En el campo, la señora de Marsantes era adorada por el bien que hacía, pero sobre todo porque la pureza de una sangre en que desde muchas generaciones atrás no se encontraba sino cuanto hay de más grande en la historia de Francia, había quitado a su manera de ser todo lo que la gente del pueblo llama «ínfulas» y le había dado una sencillez perfecta. No temía abrazar a una pobre mujer que era desgraciada y decirle que fuese a buscar un carro de leña al castillo. Era, se decía, la perfecta cristiana. Estaba empeñada en hacer contraer un matrimonio colosalmente rico a Roberto. Ser gran señora es jugar a la gran señora; es decir, por una parte, jugar a la sencillez. Es un juego que sale extremadamente caro, tanto más cuanto que la sencillez no encanta sino a condición de que los demás sepan que podríais no ser sencillos; es decir, que sois riquísimos. Más tarde me dijeron, cuando conté que la había visto: «Debe usted de haberse dado cuenta de que ha sido encantadora». Pero la verdadera belleza es tan particular, tan nueva, que no se la reconoce como tal belleza. Ese día me dije solamente que tenía una nariz chiquitina, los ojos muy azules, el cuello largo y la expresión triste.
—Oye —dijo la señora de Villeparisis a la duquesa de Guermantes—, creo que voy a recibir dentro de un momento la visita de una mujer a quien no quieres conocer; prefiero avisártelo para que no te moleste. Por lo demás, puedes estar tranquila; no volveré nunca a recibirla en mi casa en lo sucesivo, pero tiene que venir por una sola vez hoy. Es la mujer de Swann.
La señora de Swann, al ver las proporciones que tomaba la cuestión Dreyfus, y temiendo que el origen de su marido se volviese contra ella, le había suplicado que no hablase nunca de la inocencia del condenado. Cuando no estaba él delante, iba aún más lejos, y hacía profesión del más ardiente nacionalismo; no hacía más que seguir en esto, por lo demás, a la señora de Verdurin, en quien se había despertado un antisemitismo burgués y latente, y había llegado a una verdadera exasperación. La señora de Swann había conseguido, gracias a esta actitud, entrar en algunas de las Ligas de mujeres del mundo antisemita que empezaba a formarse, y había trabado relaciones con muchas personas de la aristocracia. Puede parecer extraño que, lejos de imitarlas, la duquesa de Guermantes, tan amiga de Swann, se hubiese resistido siempre, por el contrario, al deseo, que él no le había ocultado, de presentarla a su mujer. Pero más tarde se verá que esto era un reflejo del carácter particular de la duquesa, que juzgaba que «no tenía» que hacer tal o cual cosa e imponía con despotismo lo que había decidido su «libre arbitrio» mundano, muy arbitrario.
—Le agradezco que me haya avisado —dijo la duquesa—. Me sería muy desagradable, en efecto. Pero como la conozco de vista, me levantaré a tiempo.
—Te aseguro, Oriana, que es muy agradable; es una mujer excelente.
—No lo dudo, pero no siento ninguna necesidad de cerciorarme de ello por mí misma.
—¿Estás invitada en casa de lady Israël? —preguntó la señora de Villeparisis a la duquesa, por cambiar de conversación.
—¡Pero si, a Dios gracias, no la conozco! —respondió la señora de Guermantes—. A quien hay que preguntarle eso es a María-Aynard. Ella la conoce, y siempre me he preguntado por qué.
—La he conocido, en efecto —respondió la señora de Marsantes—; confieso mis errores. Pero estoy decidida a no volver a tratarla. Parece que es una de las peores, y que no se recata. Por lo demás, hemos sido todos demasiado confiados, demasiado hospitalarios. No volveré a tratar a nadie de ese pueblo. Mientras teníamos antiguos primos de provincias, de nuestra misma sangre, a los que cerrábamos nuestra puerta, se la abríamos a los judíos. Ahora vemos su agradecimiento. ¡Ay!, yo nada tengo que decir: tengo un hijo adorable, y que, como un chiquillo loco que es, suelta todas las insensateces posibles —añadió al oír que el señor de Argencourt había hecho alusión a Roberto—. Pero, a propósito de Roberto, ¿no lo ha visto usted? —preguntó a la señora de Villeparisis—; como hoy es sábado, pensé que habría podido pasar veinticuatro horas en París, y en ese caso habría venido seguramente a verla a usted.
En realidad, la señora de Marsantes pensaba que su hijo no tendría licencia; pero como, en todo caso, sabía que, de tenerla, no habría venido a casa de la señora de Villeparisis, esperaba, aparentando creer que lo hubiese encontrado aquí, hacerle perdonar por su susceptible tía todas las visitas que no le había hecho.
—¡Roberto aquí! ¡Pero si ni siquiera me ha puesto dos líneas! Creo que no le he visto desde Balbec.
—¡Está tan ocupado, tiene tanto que hacer! —dijo la señora de Marsantes.
Una imperceptible sonrisa hizo ondular las pestañas de la señora de Guermantes, que miró al círculo que con la punta de su sombrilla trazaba en la alfombra. Cada vez que el duque había abandonado demasiado abiertamente a su mujer, la señora de Marsantes había abrazado ostensiblemente, en contra de su propio hermano, la causa de su cuñada. Esta guardaba de esa protección un recuerdo reconocido y rencoroso, y sólo a medias le molestaban las calaveradas de Roberto. En ese momento, abriéndose de nuevo la puerta, entró éste.
—¡Hombre, en hablando del Saint-Loup!… —dijo la señora de Guermantes
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La señora de Marsantes, que estaba de espaldas a la puerta, no había visto entrar a su hijo. Cuando se dio cuenta de su llegada, la alegría batió en aquella madre, verdaderamente, como un aletazo; el cuerpo de la señora de Marsantes se irguió a medias, su semblante palpitó y ponía en Roberto unos ojos maravillados:
—¡Cómo, has venido! ¡Qué felicidad! ¡Qué sorpresa!
—¡Ah!,
en hablando del Saint-Loup,
¡ya comprendo! —dijo el diplomático belga riéndose a carcajadas.
—Es delicioso —replicó secamente la señora de Guermantes, que detestaba los juegos de palabras y si había arriesgado éste era solamente como burlándose de sí misma.
—¡Hola, Roberto! —dijo—. ¡Así se olvida a la tía!
Charlaron juntos un instante, sin duda acerca de mí, porque mientras Saint-Loup se acercaba a su madre, la señora de Guermantes se volvió hacia mí.
—Buenas tardes, ¿cómo está usted? —me dijo.
Dejó de llover sobre mí la luz de su mirada azul, vaciló un instante, desplegó y tendió el tallo de su brazo, inclinó hacia delante su cuerpo, que volvió a erguirse rápidamente hacia atrás como un arbusto que se ha tendido y que, al dejarlo libre, vuelve a su posición natural. Así operaba bajo el fuego de las miradas de Saint-Loup, que la observaba y hacía a distancia esfuerzos desesperados por conseguir un poco más aún de su tía. Temiendo que la conversación decayese, vino a alimentarla y respondió por mí:
—No se encuentra muy bien, está un poco cansado; por lo demás, acaso se encontrase mejor si te viese más a menudo, porque no te he de ocultar que le gusta mucho verte.
—¡Ah!, es muy amable —dijo la señora de Guermantes en un tono voluntariamente trivial, como si yo le hubiese llevado su abrigo—. Me siento muy halagada.
—Mira, me voy un poco junto a mi madre; te dejo mi silla —me dijo Saint-Loup, obligándome así a sentarme al lado de su tía.
Callamos los dos.
—Le veo a usted algunas veces por la mañana —me dijo ella como si fuese una novedad que me hubiese hecho saber y como si yo no la viese a ella—. Eso sienta muy bien a la salud.
—Oriana —dijo a media voz la señora de Marsantes—, decía usted que iba a ver a la señora de Saint-Ferréol. ¿Sería usted tan amable que le dijese que no me espere a cenar? Me quedaré en casa, ya que tengo aquí a Roberto. Incluso, si me atreviera, le pediría a usted que dijese, al pasar por casa, que compren en seguida de esos cigarros que le gustan a Roberto; se llaman «Coronas»; no hay otros.
Roberto se acercó; había oído únicamente el nombre de la señora de Saint-Ferréol.
—¿Quién es esa señora de Saint-Ferréol? —preguntó en tono de extrañeza y de decisión, porque afectaba ignorar todo lo que concernía al gran mundo.
—Pero, bueno, querido; sabes perfectamente —dijo su madre— que es la hermana de Vermandois; fue la que te regaló aquel juego de billar tan bonito y que tanto te gustaba.
—¡Cómo!, ¿es la hermana de Vermandois? No tenía la menor idea de ello. ¡Ah, mi familia es estupenda! —dijo volviéndose a medias hacia mí y adoptando, sin darse cuenta de ello, las entonaciones de Bloch, del mismo modo que se apropiaba sus ideas—; conoce una gente inaudita, una gente que se llama sobre poco más o menos Saint-Ferréol —recalcando la última consonante de cada palabra—, va a los bailes, se pasea en
victoria,
lleva una existencia fabulosa. ¡Es prodigioso!
La señora de Guermantes hizo con la garganta ese ruido ligero, breve y fuerte, como de una sonrisa que uno se traga y que estaba destinado a demostrar que tomaba parte, en la medida en que el parentesco la obligaba a ello, en el ingenio de su sobrino. En esto anunciaron que el príncipe de Faffensheim-Munsterburg-Weinigen enviaba a decir al señor de Norpois que acababa de llegar.
—Vaya usted a buscarlo, caballero —dijo la señora de Villeparisis al viejo embajador, que se precipitó al encuentro del primer ministro alemán.
Pero la marquesa volvió a llamarle:
—Espere usted, caballero; ¿debo enseñarle la miniatura de la emperatriz Carlota?
—¡Ah! Me figuro que le encantará —dijo el embajador en tono convencido y como si envidiase al afortunado ministro por el favor que le esperaba.
—¡Ah! Ya sé que es muy
sensato
—dijo la señora de Marsantes—, y eso es tan raro en los extranjeros… Pero estoy bien informada. Es el antisemitismo en persona.
El nombre del príncipe conservaba en la franqueza con que sus primeras sílabas eran —como se dice en música— atacadas, y en la tartajeante repetición que las escandía, el impulso, la ingenuidad amanerada, las pesadas «delicadezas» germánicas proyectadas como ramajes verdeantes sobre el «Hein» de esmalte azul oscuro que desplegaba el misticismo de una vidriera renana, tras los dorados pálidos y finamente cincelados del siglo XVIII alemán. Este nombre contenía, entre los diversos de que estaba formado, el de una pequeña ciudad-balneario alemana adonde, de muy niño, había ido yo con mi abuela, al pie de una montaña honrada por los paseos de Goethe, y de unos viñedos cuyos caldos ilustres —de un nombre compuesto y resonante como los epítetos que Homero da a sus héroes— bebíamos en el Kurhof. Así, apenas hube oído pronunciar el nombre del príncipe, cuando, antes de haberme acordado de la estación termal, me pareció que disminuía, que se impregnaba de humanidad, que encontraba suficientemente grande para él un pequeño lugar en mi memoria, a la que se adhirió, familiar, vulgar, pintoresco, sabroso, ligero, con no sé qué de autorizado, de prescrito. Más aún, al explicar el señor de Guermantes quién era el príncipe, citó algunos de sus títulos, y reconocí el nombre de una ciudad atravesada por el río, por donde todas las tardes, acabada la cura, me paseaba en barca, hendiendo nubes de mosquitos; y el de un bosque suficientemente lejano para que el médico no me hubiera permitido ir hasta él de paseo. Y, en efecto, era comprensible que el poder feudal del señor se extendiese hasta los lugares circunvecinos y asociase de nuevo en la enumeración de sus títulos los nombres que podían leerse unos al lado de otros en un mapa. Así, bajo la visera del príncipe del Sacro Imperio y del escudero de Franconia, lo que vi fue la faz de una tierra querida en que se habían detenido a menudo para mí los rayos del sol de las seis, por lo menos antes de que el príncipe, ringrave y elector palatino, hubiese entrado. Porque a los pocos instantes supe que los espectros que sacaba de la selva y del río, poblados de gnomos y de ondinas, de la montaña encantada en que se alza el viejo burgo que guarda el recuerdo de Lutero y de Luis el Germánico, los utilizaba él para tener cinco automóviles Charron, un hotel en París y otro en Londres, un palco los lunes, en la Opera y otro en los «martes» de los «Franceses». No me parecía, y él mismo no parecía creerlo, que se diferenciase de otros hombres de la misma posición y de la misma edad dotados de un origen menos poético. Tenía su misma cultura, su mismo ideal; se alegraba de su rango, pero solamente por las ventajas que le confería, y no tenía más que una ambición en la vida: la de ser elegido miembro correspondiente de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, por cuya razón había venido a casa de la señora de Villeparisis. Si él, cuya mujer estaba al frente del cotarro más cerrado de Berlín, había solicitado ser presentado en casa de la marquesa, no era porque en el primer momento hubiera sentido deseos de semejante cosa. Roído desde hacía años por esa ambición de entrar en el Instituto, nunca había podido, desgraciadamente, ver subir a más de cinco el número de los académicos que estaban dispuestos a votarle. Sabía que el señor de Norpois disponía él solo de una decena de votos, por lo menos, a los que era capaz, gracias a hábiles transacciones, de añadir otros. Así, el príncipe, que le había conocido cuando los dos eran embajadores en Rusia, había ido a verle y había hecho cuanto había podido por conciliárselo. Pero en vano había multiplicado las amabilidades, en vano había hecho obtener al marqués condecoraciones rusas y que le citasen en artículos de política extranjera; se había encontrado frente a un ingrato, un hombre para quien todas estas atenciones parecía como si no constasen, que no había hecho avanzar ni un paso su candidatura, que ni siquiera le había prometido su voto. Claro está que el señor de Norpois le recibía con extremada urbanidad, que ni aun quería que se molestase y «se tomara el trabajo de ir hasta su puerta», que iba en persona al hotel del príncipe y cuando el caballero teutónico había lanzado: «Me gustaría mucho ser colega de usted», respondía en tono convencido: «¡Ah, sería muy feliz con ello!». Y sin duda que un ingenuo, un doctor Cottard, se hubiera dicho: «Vamos a ver: está aquí, en mi casa, ha sido él quien se ha empeñado en venir, porque me considera como un personaje más importante que él, me dice que sería feliz con que yo fuese de la Academia; así como así, las palabras tienen un sentido, ¡qué diablo!; indudablemente, si no me propone que votará por mí es porque no piensa en ello. Habla demasiado de mi gran poder, debe de creer que las alondras me caen asadas del cielo, que tengo tantos votos como quiero, y por eso no me ofrece el suyo, pero no tengo más que ponerle entre la espada y la pared, aquí, entre los dos, y decirle: ‘Bueno, vote usted por mí’, y se verá obligado a hacerlo».