—¿Por qué no se ocupa de eso Osnard? —preguntó Stormont.
—Como embajador suyo, he preferido no fomentar su participación en esto. El chico carga ya con suficientes responsabilidades. Es joven. Está aún en su etapa de aprendizaje. Estos individuos de la oposición se sienten más tranquilos si lleva el timón una mano avezada. Algunos son personas como nosotros, pero otros son gente primitiva de las clases trabajadoras: estibadores, campesinos, pescadores y demás. Será mejor que soportemos el peso nosotros. Ofreceremos apoyo asimismo a un misterioso grupo de estudiantes que se dedica a fabricar bombas, lo cual es siempre delicado. Los estudiantes quedarán también bajo nuestra tutela. No me cabe duda que harás un buen papel con ellos, te noto preocupado, Nigel. ¿Te he alarmado?
—¿Por qué no envían más espías?
—Bueno, no creo que sea necesario. Recibiremos la visita de algún que otro fogonero, hombres como Luxmore-Mellors pero no vendrá nadie a ocupar una plaza permanente. No conviene aumentar los efectivos de la embajada de manera poco natural; suscitaría comentarios. También insistí en eso.
—¿Insistió
usted
? —dijo Stormont, incrédulo.
—Sí, en efecto. Con dos cabezas tan experimentadas como la tuya y la mía, aduje, era innecesario ampliar el personal. Me mostré tajante. Nos lo ensuciarían todo, dije, inaceptable. Hice valer el rango. Afirmé que éramos hombres de mundo. Habrías estado orgulloso de mí.
Stormont creyó advertir un destello desconocido en los ojos del embajador, algo que podría definirse como el despertar del deseo.
—Tendremos que equiparnos bien —continuó Maltby con el entusiasmo de un colegial esperando un nuevo tren eléctrico—. Radios, coches, casas francas, mensajeros, y no hablemos ya del material bélico: metralletas, minas, lanzagranadas, cantidades ingentes de explosivos, claro está, detonadores; todo aquello con lo que hayas soñado alguna vez. Ninguna moderna oposición silenciosa puede prescindir de esas cosas, me aseguraron. Y los repuestos son de vital importancia, según ellos. Ya sabes lo descuidados que son los estudiantes. Dales una radio por la mañana, y a mediodía la tienen ya cubierta de pintadas. Y estoy convencido que las oposiciones silenciosas no se andan con mucha más delicadeza. Para tu tranquilidad, has de saber que las armas serán todas de procedencia británica. Ya hay un fabricante de probada experiencia dispuesto a abastecernos. El ministro Kirby habla muy bien de él. La calidad de sus productos quedó sobradamente demostrada en Irán, ¿o fue en Irak? Tanto en un sitio como en otro, probablemente. Gully también habla muy bien de él, me complace decir, y el Departamento de Personal ha aceptado mi sugerencia de elevarlo de inmediato al rango de bucanero. En este mismo instante Osnard debe de estar tomándole juramento.
—Su sugerencia —repitió Stormont, anonadado.
—Sí, Nigel. He llegado a la conclusión de que tú y yo poseemos dotes suficientes para la intriga. Una vez comenté que anhelaba tornar parte en un complot británico. Pues, bien, aquí lo tenemos. El clarín secreto ha sonado. Confío en que ninguno de nosotros carezca del fervor necesario. Me gustaría ver en ti un poco más de entusiasmo, Nigel. Tengo la impresión de que no valoras la trascendencia de lo que estoy diciéndote. Esta embajada va a dar un paso de gigante. Dejaremos de ser un cenagoso páramo diplomático para convertirnos en uno de los destinos más codiciados. Ascensos, medallas. De la noche a la mañana pasaremos a ser el centro de atención. ¿No irás a decirme que dudas de la sensatez de nuestros superiores? No sería el momento más oportuno.
—Es sólo que aún parece haber muchas lagunas —argumentó Stormont sin energía, batallando por asimilar la identidad del nuevo embajador.
—Tonterías. ¿De qué clase?
—Lógicas, sin ir más lejos.
—¿Ah, sí? —Total frialdad—. ¿Y dónde detectas exactamente una laguna lógica?
—Tomemos, por ejemplo, la Oposición Silenciosa. Aparte de nosotros, nadie conoce su existencia. ¿Por qué no ha emprendido ya alguna acción? ¿Por qué no se ha manifestado de algún modo, o filtrado algo a la prensa?
Maltby ya se reía.
—¡Pero amigo mío! Su propio nombre lo indica. Está en su propia esencia. Es
silenciosa
. Se reserva la opinión. Espera su hora. Abraxas no es un borracho; es un valeroso héroe, un revolucionario clandestino al servicio de Dios y la patria. Domingo no es un narcotraficante con una libido desenfrenada; es un altruista guerrero al servicio de la democracia. En cuanto a los estudiantes, ¿qué sabemos de ellos? Recuerda cómo éramos nosotros a su edad. Atolondrados, veleidosos. Un día una cosa, al día siguiente otra. Me temo que estás sucumbiendo al hastío, Nigel. Panamá ha minado tu ánimo. Ya es hora de que te lleves a Paddy a Suiza. Ah, otra cosa, casi me olvidaba. El señor Luxmore-Mellors traerá los lingotes de oro —añadió con el tono de quien ata un último cabo administrativo—. Para estos casos no puede confiarse en los bancos o los servicios de mensajería, no en el secreto mundo de las intrigas en el que tú y yo vamos a entrar, Nigel, así que se hace pasar por emisario real y los trae en valija diplomática.
—¿Los
qué
?
—Los lingotes de oro, Nigel. Por lo visto, hoy en día se paga así a las oposiciones silenciosas, y no mediante dólares, libras o francos suizos. Y hay que admitir que tiene su lógica. ¿Te imaginas lo que sería financiar a una oposición silenciosa con libras esterlinas? Se devaluarían antes de que acabasen de organizar su primer alzamiento frustrado. Además, según me han dicho, las oposiciones silenciosas no salen baratas precisamente —agregó con el mismo tono despreocupado—. En estos tiempos unos cuantos millones son una insignificancia, si consideramos que a la vez estamos comprando un futuro gobierno. A los estudiantes podemos pararles los pies un poco, pero ya
recordarás
la tendencia a endeudarnos que teníamos nosotros a su edad. Será fundamental una buena labor de intendencia en ambos frentes. Sin embargo creo que estaremos a la altura de las circunstancias, ¿no te parece, Nigel? Personalmente lo veo como un reto, la clase de situación con la que uno sueña a mitad de su carrera. Un El Dorado diplomático sin las fatigas de tener que andar cribando arena en medio de la selva.
Maltby se quedó en actitud reflexiva. Stormont, mudo a su lado, no lo había visto nunca tan relajado. En cuanto a sí mismo, no sabía qué pensar. O mejor dicho, no sabía dar forma clara y comprensible a lo que pasaba por su cabeza. El sol brillaba todavía. Encorvado en la penumbra de la glorieta, se sentía como un condenado a perpetuidad incapaz de creer que la puerta de su celda está abierta. Le habían descubierto el farol, pero ¿qué farol? ¿A quién había estado engañando, salvo a sí mismo, mientras veía florecer la embajada por efecto de la espuria alquimia de Osnard? «No eches por tierra algo que marcha bien», había advertido a Paddy con severidad cuando ella se atrevió a decir que BUCHAN era demasiado bueno para ser verdad, en especial a medida que conocían a Andy un poco mejor.
Maltby empezó a filosofar:
—Una embajada no está preparada para
evaluar
, Nigel. Quizá tengamos una
impresión
, que es algo muy distinto. Quizá poseamos conocimiento del país. Eso desde luego. Y en ocasiones parece que ese conocimiento difiere de lo que nos dicen quienes saben más que nosotros. Contamos con nuestros sentidos. Vemos, oímos, olfateamos. Pero no disponemos de hectáreas de archivos, ordenadores y analistas ni, por desgracia, de docenas de deliciosas muchachas paseándose por los pasillos. No tenemos visión de conjunto, ni conciencia de las estrategias mundiales. Y menos en una embajada tan pequeña e insignificante como la nuestra. Somos unos paletos. Coincidirás conmigo, supongo.
—¿Les dijo eso a ellos?
—En efecto, por el teléfono mágico de Osnard. Nuestras palabras parecen tener un mayor significado cuando se pronuncian en secreto, ¿no crees? «Somos conscientes de nuestras limitaciones», dije. «Nuestro trabajo es pura rutina. De vez en cuando se nos concede el honor de echar una ojeada al gran mundo. BUCHAN es una de esas ojeadas. Y lo agradecemos, nos enorgullece. Una pequeña embajada, cuyo cometido es interpretar la atmósfera del país y difundir los puntos de vista de su gobierno, no puede ni debe asumir la responsabilidad de emitir un juicio sobre asuntos demasiado trascendentes para nuestros limitados horizontes».
—¿Por qué dijo eso? —preguntó Stormont. Habría deseado levantar más la voz, pero algo le atenazaba la garganta.
—Por BUCHAN, claro está. El Foreign Office me acusó de escatimar halagos al último informe. E indirectamente también a ti. «¿Halagos?», dije. «Si es por halagos, que no falten. Osnard es un tipo encantador, concienzudo al máximo y la operación BUCHAN ha sido en extremo ilustrativa y nos ha dado material en que pensar. Cuenta con nuestra admiración y nuestro apoyo. Da vida a nuestra pequeña comunidad. Pero no presumimos de atribuirle un lugar en el panorama global. E asunto de los analistas y ustedes, nuestros superiores».
—¿Y con eso se quedaron contentos?
—No se perdieron palabra. Andy es un tipo muy agradable, como les dije. Tiene mucho éxito con las chicas. Es un elemento valiosísimo para la embajada. —Se interrumpió, dejando en el aire, y prosiguió en voz más baja—. Quizás va un poco a la suya. Quizá hace alguna que otra trampa. Pero ¿quién no hace trampas de vez en cuando? Lo que quiero decir, en suma, es que ni tú ni yo ni ningún miembro de la embajada, a excepción posiblemente de Andy, tiene la culpa de que BUCHAN sea una sarta de patrañas posiblemente de Andy, tiene la culpa de la embajada, a excepción de patrañas.
Stormont se había ganado con pleno merecimiento su fama de hombre sereno en situaciones de crisis. Durante un rato permaneció dolorosamente inmóvil: el banco era de teca, y Stormont sufría ligeras molestias en la espalda, sobre todo en los días lluviosos. Contempló la estéril fila de barcos, el puente de las Américas, el casco viejo y su feo hermano moderno al otro lado de la bahía. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas. Y se preguntó si, por razones todavía desconocidas, estaba asistiendo al final de su carrera o al principio de una nueva cuyos contornos aún no conseguía ver con claridad.
Maltby, por contraste, disfrutaba de esa especie de paz acompaña a la confesión. Estaba recostado, con la alargada cabeza de chivo apoyada contra una columna de hierro de la glorieta, y había adoptado un tono que era la representación misma de magnanimidad…
—Yo no sé —decía—, y tú tampoco, quién está inventándoselo todo. ¿Es BUCHAN? ¿Es la señora BUCHAN? ¿Es alguno de los subinformadores? ¿Abraxas, Domingo, la tal Sabina o ese desagradable periodista que ronda por ahí, Teddy no sé qué? ¿O es el propio Andrew y todo lo demás es pura vanidad? Es joven. Podrían haberlo engañado. Por otra parte, es un lince, y además un granuja. No, eso no. Está podrido de los pies a la cabeza. Es una
auténtica
mierda.
—Pensaba que le caía bien.
—Y así es, desde luego; me cae muy bien. Y no le reprocho las trampas. Mucha gente hace trampas, pero por lo general son los malos jugadores como yo. Y hay quien al menos reconoce sus errores. Yo mismo los he reconocido prácticamente un par de veces. —Dirigió una sonrisa avergonzada a un par de enormes mariposas amarillas que habían decidido sumarse a la conversación—. Pero Andy es un ganador, ¿comprendes? Y los ganadores que hacen trampas son una mierda. ¿Cómo se lleva con Paddy?
—Paddy lo adora.
—¡Dios mío, espero que no lo adore demasiado! Está tirándose a Fran, lamento decir.
—¡Eso es ridículo! —repuso Stormont, airado—. Apenas se hablan.
—Eso es porque está tirándosela en secreto. El asunto viene ya de meses atrás. Por lo visto, la vuelve loca.
—¿Cómo se ha enterado de una cosa así?
—Amigo mío, como habrás notado, no le quito ojo de encima a Fran. Observo todos sus movimientos. La he seguido. No creo que se haya dado cuenta. Aunque los merodeadores en el fondo esperamos que sí se den cuenta. Se marchó de su apartamento y fue al de Osnard. Ya no volvió a salir. A la mañana siguiente, a las siete, me inventé un telegrama urgente y la telefoneé a su apartamento. No contestó. No podría estar más claro.
—¿Y no ha hablado con Osnard del tema?
—¿Para qué? Fran es un ángel; él es una mierda, y yo soy un viejo verde. ¿De qué serviría?
La glorieta empezó a vibrar y crujir bajo el siguiente aguacero, y tuvieron que esperar unos minutos para ver de nuevo el sol.
—¿Y qué piensa hacer? —preguntó Stormont con aspereza, eludiendo todas las preguntas que no deseaba formularse.
—¿«Hacer» dices, Nigel? —Ese era el Maltby anterior, tal como Stormont lo recordaba: vacío, fatuo, distante—. ¿Acerca de qué?
—Acerca de BUCHAN. Luxmore. La Oposición Silenciosa. Los estudiantes. La gente que vive al otro lado de ese puente, quienesquiera que sean. Osnard. El hecho de que BUCHAN sea una invención. Si es que lo es. De que los informes sean patrañas, como usted dice.
—Amigo mío, no nos han pedido que hagamos nada. Estamos al servicio de una causa superior.
—Pero si Londres se lo ha tragado todo, y usted cree que es una farsa…
Maltby se inclinó como solía inclinarse cuando estaba sentado tras su escritorio, juntando las yemas de los dedos en una actitud de muda obstrucción.
—Sigue, sigue.
—… debe decírselo —concluyó Stormont con firmeza.
—¿Por qué?
—Para que no los lleven al huerto. Podría ocurrir cualquier cosa.
—Pero, Nigel, creía que estábamos de acuerdo en que nosotros no evaluamos.
Un pájaro de color aceitunado y brillante plumaje entró en la glorieta y les exigió unas migajas.
—No tengo nada para ti —le aseguró Maltby, desazonado—. De verdad, no tengo nada. ¡Maldita sea! —exclamó, metiéndose las manos en los bolsillos y buscando en vano algo que pudiera servir—. Más tarde. Vuelve mañana. No, pasado mañana a estas horas. Se nos echa encima un espía de altos vuelos.
—En estas circunstancias, Nigel, nuestra obligación en la embajada es proporcionar apoyo logístico —prosiguió Maltby con un tono estricto y profesional—. ¿No es así?
—Supongo —respondió Stormont poco convencido.
—Ayudar cuando sea preciso. Aplaudir, alentar, tranquilizar. Aligerar la carga de quienes están en el puesto de fuego.
—En el puesto de mando o la línea de fuego, querrá decir —rectificó Stormont distraídamente.