El sastre de Panamá (34 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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Y su nombre es Jonás.

Hace ya un año pero en la acrobática memoria de Pendel es aquí y ahora, y sucede en la pared, frente a él. Es una semana después de la muerte de Benny. Es el segundo día del primer trimestre de Mark en el Einstein y un día después de la reincorporación de Louisa a la Comisión del Canal como empleada remunerada. Pendel conduce su primer todoterreno. Viaja con rumbo a Colón y tiene dos objetivos: la visita mensual al almacén textil del señor Blüthner y el ingreso por fin en la Hermandad.

Conduce deprisa, como todo aquel que va camino de Colón, en parte por temor a los asaltantes, en parte por el placer anticipado de hallarse entre las riquezas de la Zona Libre. Viste un traje negro que se ha puesto en la sastrería para no causar exasperación en casa y lleva una barba de seis días. Cuando Benny lloraba la pérdida de un amigo, dejaba de afeitarse. Pendel no puede hacer menos por Benny. Incluso ha comprado un sombrero de fieltro negro, si bien se propone dejarlo en el asiento trasero.

—Es un sarpullido —explica a Louisa, quien por su seguridad y bienestar no ha sido informada de la verdadera muerte del tío Benny, pues ya años atrás fue inducida a creer que Benny había fallecido en la sordidez del alcoholismo y no representaba por tanto amenaza alguna. E invitándola a la preocupación, añade—: Me parece que es por esa loción de afeitar sueca que he probado con la idea de venderla en la boutique.

—Harry, debes escribir a esos suecos y advertirles que la loción es peligrosa. No es apta para pieles sensibles. Es una amenaza para la salud de nuestros hijos, no cumple las normas de sanidad suecas, y si el sarpullido persiste, tendrás que demandarlos.

—Ya he redactado la carta —asegura Pendel.

Su ingreso en la Hermandad es el deseo póstumo de Benny, manifestado en una carta escrita ya al límite de sus mermadas facultades y recibida en la sastrería después de su muerte:

Harry, muchacho, has sido para mí una joya de incalculable valor, quedándote sólo una tarea pendiente, que es la Hermandad de Charlie Blüthner. Tienes un buen negocio, dos hijos y quién sabe qué más te deparará el futuro. Pero la guinda sigue al alcance de tu mano y no me explico por qué no la has cogido aún después de tantos años. En Panamá la gente que Charlie no conoce es porque no merece la pena conocerlos, y además las buenas obras y la influencia han ido siempre de la mano, y con el respaldo de la Hermandad nunca te faltará trabajo ni pasarás privaciones. Charlie dice que la puerta sigue abierta, y además está en deuda conmigo. Aunque nunca tan en deuda como yo contigo, hijo mío, ahora que hago cola en el pasillo esperando mi turno, que personalmente dudo mucho que llegue algún día pero no se lo digas a la tía Ruth. Este sitio no está mal si te gustan los rabinos.

Mis bendiciones,

Benny.

En Colón el señor Blüthner gobierna dos mil metros cuadrados de oficinas llenos de ordenadores y alegres secretarias con blusas de cuello alto y faldas negras, y es el segundo hombre más respetable del mundo después de Arthur Braithwaite. Cada mañana a las siete sube a bordo del avión de su empresa y, tras un vuelo de veinte minutos, aterriza en el aeropuerto France Field de Colón, entre las avionetas de estridentes colores de los ejecutivos colombianos que se han acercado a hacer unas compras en las tiendas libres de impuestos o, de estar muy ocupados, han enviado a sus mujeres. Cada tarde a las seis vuela de regreso a casa, salvo los viernes, que vuelve a las tres, y en el Yom Kippur, fecha en que la empresa cierra por vacaciones y el señor Blüthner expía unos pecados que nadie conoce salvo él y, hasta hace una semana, el tío Benny.

—Harry.

—Señor Blüthner, me alegro de verlo.

Es siempre lo mismo. La enigmática sonrisa, el formal apretón de manos, la impermeable respetabilidad, y ninguna alusión a Louisa. Con la excepción de que hoy la sonrisa es más triste, el apretón más prolongado, y el señor Blüthner lleva una corbata negra.

—Tu tío Benjamín era un gran hombre —declara, dándole una palmada en el hombro a Pendel con su blanca y pequeña zarpa.

—Un coloso, señor B.

—¿Prospera tu negocio, Harry?

—He tenido suerte, señor B.

—¿No te preocupa el calentamiento del planeta? ¿La posibilidad de que pronto nadie compre tus chaquetas?

—Cuando Dios inventó el sol, señor Blüthner, tuvo la sabiduría de inventar también el aire acondicionado.

—Y te gustaría conocer a ciertos amigos míos —dice el señor Blüthner con una chispeante sonrisa.

—No sé por qué lo he retrasado tanto —se lamenta Pendel.

Cualquier otro día habrían subido por la escalera de atrás hasta el departamento de telas para que Pendel pudiese admirar las nuevas alpacas. Hoy, en cambio, salen a las abarrotadas calles, el señor Blüthner encabezando la marcha a paso ligero, y por fin, sudando como estibadores, llegan ante una puerta sin ningún distintivo especial. El señor Blüthner tiene ya una llave en la mano, pero primero dirige un pícaro guiño a Pendel.

—¿No te importa que sacrifiquemos a una virgen, Harry? ¿No tienes inconveniente en que emplumemos a unos cuantos
schwartzers
?

—No, si ése era el deseo de Benny, señor Blüthner.

Tras lanzar un vistazo de confabulador a uno y otro lado de la calle, el señor Blüthner hace girar la llave y da un vigoroso empujón a la puerta. Hace un año o más, pero sucede aquí y ahora. Frente a él, en la pared de color gardenia, Pendel ve esa misma puerta abierta, y la absoluta negrura lo atrae hacia su interior.

Capítulo 15

Dejando atrás la intensa luz del sol, Pendel se adentró en la noche más oscura tras los pasos de su guía. De inmediato perdió de vista al señor Blüthner y se quedó inmóvil, esperando a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad, sonriendo por si alguien lo observaba. ¿A quién encontraría allí, y con qué estrafalario atuendo? Olfateó el aire pero, en lugar del aroma del incienso o la sangre caliente, percibió un olor a humo de tabaco rancio y a cerveza. Gradualmente los instrumentos de la cámara de tortura cobraron forma: botellas detrás de una barra, un espejo detrás de las botellas, as, un camarero asiático de edad provecta, un piano de color crema con retozonas muchachas pintadas burdamente en la tapa levantada, ventiladores de madera en el techo, una ventana cercana al techo con un cordel para abrirla, roto y demasiado corto. Y por último, porque resplandecían menos, los otros que como Pendel acudían en busca de la Luz, vestidos no con túnicas zodiacales y gorros cónicos, sino con los trajes de faena del mundo comercial panameño: camisas blancas de manga corta, pantalones abrochados bajo prominentes vientres, corbatas sueltas en el cuello con un estampado de coliflores rojas.

Conocía ya algunas caras de haberlas visto en la modesta periferia del club Unión: el holandés Henk, cuya esposa se había marchado recientemente a Jamaica con sus ahorros y un batería chino, y que al verlo se acercó a él de puntillas, en actitud solemne con una jarra de peltre empañada en cada mano y dijo: «Harry, hermano nuestro, me enorgullezco de que por fin te halles entre nosotros», como si Pendel hubiese atravesado los pólderes a pie para llegar hasta él; el sueco Olaf, agente de transporte marítimo y borracho, con unas gafas de gruesas lentes y un estoposo peluquín, exclamando con su tan preciado como poco convincente acento de Oxford: «¡Vaya, hermano Harry, viejo amigo! ¡Bravo! ¡Salud!»; el belga Hugo, autodenominado comerciante en metal de desguace y antes obrero en el Congo, que le ofreció «algo muy especial traído de tu patria» en una petaca de plata.

No había vírgenes encadenadas, ni burbujeantes toneles de brea, ni aterrorizados
schwartzers
: estaban sólo todas las otras razones por las que Pendel no se había unido a la Hermandad hasta la fecha, el mismo reparto de siempre en la misma representación de siempre, con «¿Cuál es tu veneno preferido, hermano Harry?». y «Déjame que te llene la copa, hermano» y «¿Por qué has tardado tanto en venir, Harry?». Hasta que el señor Blüthner en persona, engalanado con una capa de alabardero de la Torre de Londres y una cadena de alcalde, hizo sonar dos veces un mellado cuerno de caza inglés, y una puerta de dos hojas se abrió de pronto dando paso a una columna de porteadores asiáticos, que a la consigna de «¡Sujétalo, guerrero zulú!». entraron en la sala a paso de castigo, acarreando bandejas sobre la cabeza. Y al frente marchaba nada más y nada menos que el mismísimo señor Blüthner, quien, como Pendel empezaba a comprender, estaba rescatando ciertos elementos de su vida anterior, tales como la delincuencia en la juventud.

Tras reunir a todos en torno a la mesa, el señor Blüthner ocupó la posición central, con Pendel a su lado, y permanecía atento, como el resto de los comensales, a las palabras de Henk, quien bendijo la mesa con un discurso largo e ininteligible, cuya idea básica era que los presentes serían incluso más virtuosos de lo que ya eran si comían los alimentos de sus platos, una premisa que Pendel se permitió poner en duda tras el primer fatal bocado del curry más perturbador de los sentidos que había saboreado desde la última vez que Benny se lo llevó a la vuelta de la esquina para probar el del señor Khan mientras la tía Ruth ejercitaba su piedad con las Hermanas de Sión.

Pero tan pronto como tomaron asiento el señor Blüthner volvió a ponerse en pie de un salto para anunciar dos acontecimientos que fueron recibidos con entusiasmo por los presentes: nuestro hermano Pendel se encuentra hoy por primera vez entre nosotros —un clamoroso aplauso, salpicado de jocosas obscenidades, pues los presentes empezaban a mostrar los efectos del alcohol—, y permitidme que presente a un hermano que no necesita presentación, así que una gran ovación, por favor, para nuestro sabio errante, al servicio de la Luz desde tiempos inmemoriales, buceador en aguas profundas y explorador de tierras ignotas, que ha penetrado en más lugares oscuros —risas escabrosas— que cualquiera de los aquí reunidos, el único e incomparable, el indómito, el inmortal Jonás, recién llegado de una triunfal expedición por las Indias Holandesas, sobre la cual algunos ya habréis leído algo. (Gritos de «¿Dónde?»).

Y Pendel, contemplando su pared de color gardenia, veía a Jonás tal como lo había visto un año atrás: encogido y huraño, de tez amarillenta y ojos de reptil, abasteciendo metódicamente su plato con lo mejor de cuantos alimentos se desplegaban ante él: pepinillos en vinagre, tortas con curry, guindillas y una sustancia pardusca, viscosa y llena de grumos que Pendel había identificado como napalm sin refinar. Y Pendel también lo oía. A Jonás, nuestro sabio errante. La acústica de la pared de color gardenia es impecable, pese a que Jonás tenga ciertas dificultades para hacerse oír entre aquel caos de chistes verdes y brindis grandilocuentes.

La próxima guerra mundial, vaticinaba Jonás con un marcado acento australiano, tendría lugar en Panamá, la fecha ya se había fijado, y más vale que os lo creáis, pandilla de cabrones.

Un macilento ingeniero sudafricano llamado Piet fue el primero en poner en tela de juicio su afirmación.

—Eso ya es historia, Jonás, muchacho. Aquel mequetrefe que tuvimos aquí lo llamó Operación Causa Justa. Y George Bush puso en marcha su factor sorpresa. Miles de muertos.

Comentario que a su vez suscitó preguntas en la línea de «¿Qué hiciste durante la invasión, papa?», y respuestas de igual enjundia intelectual.

Entonces estalló una serie de ataques y contraataques simultáneos desde distintos flancos, para inocente disfrute del señor Blüthner, cuyo rostro sonriente saltaba de un orador a otro con el mismo interés que si siguiese un gran partido de tenis. Sin embargo Pendel apenas oía nada aparte del clamor de sus intestinos, y para cuando recobró parcialmente el conocimiento, Jonás había dirigido su atención a las carencias del Canal.

—Esa mierda ya no sirve para la navegación moderna —aseveró—. Los cargueros de mineral, los portacontenedores, los superpetroleros son demasiado grandes. El Canal es un dinosaurio.

Olaf, el sueco, recordó a los presentes que existía un proyecto para añadir más esclusas. Jonás trató dicha información con el desdén que obviamente merecía.

—¡Ah, no me digas! Una gran idea, Otras cuantas esclusas de mierda. Fantástico. Increíble. Me pregunto qué hará la ciencia a continuación. Ya puestos, utilicemos también el viejo paso que abrieron los franceses. Y juntemos una parte de la base naval de Rodman. Y allá por el año 2020, con la ayuda de Dios y los prodigios de la modernidad, tendremos un Canal un poco más ancho, y un tiempo de tránsito
mucho
mayor. Brindo por ti, lumbrera. Me pongo en pie y levanto mi copa por el progreso en el jodido siglo xxi.

Y probablemente eso hizo Jonás tras la nube de humo, ya que Pendel, mientras ve la repetición de la escena en la pared de color gardenia, recuerda con total nitidez que Jonás brincó de la silla, aunque quedándose exactamente a la misma altura derecho que sentado, y con exagerada ceremonia alzó su jarra de cerveza y hundió en ella su cara amarillenta, los ojos de reptil incluidos, de modo que Pendel dudó por un momento si volvería a salir a flote, pero esa clase de buceadores conocen bien su oficio.

—Y al Tío Sam le importa un carajo si hay una esclusa o hay seis —prosiguió Jonás con el mismo tono afilado de infinito desprecio—. Para ellos, cuantas más mejor. Nuestros nobles amigos yanquis han renunciado al Canal hace tiempo. Ni siquiera me sorprendería que alguno de ellos se propusiera volarlo. ¿Para qué quieren un Canal operativo? Ellos ya tienen su vía rápida de transporte de San Diego a Nueva York, ¿no? Su «canal seco», como les gusta llamarlo, controlado por americanos decentes y estúpidos, y no por un hatajo de latinos. Y el resto del mundo que se joda. El Canal es un símbolo del pasado. Que lo usen los otros gilipollas. Así que no digas más tonterías, cabeza cuadrada —añadió como puntilla, mirando al soñoliento holandés que había osado dudar de su sabiduría.

Pero en torno a la mesa se alzaban ya rostros cansados, semblantes confusos que se volvían hacia el turbio sol de Jonás. Y el señor Blüthner, en su afán por no perderse una sola joya de la conversación, se había medio levantado de la silla e inclinado sobre la mesa para escuchar hasta la última palabra de Jonás. Entretanto el sabio errante repelía las críticas:

—No, no hablo con el culo, mamón de irlandés; hablo de
petróleo
, de petróleo
japonés
. Petróleo que antes era viscoso y ahora es muy fluido. Hablo del mundo bajo la dominación del hombre amarillo, y del final de esta jodida civilización tal como la conocemos, incluida la verde Erín.

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