Un listillo preguntó si Jonás se refería a que los japoneses iban a inundar de petróleo el Canal, pero Jonás no se dignó contestar.
—Los japoneses, amigos míos, ya extraían aceite viscoso mucho antes de descubrir cómo utilizarlo. Lo almacenaron en enormes depósitos por todo el país mientras sus más destacados científicos buscaban día y noche la jodida fórmula que les permitiese refinarlo. Pues, bien, por fin han dado con ella, así que mucho cuidado. Protegeos los apéndices si es que os los encontráis, es un consejo, y volved vuestros culos hacia el sol naciente antes de despediros de ellos. Porque los nipones han descubierto la emulsión mágica, lo cual significa que vuestra estancia en el paraíso tiene los minutos contados. Se añaden unas gotas, se agita, y premio, lo que antes era aceite viscoso ahora es un petróleo como cualquier otro. Petróleo a mares. Y en cuanto construyan su propio canal de Panamá, cosa que ocurrirá antes de que nos demos cuenta, estarán en situación de inundar el mundo entero con él. Para indignación del Tío Sam.
Un silencio. Gruñidos de perpleja discrepancia desde distintos puntos de la mesa hasta que el literal Olaf se autodesigna para formular la pregunta obvia:
—Por favor, Jonás, ¿qué se supone que quiere decir eso de que «en cuanto construyan su propio canal de Panamá»? Me gustaría saber por qué orificio estás hablando ahora. La idea de abrir un nuevo canal se ha descartado por completo desde la invasión. Quizá pasas demasiado tiempo bajo el agua y no te enteras de lo que ocurre en la superficie. Antes de la invasión existía una inteligente comisión tripartita al más alto nivel, encargada de estudiar posibles alternativas al Canal, incluida una nueva vía. Estados Unidos, Japón y Panamá eran los miembros. Ahora esa comisión está disuelta, para satisfacción de los americanos, que no le tenían ningún aprecio. Disimulaban pero no la querían. Prefieren que las cosas sigan como hasta ahora, con unas cuantas esclusas más, y que ciertos sectores de su industria pesada administren los puertos terminales, que serán en extremo rentables. Es un tema que conozco bien, te lo aseguro. Forma parte de mi trabajo. El asunto está zanjado, así que jódete.
Pero Jonás, lejos de amilanarse, se mostró furiosamente triunfal.
Mirando la pared de color gardenia, Pendel, como el señor Blüthner, aguza el oído para escuchar cada palabra de la profecía que brota de los labios del gran hombre.
—¡Claro que no les gustaba la jodida comisión, pedante nórdico! La aborrecían. Y claro que quieren que sus propias empresas establecidas en Colón y Ciudad de Panamá administren los puertos terminales. ¿Por qué crees que los yanquis boicotearon la comisión después de integrarse en ella? ¿Por qué crees, para empezar, que invadieron este absurdo país? ¿Que hicieron trizas todo lo que pudieron? ¿Para impedir que el díscolo general vendiese su cocaína al Tío Sam? ¡Gilipolleces! Lo hicieron para aplastar al ejército panameño y hundir la economía con la idea de que los japoneses no pudiesen comprar el jodido país y construir un canal que se acomodase a sus necesidades. ¿De dónde sacan su aluminio los japoneses? No lo sabes, ¿verdad? Pues te lo diré: de Brasil. ¿De dónde sacan la bauxita? También de Brasil. ¿Y la arcilla? De Venezuela. —Enumeró otras sustancias de las que Pendel nunca había oído hablar—. ¿Acaso crees que los nipones van a transportar las materias primas básicas para su industria hasta Nueva York, y desde allí llevarlas en tren hasta San Diego, para volver a embarcarlas con destino a Japón sólo porque el Canal existente resulta demasiado estrecho y lento para ellos? ¿Acaso crees que van a enviar sus petroleros gigantes por el jodido cabo de Hornos? ¿O bombear el nuevo petróleo a través del istmo, con el tiempo que eso representa? ¿O que van a quedarse de brazos cruzados mientras les cobran quinientos dólares por cada contenedor japonés que llegue a Filadelfia sólo porque el jodido Canal ya no les sirve? ¿Quién es el principal usuario del Canal?
Una pausa en espera de un voluntario.
—Los yanquis —dijo algún valiente, y pagó la osadía.
—¿Los yanquis? ¡Que te crees tú eso! ¿Es que no has oído hablar de los pabellones de conveniencia, bendecidos ahora bajo el eufemismo de registros abiertos? ¿Quién es el verdadero dueño? Los japoneses y los chinos. ¿Quiénes son los hijos de puta que van a construir la próxima generación do cargueros aptos para la navegación por el Canal?
—Los japoneses —susurró alguien.
Un rayo de luz divino se abre paso a través de la ventana del taller de Pendel y se posa en su cabeza como una paloma blanca. La voz de Jonás adquiere un tono grandilocuente. Las palabras soeces, como notas superfluas, quedan excluidas.
—¿Quién posee la mejor tecnología, la más barata, la más rápida? Los americanos no, desde luego. Son los japoneses. ¿Quién tiene la mejor maquinaria pesada, los negociadores más sagaces? ¿Los mejores ingenieros, los organizadores y obreros mejor cualificados? —declama al oído de Pendel—. ¿Quién sueña noche y día con el control de la vía de navegación más prestigiosa del mundo? ¿Qué topógrafos e ingenieros están
en este mismo instante
perforando el terreno a centenares de metros de profundidad en el estuario del río Caimito para extraer muestras? ¿Creéis que van a desistir sólo porque los yanquis vinieron y arrasaron el país? ¿Creéis que van a doblegarse ante el Tío Sam, que van a disculparle por haber concebido la maliciosa idea de dominar el comercio mundial? ¿Los
japoneses
? ¿Creéis que van a rasgarse los quimonos por la catástrofe ecológica que representará unir dos océanos incompatibles que nunca han sido presentados el uno al otro? ¿Los
japoneses
? ¿Cuando su propia supervivencia depende de ello? ¿Creéis que van a echarse atrás sólo porque alguien se lo diga? ¿Los
japoneses
? Aquí no hablamos de geopolítica; hablamos de combustión. Y nosotros estamos aquí sentados esperando el estallido.
Alguien pregunta tímidamente qué papel desempeñarían los chinos en ese escenario, hermano Jonás. Es de nuevo Olaf, con su inglés de Oxford incólume:
—Porque, dime, amigo Jonás, ¿acaso no detestan los japoneses a los chinos? ¿Y no es mutuo el odio, de hecho? ¿Por qué van a quedarse los chinos mirando mientras los japoneses se llevan todo el poder y la gloria?
En la memoria de Pendel, Jonás es a estas alturas de la conversación todo tolerancia y cortesía.
—Porque los chinos, mi buen amigo Olaf, quieren lo mismo que los japoneses. Quieren expansión. Riqueza. Prestigio. Reconocimiento en los foros internacionales. Respeto por el hombre amarillo. Qué quieren los japoneses de los chinos, me preguntas, Te lo explicaré. En primer lugar, los quieren como vecinos. Después los quieren como compradores de los productos japoneses. Y por último los quieren como mano de obra barata para la fabricación de los antedichos productos. Los japoneses consideran a los chinos una subespecie, ¿comprendes?, y los chinos les devuelven el cumplido. Pero por el momento son hermanos de sangre, y somos nosotros, Olaf, los ilusos de ojos redondos, quienes vamos a tener que mamar de la peor teta.
El resto del discurso de Jonás llegó a Pendel en extremo tergiversado. Ni siquiera la pared de color gardenia estaba equipada para reparar el daño causado a su memoria por una mezcla de napalm y bebidas alcohólicas. Requirió la colaboración del fantasma de Benny, de pie junto a él, para improvisar el mensaje perdido: «Harry, muchacho, iré al grano, como hago siempre. Nos encontramos ante un descomunal timo comparable al del chico que vendió la torre Eiffel a compradores interesados, ante un complot de cinco estrellas suficiente para que tu amigo Andy salga corriendo a su banco. No es raro que Mickie Abraxas se haya mantenido
shtumm
por sus amigos porque esto es dinamita y además está en deuda con ellos. Harry, muchacho, lo he dicho antes y lo vuelvo a repetir, tienes más afluencia que Paganini y Gigli juntos, y lo único que necesitabas era que el autobús adecuado parase en la parada conveniente el día oportuno, y llegado el momento casi sin darte cuenta estarías ya en el camino correcto. Pues, bien, éste es el autobús en cuestión. Hablamos de un canal a nivel del mar, de costa a costa, con cuatrocientos metros de anchura, de construcción japonesa y tecnología punta, proyectado bajo el mayor secreto mientras los yanquis balbucean sobre las nuevas esclusas y la participación de su industria pesada, tal como en los viejos tiempos sólo que ahora contemplan el canal equivocado. Y la cúpula panameña, abogados, políticos y el club Unión, como de costumbre ha cerrado filas, porque están todos metidos hasta las cejas en el asunto, burlándose del Tío Sam y chupándoles la sangre a los japoneses. A eso súmale los astutos gabachos por los que tanto se interesa Andy, más el dinero de la droga colombiano para añadirle un toque siniestro, y Harry, muchacho, esto no tendrá nada que envidiarle a la Conspiración de la Pólvora, sólo que ¿quién va a pillarte esta vez con las cerillas en la mano? Nadie. ¿Y me preguntas por el coste, Harry, muchacho? ¿Estás diciéndome que los japoneses no pueden permitírselo? ¿Cuánto crees que costó el aeropuerto de Osaka? Treinta mil millones en billetes usados, Harry, muchacho, lo sé de buena fuente. Una ganga. ¿Y sabes cuánto costará un canal a nivel del mar? Tres aeropuertos de Osaka incluidos los permisos de construcción y los timbres. Harry, para ellos eso es la propina del restaurante. ¿Tratados, preguntas? ¿Compromisos por parte de los panameños de no echar a perder el Canal para el Tío Sam? Harry, muchacho, eso eran cosas del viejo Canal. Y ahí es donde van a depositar los panameños sus compromisos».
La pared de color gardenia tiene aún una última escena que ofrecerle.
Pendel y su anfitrión se hallan ante la puerta del emporio del señor Blüthner, despidiéndose varias veces.
—¿Sabes una cosa, Harry?
—¿Qué, señor B?
—Ese Jonás es el mayor farsante del mundo. No sabe nada de emulsiones y menos aún de la industria japonesa. En cuanto a sus sueños de expansión, sí, estoy de acuerdo. Los japoneses siempre han tenido una actitud irracional respecto del canal de Panamá. El problema es que para cuando ellos tengan el control, ya nadie utilizará grandes buques, y nadie necesitará petróleo porque dispondremos de fuentes de energía mejores, más limpias y más baratas. Y sobre esos minerales de que hablaba —negó con la cabeza—, si los necesitan, los buscarán más cerca de casa.
—¡Pero, señor B, se lo veía tan encandilado oyéndolo…!
El señor Blüthner sonrió pícaramente.
—Harry, te diré una cosa: mientras escuchaba a Jonás, oía a tu tío Benny y recordaba lo mucho que le fascinaba un timo. ¿Y bien? ¿Te unes a nuestra modesta Hermandad?
Pero Pendel por una vez es incapaz de decir lo que el señor Blüthner quiere oír.
—Aún no estoy preparado, señor B —responde con seriedad—. Tengo que madurar. Estoy en ello y lo conseguiré. Y cuando llegue el momento y esté ya preparado, volveré en el acto.
Pero ya estaba preparado. Su conspiración se había puesto en marcha, con o sin emulsiones. El gato negro de la ira se limpiaba las garras para la batalla.
Días, había dicho Pendel a Osnard. Necesitaré unos días. Días de mutua consideración y renovación conyugal en los que Pendel, marido y amante, reconstruye los puentes caídos entre él y su esposa y, sin ocultar nada, la lleva a sus reinos más ocultos, nombrándola confidente, ayudante y compañera de espionaje al servicio de su visión global.
Y del mismo modo que Pendel se ha rehecho para Louisa, rehace también a Louisa para el mundo. Ya no hay más secretos entre ellos. Todo se sabe, todo se comparte, están por fin unidos, escucha jefe y subinformadora, atentos el uno al otro, y los dos a Osnard, socios sinceros y comprometidos en una gran empresa. Tienen muchas cosas en común. Delgado, su fuente común de información sobre el destino de la noble nación panameña. Londres, su común y exigente patrón. La civilización anglosajona en juego, hijos que proteger, una red de extraordinarios subinformadores a quienes dar aliento, una vil conspiración japonesa que desbaratar, un Canal común que salvaguardar. ¿Qué mujer que se precie, qué madre, qué heredera de las guerras de sus progenitores no acudiría a la llamada, no se envolvería en el manto, no empuñaría la daga, no espiaría sin descanso a los usurpadores del Canal? A partir de ahora la visión global regirá sus vidas por completo. Todo quedará subordinado a ella, cada palabra casual e incidente azaroso será tejido en el celestial tapiz. Concebido por Jonás, recuperado por Pendel, pero en lo sucesivo con Louisa como vestal. Será Louisa, con el auxilio de Delgado, quien se alce ante ese tapiz, sosteniendo valerosamente la lámpara.
Y si Louisa no está enterada con tal lujo de detalle de su elevada condición, al menos debe de haber quedado impresionada por el sinfín de nimias atenciones que su rango comporta.
Cancelando sus compromisos secundarios y cerrando la sala de reunión por las tardes, Pendel corre a casa para mimar y observar a su agente en ciernes, estudiar sus pautas de comportamiento y conocer los pormenores de su existencia cotidiana en su lugar de trabajo, especialmente su relación con su venerado, altruista, respetado y —desde la celosa perspectiva de Pendel— en extremo sobre valorado jefe, Ernesto Delgado.
Hasta ahora, se teme, ha amado a su esposa sólo como un concepto, como un modelo de sencillez que complementaba su propia complejidad. Pero desde hoy dejará de lado el amor conceptual y se dedicará a conocerla tal como es. Hasta ahora cuando sacudía los barrotes del matrimonio era para intentar salir. Ahora intenta entrar. Ningún detalle de su vida diaria es demasiado insignificante para él: cada comentario sobre su incomparable jefe, sus idas y venidas, sus llamadas telefónicas, sus compromisos, sus conferencias, sus manías y sus rarezas. La menor anomalía en la rutina cotidiana de Delgado, el nombre y posición del más fortuito visitante que pasa por el despacho de Louisa camino de una audiencia con el gran hombre —todas las trivialidades que hasta la fecha Pendel había escuchado cortésmente con un solo oído— se convierten para él en asuntos de tal interés que de hecho debe moderar su curiosidad por temor a despertar sospechas en Louisa. Por la misma razón, sus continuas anotaciones tienen lugar en condiciones operacionales: agazapado en su estudio (unas cuantas facturas pendientes, cariño) o en el cuarto de baño (no sé qué debo de haber comido, ¿crees que habrá sido el pescado?).