasado por el divorcio —se quejó Maltby—. Y en tu caso, si no recuerdo mal, el asunto levantó cierta polvareda. Pero saliste airoso. Tus hijos no te han retirado la palabra. El Foreign Office no te quitó de en medio.

—No del todo.

—Verás, me gustaría que hablaras de eso con Phoebe. Le servirá de gran ayuda. Explícale que tú ya te has visto en el trance, y no es tan grave como parece. Ella nunca se dirige a la gente como es debido, ése es en parte su problema; prefiere dar órdenes.

—Quizá sería mejor que hablase con ella Paddy —sugirió Stormont.

Maltby colocó la pelota en el
tee
, cosa que hizo, advirtió Stormont, sin flexionar las rodillas, Se dobló por la cintura y se irguió de nuevo.

—No, creo que deberías ser

, francamente —prosiguió a la vez que dirigía a la bola una serie de amenazadores amagos—. Soy
yo
quien le preocupa, ¿comprendes? Le consta que ella puede vivir sola. Cree que estaría telefoneándola a todas horas para preguntarle cómo freír un huevo. Y está muy equivocada. Me traería a asa una chica preciosa y me pasaría el día entero friéndole huevos.

Por fin lanzó, y la bola se elevó verticalmente, escapando a la protección de la zanja. Por un instante la bola pareció contenta con su trayectoria recta, pero súbitamente cambió de idea, giró a la izquierda y desapareció tras la cortina de lluvia.

—¡Ya la hemos
cagado
! —exclamó el embajador, revelando una profundidad lingüística que Stormont no habría imaginado en él.

El diluvio alcanzó proporciones descabelladas. Abandonando la bola a su suerte, fueron a resguardarse a una glorieta construida para las actuaciones de una banda militar frente a una media luna de mansiones donde residían oficiales casados. Pero al anciano
caddie
no le atraía la glorieta; prefirió acogerse al dudoso amparo de unas palmeras, donde permaneció de pie mientras el agua se desbordaba torrencialmente por las alas de su sombrero.

—Por otra parte —dijo Maltby—, formamos un grupo bien avenido. No hay rencillas personales; todo el mundo está a gusto; nuestra embajada nunca había gozado de tanto prestigio en Panamá; nos llueve en todas direcciones una fascinante información. Así que pregunto: ¿Qué más pueden pedir nuestros superiores?

—¿Por qué? ¿Qué piden ahora?

Sin embargo Maltby no estaba dispuesto a dejarse apremiar. Prefería seguir su peculiar y ambagioso camino.

—Anoche sostuvimos largas conversaciones con toda clase de gente desde el teléfono secreto de Osnard —anunció con un tono de nostálgica reminiscencia—. ¿Lo has probado alguna vez?

—Pues no —respondió Stormont.

—Un espantoso aparato rojo, conectado a una especie de lavadora de antes de la guerra. Puede decirse por él lo que se quiera. Me quedé impresionado. Y eran gente tan encantadora… No es que los conozca personalmente. Pero por teléfono parecían encantadores. Una teleconferencia. Había que pasarse la mitad del tiempo disculpándose por las interrupciones. Un tal Luxmore viene hacia aquí. Es escocés. Debemos llamarlo Mellors. En teoría no debería decírselo a nadie, y por eso mismo te lo digo. Luxmore-Mellors trae noticias que cambiarán nuestras vidas.

Había dejado de llover, pero Maltby aparentemente no lo había notado. El
caddie
seguía acurrucado bajo las palmeras, donde fumaba un grueso cilindro de hojas de marihuana arrolladas.

—Quizá debería dejar marchar a ese hombre, embajador —sugirió Stormont—, si no piensa jugar más.

Entre los dos reunieron unos cuantos dólares y enviaron al
caddie
de regreso a las dependencias del club. A continuación se sentaron en un banco seco al borde de la glorieta y contemplaron un arroyo que cruzaba el Paraíso Terrenal, crecido a causa de la lluvia, y los reflejos del sol, que de pronto se derramaba sobre todas las hojas y flores.

—Se ha decidido… y el uso de la pasiva refleja no es arbitrario, Nigel. Se ha decidido que el gobierno de su majestad la reina brindará ayuda y apoyo secreto a la Oposición Silenciosa de Panamá. Siempre con la idea de desmentirlo llegado el caso, naturalmente. Luxmore, a quien debemos llamar Mellors, viene con el propósito de instruirnos al respecto. Existe un manual sobre la materia, tengo entendido:
Cómo puede usted derrocar al gobierno de su país anfitrión
, o algo semejante. Tenemos que estudiárnoslo todos. Todavía no sé si me exigirán que dé cobijo a los señores Domingo y Abraxas en mi huerto a altas horas de la noche, o si esa misión recaerá en ti. No tengo huerto, pero creo recordar que el difunto lord Halifax sí lo tenía, y se reunía allí con la gente más diversa. Veo en tus ojos una mirada de recelo. ¿Es una mirada de recelo lo que veo en tus ojos?

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