—Harry, lo tienen todo ensayado. Todo es milimétrico. Usan alta tecnología. Las nuevas armas pueden seleccionar una ventana a una distancia de muchos kilómetros. Ya no atacan objetivos civiles. Ten un poco de consideración y entra.
Pero Pendel no podía entrar aunque por muchas razones lo deseaba, porque una vez más no le respondían las piernas. Siempre que prendía fuego al mundo o mataba a un amigo, se dio cuenta de pronto, le fallaban las piernas. Y grandes llamas empezaban a aparecer en El Chorrillo, y de lo alto de las llamas se elevaba una columna de humo negro, aunque, como los gatos, el humo no era tampoco totalmente negro; era rojo en la parte inferior por efecto del fuego, y plateado en lo alto por efecto de las bengalas. Este incipiente incendio atrapó la mirada de Pendel, y no podía mover los ojos ni las piernas en ninguna otra dirección. No le quedaba más remedio que contemplarlo y pensar en Mickie.
—¡Harry, quiero saber adónde vas, por favor!
Yo también. No obstante la pregunta de Louisa lo desconcertó hasta que se dio cuenta de que estaba caminando, no hacia Louisa o los niños sino alejándose de ellos, alejándose de su aflicción, de que avanzaba pendiente abajo a grandes zancadas por una superficie dura, siguiendo los pasos del Mercedes de Pete, aunque en el fondo de su mente deseaba darse media vuelta, correr cuesta arriba y estrechar entre sus brazos a su esposa e hijos.
—Harry, te quiero. Aunque hayas obrado mal, yo he obrado mucho peor. Harry, no me importa qué eres, ni quién eres, ni qué has hecho o a quién. Harry, quédate.
Caminaba con paso largo. La empinada pendiente le golpeaba los tacones de los zapatos, sacudiéndolo de arriba abajo, y ocurre que cuando uno desciende por una pendiente y pierde altura, regresar resulta cada vez más difícil. El descenso era tan seductor… Y tenía toda la carretera para él solo, porque generalmente durante una invasión quienes no salen a saquear se quedan en sus casas e intentan telefonear a sus amigos, que era precisamente lo que veía hacer a todo el mundo en las ventanas iluminadas. Y a veces consiguen línea, porque sus amigos, como ellos, viven en zonas donde los servicios no se interrumpen en tiempo de guerra. Pero Marta no podía telefonear a nadie. Marta vivía entre gente que, aunque sólo espiritualmente, procedía del otro lado del puente, y para ellos la guerra era una obstrucción grave y a veces fatal en la marcha de sus vidas cotidianas.
Siguió andando, y deseando volver pero sin hacerlo. Estaba trastornado y necesitaba encontrar algún medio de convertir el cansancio en sueño, y quizá para eso servía la muerte. Le habría gustado hacer algo que perdurase, como tener de nuevo la cabeza de Marta contra su cuello y uno de sus pechos en la mano, pero por desgracia se sentía indigno de cualquier compañía y prefería continuar solo, partiendo de la idea de que causaba menos estragos cuando estaba aislado del mundo, que era lo que el juez le había dicho y tenía razón, y también Mickie se lo había dicho, y tenía más razón aún.
Definitivamente ya no le importaban sus trajes, ni los suyos ni los de nadie. La línea, la forma, la vista asentada, la silueta no le despertaban ya el menor interés. La gente debía ponerse lo que más le gustase, y la mejor gente no tenía elección, advirtió. Muchos de ellos se conformaban con un par de vaqueros y una camisa blanca, o un vestido de flores que lavaban y se ponían toda la vida. Muchos de ellos no tenían la menor idea de qué era «la vista asentada». Como aquellos que pasaban corriendo junto a él, por ejemplo, con los pies sangrando y la boca abierta, apartándolo de su camino y gritando «¡Fuego!», gritando como sus hijos. Gritando «¡Mickie!». y «¡Pendel, hijo de puta!». Buscó entre ellos a Marta, pero no la vio, y probablemente había decidido que Pendel era demasiado deshonesto para ella, demasiado odioso. Buscó el Mercedes azul metalizado por si había decidido cambiar de bando y unirse a la muchedumbre aterrorizada, pero no vio ni rastro de él. Vio una boca de incendios que había sido amputada por la cintura. Derramaba chorros de sangre negra en la calle. Vio a Mickie un par de veces pero ni siquiera le dirigió un gesto.
Siguió andando y se dio cuenta de que se había adentrado bastante en el valle, y debía de ser el valle que se adentraba en la ciudad. Pero cuando uno camina solo por una carretera que recorre diariamente en coche, resulta difícil reconocer los lugares, en especial si están iluminados por bengalas y te zarandea la gente que huye en todas direcciones. Pero su destino no era problema para él. Se dirigía hacia Mickie, hacia Marta. Se dirigía al centro de la bola anaranjada de fuego que no dejaba de mirarlo mientras andaba, ordenándole que siguiese, hablándole con las voces de todos sus nuevos vecinos panameños que aún estaba a tiempo de conocer. Y sin duda en el lugar adonde se encaminaba nadie le pediría nunca más que mejorase la apariencia de su vida, y nadie confundiría sus sueños con la terrible realidad en que vivían.
FIN
JOHN LE CARRÉ (Poole, 19 de octubre de 1931), escritor inglés, es conocido por sus novelas de intriga y espionaje situadas en su mayoría durante los años 50 del siglo XX y protagonizadas por el famoso agente Smiley.
Le Carré es el seudónimo utilizado por el autor y diplomático David John Moore Cornwell para firmar la práctica totalidad de su obra de ficción. Le Carré fue profesor universitario en Eton antes de entrar al servicio del ministerio de exteriores británico en 1960.
Su experiencia en el servicio secreto británico, Le Carré trabajó para agencias como el MI5 o el MI6, le ha permitido desarrollar novelas de espionaje con una complejidad y realismo que no se había dado hasta su aparición. En 1963 logró un gran éxito internacional gracias a su novela El espía que surgió del frío, lo que le permitió abandonar el servicio secreto para dedicarse a la literatura.
De entre sus novelas habría que destacar títulos como
El topo
,
La gente de Smiley
,
La chica del tambor
,
La casa rusia
,
El sastre de Panamá
o
El jardinero fiel
, todas ellas llevadas al cine con gran éxito durante los últimos treinta años y cuyas ventas ascienden a millones de ejemplares en más de veinte idiomas.
Le Carré no suele conceder entrevistas y ha declinado la mayoría, por no decir todos, los honores y premios que se le han ofrecido a lo largo de su carrera literaria y ya ha anunciado que no volverá a realizar actos públicos, aunque sigue escribiendo novelas, como demuestra su última obra
Un traidor como los nuestros
, publicada en 2010.
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En español en el original.
(N. del T.)
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En español en el original.
(N. del T.)
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[3]
En español en el original.
(N. del T.)
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En español en el original.
(N. del T.)
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En español en el original.
(N. del T.)
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En español en el original.
(N. del T.)
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En español en el original.
(N. del T.)
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[8]
En español en el original.
(N. del T.)
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