—No tenemos ninguna alternativa a civilizada, Michael —insistió el encargado de negocios con su arrastrado dejo de brahmán mientras Pendel marcaba el cuello con su jaboncillo.
—Cierto —convino el pulido asesor.
—O los tratamos como adultos bien enseñados, o les decimos que son malos chicos y no nos fiamos de ellos.
—Cierto —repitió el pálido asesor.
—La gente agradece el respeto. Si no lo creyese, no habría dedicado los mejores años de mi vida a la comedia de la diplomacia.
—Si fuese tan amable de doblar el brazo para marcar la mitad de la manga —murmuró Pendel, apoyando el borde de la mano en la sangría del brazo del encargado de negocios.
—Los militares no nos lo perdonarán —vaticinó el pálido asesor.
—En cuanto al largo de manga, caballero, ¿la desea así o un poco más larga?
—Tengo mis dudas —dijo el encargado de negocios.
—¿Sobre los militares o sobre las mangas? —preguntó el asesor.
El encargado de negocios sacudió los antebrazos, examinándolos con expresión crítica.
—Así está bien, Harry. Déjalas así. Estoy seguro, Michael, de que si los muchachos de cerro Ancón se saliesen con la suya, veríamos un despliegue de cinco mil hombres en traje de combate por la carretera y a todo el mundo transportado de un lado a otro en vehículos militares.
El asesor dejó escapar una parca risa.
—Sin embargo, no somos tan primitivos, Michael. Nietzsche no es un modelo apto para la única superpotencia del mundo a las puertas del siglo xxi.
Pendel hizo ponerse de medio lado al encargado de negocios para observar la espalda.
—Y el largo total, caballero. ¿Un poco más quizá, o lo damos por bueno?
—Lo damos por bueno, Harry. Es perfecto. Disculpa si hoy estoy algo
distrait
. Intentamos prevenir otra guerra.
—En cuyo empeño, caballero, le deseamos sin duda el mayor éxito —dijo Pendel con toda seriedad mientras el encargado de negocios y su asesor descendían por los peldaños de la entrada, y el chófer del pelo al rape se pavoneaba junto a ellos.
Estaba ansioso por verlos marcharse. Coros celestiales cantaban en sus oídos mientras escribía desenfrenadamente en las hojas clandestinas del final de su cuaderno: «La tirantez entre los militares y los diplomáticos norteamericanos está alcanzando un punto crítico en opinión del encargado de negocios de la embajada de Estados Unidos, siendo el núcleo del conflicto la manera de tratar la insurrección estudiantil si asoma su inquietante cabeza. En palabras del encargado de negocios, expresadas confidencialmente a este informador…».
¿Qué le habían dicho? Basura. ¿Qué había oído? Maravillas. Y eso era sólo un ensayo.
—¡Doctor Sancho! —exclamó Pendel, abriendo los brazos en un gesto de satisfacción—. ¡Cuánto tiempo sin vernos, caballero! ¡Señor Lucullo, es un placer! Marta, ¿dónde están esos manjares tuyos?
Sancho, un cirujano plástico dueño de transatlánticos y casado con una esposa rica que detestaba. Lucullo, peluquero con grandes expectativas de futuro. Los dos bonaerenses. La última vez habían encargado trajes de mohair con chalecos cruzados para Europa. En esta ocasión se trataba de unos esmóquines blancos para lucir en el yate.
—¿Y qué tal las cosas por casa? —preguntó Pendel en la planta superior, sonsacándolos hábilmente mientras tomaban unas copas—. ¿Todo en calma? ¿No se prevé ninguna revuelta a corto plazo? Siempre he dicho que Sudamérica es el único lugar del mundo donde uno puede cortarle un traje a un cliente una semana y vérselo puesto a su estatua la semana siguiente.
No se preveían revueltas, confirmaron, riendo.
—Pero Harry, por cierto, ¿se ha enterado de lo que
nuestro
presidente dijo a
su
presidente cuando pensaban que nadie los oía?
Pendel no se había enterado.
—Sentados en una habitación había tres presidentes, el panameño, el argentino y el peruano, y el presidente panameño dice: «Vosotros no podéis quejaros; en vuestros países os reeligen para un segundo mandato. Aquí en Panamá, en cambio, la reelección está prohibida por la Constitución. No es justo». Y entonces salta nuestro presidente y dice: «¡Bueno, quizá sea porque yo puedo hacer dos veces lo que
tú
sólo puedes hacer una!». Y va el presidente peruano y dice…
Pero Pendel no oyó qué había dicho el presidente peruano. Los coros celestiales volvieron a cantar para él mientras recogía debidamente en su cuaderno los velados esfuerzos del presidente pronipón de Panamá por ampliar su mandato hasta el siglo xxi, como había confiado el pérfido e hipócrita Ernie Delgado a su leal secretaria particular e indispensable ayudante Louisa, también conocida como Lou.
—Esos hijos de puta de la oposición enviaron a una mujer a abofetearme en el mitin de anoche —anuncia con orgullo Juan Carlos, miembro de la Asamblea Legislativa mientras Pendel delinea con el jaboncillo de sastre los hombros de su frac—. No había visto a esa fulana en toda mi vida. De pronto sale de la multitud y corre hacia mí sonriente. Y todo lleno de fotógrafos y cámaras de televisión. No me di ni cuenta y ya me había encajado un derechazo. ¿Qué tenía que hacer? ¿Devolverle el golpe delante de las cámaras? ¿Juan Carlos, el que pega a las mujeres? Por otro lado, si no hacía nada, me hubieran tomado por maricón. ¿Y sabes qué hice?
—No tengo la menor idea —admitió Pendel mientras comprobaba la cintura del pantalón y añadía un par de centímetros para acomodar la creciente prosperidad de Juan Carlos.
—La besé en la boca. Metí la lengua hasta el fondo de su indecente garganta. Me pegué el lote. Les encantó.
Pendel estaba deslumbrado. Pendel levitaba de admiración.
—¿Y es verdad eso que ha llegado a mis oídos de que te han puesto al frente de una selecta comisión, Juan Carlos? —preguntó, circunspecto—. La próxima vez te haré el traje para tu investidura presidencial.
Juan Carlos lanzó una ordinaria risotada.
—¿Selecta? ¿La Comisión de la
Pobreza
? Es la comisión menos importante de la ciudad. No tiene dinero, no tiene futuro. Nos sentamos y nos quedamos mirándonos unos a otros, nos compadecemos de los pobres, y luego nos regalamos con una buena comida.
«En otra conversación privada con su leal ayudante a puerta cerrada, Ernesto Delgado, motor de la Comisión del Canal y entusiasta impulsor del acuerdo secreto entre Japón y Panamá, indicó que cierto expediente confidencial sobre el futuro del Canal debía hacerse llegar a la Comisión de la Pobreza para que Juan Carlos le echase un vistazo. Ante la pregunta de qué demonios tenía que ver la Comisión de la Pobreza con los asuntos del Canal, Delgado esbozó una artera sonrisa y respondió que en este mundo no todo es lo que parece».
Louisa estaba sentada tras su escritorio. Pendel se la representaba con toda nitidez mientras marcaba el número de su línea directa: el elegante pasillo de la planta superior del edificio con la puerta de lamas original para permitir el paso del aire; su despacho alto y bien ventilado con vistas a la vieja estación de ferrocarril, profanada por el cartel de McDonald’s que seguía enfureciéndola a diario; su modernísimo escritorio con un ordenador y un teléfono con indicadores luminosos. Su instante de indecisión antes de descolgar el auricular.
—Sólo quería saber si te apetece cenar algo en particular esta noche, cariño.
—¿Por qué?
—He pensado en pasar por el mercado de regreso a casa.
—Una ensalada —dijo Louisa.
—Algo ligero para después del squash, ¿no, cariño?
—Sí, Harry. Después del squash me vendrá bien una cena ligera, por ejemplo una ensalada. Como siempre.
—¿Has tenido un día ajetreado? El bueno de Ernie y su desenfrenado ritmo, ¿no?
—¿Qué quieres? —preguntó Louisa.
—Tenía ganas de oír tu voz, cariño, sólo eso.
Su risa desconcertó a Pendel.
—Pues mejor será que te des prisa, porque dentro de dos minutos esta voz va a actuar como intérprete para un grupo de formales capitanes de puerto que no hablan ni una palabra de español y no mucho más inglés y se han empeñado en tratar sólo con el presidente de Panamá.
—Te quiero, Lou.
—Eso espero, Harry. Y ahora discúlpame.
—Kioto, ¿eh?
—Sí. Harry. Kioto. Adiós.
KIOTO, escribió extasiado en mayúsculas. ¡Qué subinformadora! ¡Qué mujer! ¡Qué golpe maestro! «Y se han empeñado en tratar sólo con el presidente de Panamá». Y tratarán con él. Y Marco estará allí para acompañarlos hasta la cámara secreta de su luminiscencia. Y Ernie colgará su halo e irá con ellos. Y Mickie se enterará de todo gracias a sus bien remunerados informadores de Tokio o Tombuctú o dondequiera que los soborne. Y Pendel, el as del espionaje, lo transmitirá palabra por palabra.
Un descanso mientras Pendel, enclaustrado en el taller de corte, repasa la prensa local —últimamente compra todos los periódicos— y encuentra un comunicado oficial diario que se titula: «Hoy nuestro presidente recibirá». No se menciona a ningún formal capitán de puerto llegado de Kioto, ni de hecho a ningún japonés. Excelente. La reunión había sido extraoficial. Un encuentro secreto, en extremo clandestino: Marco los guía hasta la puerta trasera, un grupo de banqueros haciéndose pasar por capitanes de puerto que no hablan español pese a que en realidad lo hablan fluidamente. Añadamos una segunda capa de pintura mágica y multiplicaremos el efecto hasta el infinito. ¿Quién más estaba presente? Aparte de Ernie, claro. ¡Guillaume! ¡El astuto gabacho en persona! ¡Helo ahí, frente a mí, temblando como una hoja!
—Monsieur Guillaume, mis saludos. ¡Tan puntual como de costumbre! Marta, un whisky para monsieur.
Guillaume, pequeño y nervioso como un ratón, es natural de Lille. De profesión geólogo, analiza muestras de terreno para los prospectores. Acaba de regresar a Panamá tras una estancia de cinco semanas en Medellín, durante la cual, explica sobrecogido a Pendel, se han denunciado en dicha ciudad doce secuestros y veintiún asesinatos. Pendel está confeccionándole un traje de alpaca color beige con chaqueta de una sola hilera de botones, chaleco y un segundo pantalón de quita y pon. Hábilmente, Pendel dirige la conversación hacia la política colombiana.
—La verdad, con tanto escándalo y narcotráfico, no sé cómo se atreve a dar la cara el presidente del país.
Guillaume toma un sorbo de whisky y parpadea.
—Harry, todos los días doy gracias a Dios por ser un simple técnico. Voy. Analizo el terreno. Elaboro mi informe. Me marcho a casa. Ceno. Hago el amor con mi esposa. Existo.
—Y además te embolsas una considerable minuta —le recuerda Pendel jovialmente.
—Por adelantado —admite Guillaume, confirmando azoradamente su supervivencia con la ayuda del espejo de cuerpo entero—. Y primero ingreso el cheque en el banco. Si me matan, saben que malgastan su dinero.
«Siendo el otro único asistente a la reunión un esquivo geólogo francés y consultor independiente internacional estrechamente vinculado al cartel de Medellín a nivel de dirección, un tal Guillaume Delassus, considerado en algunos círculos como quinto hombre más peligroso de Panamá y traficante de influencias sin igual».
Y los cuatro primeros puestos de la lista están aún pendientes de adjudicación, añadió para sí mientras escribía.
Las prisas de la hora del almuerzo. Los sándwiches de atún preparados por Marta tienen un éxito arrollador. Marta está en todas partes y en ninguna, eludiendo a propósito la mirada de Pendel. Ráfagas de humo de tabaco y risas masculinas. A los panameños les gusta pasarlo bien, y en P & B lo pasan bien. Ramón Rudd ha llegado acompañado de un atractivo muchacho. Cervezas en el cubo de hielo, vino envuelto en paños fríos, prensa local e internacional, teléfonos portátiles para ostentar. Pendel, en su triple faceta de sastre, anfitrión y superespía, reparte su tiempo entre el probador y la sala de reuniones, deteniéndose a mitad de camino para añadir inocentes notas al final de su cuaderno, oyendo más de lo que escucha, recordando más de lo que oye. La vieja guardia con nuevos reclutas a la zaga. Se habla de escándalos, caballos, dinero. Se habla de mujeres y de vez en cuando del Canal. De pronto se cierra ruidosamente la puerta de entrada, el volumen de las voces desciende y vuelve a subir, con gritos de «¡Rafi! ¡Mickie!». mientras el dúo Abraxas Domingo entra en escena con el acostumbrado garbo, el famoso par de playboys, reconciliados una vez más, Rafi luciendo sus cadenas de oro, sus anillos de oro, sus dientes de oro y sus zapatos italianos, y con una chaqueta multicolor de P & B colgada de los hombros, porque Rafi detesta la ropa apagada, detesta las chaquetas a menos que sean estridentes, y adora la risa, el sol y a la esposa de Mickie.
Y Mickie, cabizbajo y malhumorado pero unido de por vida a su amigo, como si Rafi fuese lo único que le queda cuando está borracho y ha echado a perder todo lo demás. Los dos entran en la refriega y se separan, Rafi convirtiéndose de inmediato en el centro de la reunión, Mickie encaminándose hacia el probador y su enésimo traje nuevo, que debe ser más elegante, más vistoso, más caro, más seductor que el de Rafi. Rafi ¿vas a ganar la copa de oro de la Primera Dama el domingo?
Y de pronto se acalla el caos, reduciéndose a una sola voz, la de Mickie, que sale del probador desesperado y, bramando, anuncia a la concurrencia que su traje nuevo es una mierda.
Lo dice una vez y a continuación lo repite una segunda, ahora a la cara de Pendel, una ofensa que preferiría dirigir contra Domingo pero no se atreve, y así pues, la dirige contra Pendel. Luego vuelve a decirlo una tercera vez, ésta para complacer a la galería. Y Pendel, a medio metro de él, inexpresivo, lo deja acabar. Cualquier otro día habría esquivado la estocada, bromeando, ofreciéndole a Mickie una copa, sugiriéndole que volviese en algún otro momento cuando estuviese de mejor humor, acompañándolo amablemente hasta la calle y parándole un taxi. Los compañeros de celda han representado ya antes esa clase de escenas, y al día siguiente Mickie ha admitido su culpa enviando caros ramos de orquídeas, valiosos guacos y pusilánimes notas de gratitud y arrepentimiento entregadas en mano.
Pero hoy esperar eso de Pendel es olvidarse del gato negro, que de pronto rompe la correa que lo sujetaba y salta sobre Mickie enseñando las uñas y los dientes, cebándose en él con una ferocidad que nadie habría imaginado en Pendel. Toda la culpabilidad que alguna vez ha sentido por abusar de la fragilidad de Mickie, por difamarlo, venderlo, visitarlo en la sima de su lastimera humillación brota de Pendel en una prolongada salva de rabia transferida.