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Authors: Kurt Vonnegut
Winston Niles Rumfoord y su perro Kazak viven en una nave dentro de una singularidad espaciotemporal que les permite viajar por el tiempo y el espacio, pero no pueden permanecer más que unos pocos minutos en cada sitio. Esta visión del pasado, del presente y del futuro les permite crear en la Tierra una religión universal y unificadora, capaz de garantizar los milagros y la predicción del futuro: la Iglesia del Dios Indiferente. Pero ¿quién ha secuestrado a la esposa de Rumfoord y al millonario Malachi Constant? ¿Quién está detrás del ejército que se prepara en Marte para invadir la Tierra? ¿Hay vida inteligente en el universo?
Kurt Vonnegut
Las sirenas de Titán
ePUB v1.0
outis16.03.12
Título original:
The sirens of Titan
Año de publicación: 1959
Traducción: Aurora Bernárdez
«Cada hora que pasa el Sistema Solar se acerca ochenta mil kilómetros al Cúmulo Globular M13 de Hércules... y todavía algunos extraviados insisten en que el llamado progreso no existe».
RANSOM K. FERM
DEDICATORIA:
A Alex Vonnegut, agente especial, con afecto.
Todas las personas, lugares y acontecimientos de este libro son reales. Ciertas palabras e ideas son forzosamente construcciones del autor. No se han cambiado los nombres para proteger al inocente, pues como mera cuestión de rutina celestial, Dios Todopoderoso protege al inocente.
«Supongo que hay alguien, allá arriba a quien le gusto».
MALACHI CONSTANT
Ahora todos saben cómo encontrar el sentido de la vida dentro de uno mismo.
Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro.
No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma.
Las religiones de pacotilla eran el gran negocio.
La humanidad, ignorante de las verdades que yacen dentro de cada ser humano, miraba hacia afuera, pujaba siempre hacia afuera. En su impulso hacia afuera la humanidad confiaba en llegar a saber quién era el responsable de toda la creación y en qué consistía toda la creación.
La humanidad lanzaba sus agentes de avanzada hacia afuera, hacia afuera. En el momento preciso los lanzó al espacio, al incoloro, insípido, ingrávido mar de la exterioridad sin fin. Los lanzó como piedras.
Esos desdichados agentes encontraron lo que ya habían encontrado abundantemente en la Tierra: una pesadilla sin fin, falta de sentido. Los dones del espacio, de la infinita exterioridad, eran tres: heroísmo vacío, comedia barata y muerte fútil.
La exterioridad perdió, por fin, sus imaginarios atractivos.
Sólo quedaba por explorar la interioridad.
Sólo el alma humana seguía siendo
terra incógnita.
Este fue el comienzo de la virtud y la sabiduría.
¿Cómo eran las gentes en los viejos tiempos, con sus almas todavía inexploradas?
La siguiente es una verdadera historia de la Época de la Pesadilla, comprendida, año más, año menos, entre la Segunda Guerra Mundial y la Tercera Gran Depresión.
Había una multitud.
La multitud se había reunido porque iba a producirse una materialización. Un hombre y un perro se materializarían, saldrían del aire sutil, vapores al principio, tan sustanciales al final como cualquier hombre y perro vivientes.
La multitud no conseguiría ver la materialización. La materialización era estrictamente asunto privado, en propiedad privada, y la multitud no estaba, decididamente, invitada a recrearse los ojos.
La materialización, como una ejecución moderna, civilizada, iba a producirse entre paredes altas, desnudas, custodiadas. Y del otro lado de las paredes la multitud era como la multitud que está del otro lado de las paredes en una ejecución.
La multitud sabía que no iba a ver nada, pero sus integrantes se complacían en estar cerca, en contemplar las desnudas paredes e imaginar lo que estaba sucediendo adentro. Los misterios de la materialización, como los misterios de una ejecución, eran encarecidos por la pared; diapositivas de la linterna mágica de una imaginación enfermiza, diapositivas proyectadas por la multitud en las desnudas paredes de piedra, los volvían pornográficos.
La ciudad era Newport, Rhode Island, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea. Las paredes eran las de la propiedad de Rumfoord.
Diez minutos antes de que la materialización hubiera de producirse, unos agentes de policía difundieron el rumor de que la materialización había ocurrido prematuramente, fuera de las paredes, y que el hombre y su perro podían verse tan claros como el día a dos cuadras de distancia. La multitud se precipitó para ver el milagro en el cruce.
La multitud se volvía loca por los milagros. En el extremo más alejado de la multitud había una mujer que pesaba ciento cincuenta kilos. Tenía bocio, una manzana acaramelada y una niña gris de seis años. Llevaba a la niña de la mano y se abría paso a empujones, como una pelota en la punta de un elástico.
—Wanda June —dijo—, si no empiezas a portarte bien, no te traeré nunca más a una materialización.
Las materializaciones se habían producido durante nueve años, una cada cincuenta y nueve días. Los hombres más doctos y valiosos del mundo habían suplicado conmovedoramente por el privilegio de ver una materialización. Cualquiera que fuese la forma de sus peticiones, la respuesta era tajante. La negativa era siempre la misma, de puño y letra de la secretaria social de Mrs. Rumfoord.
A pedido de Mrs. Winston Niles Rumfoord, le comunico que no puede extenderle la invitación que usted solicita. La señora está segura de que usted comprenderá su sentir en esta cuestión: que el fenómeno que usted desea observar es un trágico asunto de familia, que no se presta en absoluto a ser visto por extraños, por muy noble que sea el motivo de su curiosidad.
Ni Mrs. Rumfoord ni su personal respondieron a ninguna de las decenas de miles de preguntas que se les hicieron sobre las materializaciones. Mrs. Rumfoord consideraba que debía muy poco al mundo en materia de información. Cumplía esa obligación incalculablemente pequeña comunicando un informe veinticuatro horas después de cada materialización. Nunca pasaba de unas cien palabras. El mayordomo lo depositaba en una caja de vidrio encadenada a la pared próxima a la única entrada de la propiedad.
La única entrada de la propiedad era una puerta como para Alicia en el País de las Maravillas, situada en la pared oeste. Tenía apenas un metro y medio de alto. Era de hierro y estaba cerrada con una gran cerradura Yale.
Los anchos portones de la propiedad habían sido tapiados.
Los informes que aparecían en la caja de vidrio junto a la puerta de hierro eran uniformemente glaciales y displicentes. Lo que decían sólo servía para entristecer a quien tuviera una pizca de curiosidad. Comunicaban la hora exacta en que Winston, el marido de Mrs. Rumfoord, y su perro Kazak, se habían materializado, y la hora exacta en que se habían desmaterializado. El estado de salud del hombre y su perro era invariablemente calificado de
bueno.
Los informes daban a entender que el marido de Mrs. Rumfoord podía ver el pasado y el futuro con claridad, pero no se molestaban en dar ejemplos de visiones en ninguno de los dos sentidos.
La multitud había sido engañada para apartarla de la propiedad a fin de que pudiera llegar sin inconvenientes hasta la puertecita de hierro de la pared occidental una
limousine
alquilada.
De la
limousine
salió un hombre delgado, vestido como un dandy eduardiano, que mostró un papel al policía guardián de la entrada. Estaba disfrazado con una barba postiza y anteojos oscuros.
El policía asintió con un gesto y el hombre abrió la puerta con una llave que sacó del bolsillo. Se precipitó adentro y cerró tras de sí con un portazo. La
limousine
se fue.
¡Cuidado con el perro!,
decía un cartel sobre la puertecita de hierro. Los resplandores del atardecer de verano temblaron entre los filos y las puntas de vidrio roto incrustadas en el cemento, en lo alto de la pared. El hombre que había entrado era la primera persona invitada por Mrs. Rumfoord a una materialización. No era un gran hombre de ciencia. Ni siquiera era un hombre educado. Había sido expulsado de la Universidad de Virginia al promediar su primer año de estudios. Era Malachi Constant, de Hollywood, California, el más rico de los norteamericanos y famoso libertino.
¡Cuidado con el perro!,
decía el cartel por fuera de la puertecita de hierro. Pero del lado de adentro sólo había el esqueleto de un perro. Llevaba un collar erizado de púas y encadenado a la pared. Era el esqueleto de un perro muy grande, un mastín. Los largos dientes encajaban como en un engranaje. El cráneo y las mandíbulas formaban una máquina, astutamente articulada e inocua, de desgarrar carne. Las mandíbulas se cerraban con un chasquido. Aquí habían estado los ojos brillantes, allí las agudas orejas, allá el suspicaz hocico, aquí el cerebro del carnívoro. Cuerdas de músculos, enganchados aquí y allá, juntaban los dientes a través de la carne con un chasquido.
El esqueleto era simbólico, como un pretexto, un tema de conversación propuesto por una mujer que no hablaba con casi nadie. Allí, junto a la pared, no había muerto ningún perro en su puesto. Mrs. Rumfoord había comprado los huesos a un veterinario, los había mandado blanquear y barnizar y los había hecho armar con alambres. El esqueleto era uno de los muchos comentarios amargos y oscuros de Mrs. Rumfoord sobre las bromas pesadas que el tiempo y su marido le habían jugado.
Mrs. Winston Niles Rumfoord tenía diecisiete millones de dólares. Mrs. Winston Niles Rumfoord ocupaba la posición social más alta que se pudiera tener en los Estados Unidos de Norteamérica. Mrs. Winston Niles Rumfoord era sana y bella, y además talentosa. Tenía talento de poeta. Había publicado anónimamente un delgado volumen de poemas titulado
Entre Tímido y Tombuctu.
El libro había recibido una discreta acogida.
El título derivaba del hecho de que, en inglés, todas las palabras entre
timid
(tímido) y
Timbuktu
(Tombuctu) en los diccionarios abreviados, se relacionan con el tiempo
(time).
Pero a pesar de estar tan bien dotada, Mrs. Rumfoord hacía cosas turbias como encadenar el esqueleto de un perro a la pared, tapiar los portones de la propiedad, permitir que los famosos y convencionales jardines se convirtieran en una selva de New England. Moraleja: El dinero, la posición, la salud, la belleza y el talento no son nada.
Malachi Constant, el más rico de los norteamericanos, cerró tras de sí la puerta de Alicia en el País de las Maravillas. Colgó los anteojos oscuros y la barba postiza en la hiedra de la pared. Dejó atrás vivamente el esqueleto del perro, mirando al mismo tiempo su reloj que funcionaba con energía solar. Dentro de siete minutos, un mastín viviente llamado Kazak se materializaría y andaría vagando por allí.
«Kazak muerde», había dicho Mrs. Rumfoord en su invitación, «le ruego que sea puntual».