—¡Pero es muy halagüeño eso de parecerse a una reina! —dijo el historiador de la Fronda.
—¡Oh, por Dios, caballero, los reyes y las reinas no son ninguna gran cosa en nuestra época! —dijo el señor de Guermantes, porque tenía la pretensión de ser un espíritu libre y moderno, y también porque no pareciese que hacía caso de las relaciones regias, que tenía en gran estima.
Bloch y el señor de Norpois, que se habían puesto en pie, se encontraron más cerca de nosotros.
—¿Le ha hablado usted de la cuestión Dreyfus, caballero? —dijo la señora de Villeparisis.
El señor de Norpois alzó los ojos al cielo, pero sonriendo, como para ponerle por testigo de la enormidad de los caprichos a que su Dulcinea le imponía el deber de obedecer. Con todo, habló a Bloch, con mucha afabilidad, de los años espantosos, mortales acaso, por que pasaba Francia. Como esto significaba probablemente que el señor de Norpois (al cual, sin embargo, había dicho Bloch que creía en la inocencia de Dreyfus) era ardientemente antidreyfusista, la amabilidad del embajador, la apariencia que tenía de dar la razón a su interlocutor, de no dudar que fuesen del mismo parecer, de ligarse a él en complicidad para abrumar al Gobierno, halagaban la vanidad de Bloch y excitaban su curiosidad. ¿Cuáles eran los puntos importantes que el señor de Norpois no especificaba, pero en los que parecía implícitamente admitir que se hallaban de acuerdo él y Bloch, qué opinión era, por ende, la que tenía de la cuestión que pudiese unirles? Bloch estaba tanto más asombrado del maravilloso acuerdo que parecía existir entre él y el señor de Norpois cuanto que ese acuerdo se refería exclusivamente a la política, ya que la señora de Villeparisis le había hablado con bastante extensión al señor de Norpois de los trabajos literarios de Bloch.
—Usted no es de su tiempo —dijo a éste el antiguo embajador—, y le felicito por ello; no es usted de este tiempo en que ya no existen los estudios desinteresados, en que ya no se vende al público más que obscenidades o inepcias. Esfuerzos como los de usted debían ser alentados si tuviésemos un gobierno.
Bloch se sentía lisonjeado por ser el único que sobrenadase en el naufragio universal. Pero también en este punto hubiera deseado precisión, saber de qué inepcias quería hablar el señor de Norpois. Bloch tenía la sensación de estar trabajando en el mismo sentido que otros muchos, no se había creído tan excepcional. Volvió a la cuestión de Dreyfus, pero no pudo llegar a poner en claro la opinión del señor de Norpois. Trató de hacerle hablar de los oficiales cuyos nombres, traídos y llevados por los periódicos en aquel momento, excitaban la curiosidad más que los políticos barajados en el mismo asunto, porque no eran ya conocidos como éstos, y con un traje especial, desde el fondo de una vida diferente y de un silencio religiosamente observado, acababan únicamente de surgir y de hablar, como Lohengrin al bajar de una barquilla tirada por un cisne. Bloch había podido, gracias a un abogado nacionalista a quien conocía, entrar a varias audiencias del proceso Zola. Llegaba por la mañana, para no salir de allí hasta la anochecida, con una provisión de
sandwichs
y una botella de café, como si fuera al concurso general o a los ejercicios de composición del bachillerato, y como este cambio de costumbres despertaba el eretismo nervioso que el café y las emociones del proceso llevaban al colmo, salía de allí tan enamorado de todo lo que había pasado, que al atardecer, de vuelta a su casa, quería volver a sumergirse en el hermoso sueño y corría a encontrarse de nuevo en un café frecuentado por los dos partidos, con camaradas con quienes volvía a hablar sin fin de lo que había pasado durante el día, y reparaba con una cena que pedía en un tono imperioso que le daba la ilusión del poder, el ayuno y las fatigas de una jornada comenzada tan temprano y en la que no había almorzado. El hombre que se mueve perpetuamente entre los dos planos de la experiencia y de la imaginación quisiera profundizar en la vida ideal de la gente a quien conoce y conocer a los seres cuya vida ha tenido que imaginarse. A las preguntas de Bloch, el señor de Norpois respondió:
—Hay dos oficiales complicados en el asunto en curso, de los cuales he oído hablar en otro tiempo a un hombre cuyo juicio me inspiraba gran confianza y que los tenía en mucha estima (el señor de Miribel): son el teniente coronel Henry y el teniente coronel Picquart.
—Pero —exclamó Bloch— la divina Atenea, hija de Zeus, ha puesto en el espíritu de cada uno de ellos lo contrario de lo que yace en el espíritu del otro. Y luchan el uno contra el otro cual dos leones. El coronel Picquart tenía una magnífica posición en el ejercicio, mas su Moira le ha llevado a la parte que no era la suya. La espada de los nacionalistas desgarrará su delicado cuerpo, y servirá de pasto a los animales carniceros y a las aves que se alimentan de la grasa de los muertos.
El señor de Norpois no respondió nada.
—¿De qué están picoteando esos ahí aparte, metidos en un rincón? —preguntó el señor de Guermantes a la señora de Villeparisis, señalando al señor de Norpois y a Bloch.
—De la cuestión Dreyfus.
—¡Ah, diablo! A propósito, ¿sabía usted quién es partidario rabioso de Dreyfus? A ver si lo adivina. ¡Mi sobrino Roberto! Le diré incluso que en el
Jockey,
cuando se supieron esas proezas suyas, hubo un motín, un verdadero tole tole. Como le presentan dentro de ocho días…
—Evidentemente —interrumpió la duquesa—, si son todos como Gilberto, que ha sostenido siempre que había que reexpedir todos los judíos a Jerusalén…
—¡Ah! Entonces el príncipe de Guermantes está completamente de acuerdo con mis ideas —terció el señor de Argencourt.
El duque se pavoneaba con su mujer, pero no le tenía ninguna simpatía. Muy
suficiente,
aborrecía verse interrumpido; además, en su vida conyugal tenía la costumbre de mostrarse desabrido con ella. Agitado por una doble cólera de mal marido a quien se habla y de buen conversador a quien no se escucha, se paró en seco y lanzó a la duquesa una mirada que dejó cortado a todo el mundo.
—¿A qué viene hablarnos de Gilberto y de Jerusalén? —dijo por fin—. No se trata de eso. Pero —añadió en tono más moderado— confesará usted que si rechazasen a uno de los nuestros en el
Jockey,
y sobre todo a Roberto, cuyo padre ha sido por espacio de diez años presidente de aquéllo, sería el colmo. Qué quiere usted, eso les ha hecho aguantarse al tiro, toda aquella gente ha abierto unos ojos como platos. No puedo negar que tienen razón; personalmente, bien sabe usted que no tengo ningún prejuicio de razas, me parece que eso no es propio de nuestra época y yo tengo la pretensión de ir con mi tiempo, pero al fin y al cabo, ¡qué diablo! ¡Qué quiere usted que le diga!, cuando uno se llama el marqués de Saint-Loup, no se es dreyfusista.
El señor de Guermantes pronunció las palabras «cuando se llama uno el marqués de Saint-Loup» enfáticamente. Sabía perfectamente, sin embargo, que era mucho más aún llamarse «el duque de Guermantes». Pero si su amor propio tenía tendencia a exagerar más bien la superioridad del título de duque de Guermantes sobre todos los demás, quizá no fuese tanto las reglas del buen gusto como las leyes de la imaginación lo que le movía a disimularlo. Todo el mundo ve más hermoseado aquello que ve a distancia, lo que ve en los demás. Porque las leyes generales que regulan la perspectiva en la imaginación se aplican tanto a los duques como al resto de los hombres. No sólo las leyes de la imaginación, sino las del lenguaje. Ahora bien; aquí podía aplicarse una u otra de las dos leyes del lenguaje: una exige que se exprese uno como las gentes de su clase mental y no de su casta originaria. Debido a esto, el señor de Guermantes podía ser en sus expresiones, incluso cuando quería hablar de la nobleza, tributario de ínfimos burgueses que habrían dicho: «Cuando uno se llama el duque de Guermantes», mientras que un hombre culto, un Swann, un Legrandin, no lo hubieran dicho. Un duque puede escribir novelas de tendero, incluso sobre costumbres del gran mundo, porque los pergaminos no sirven de nada en ese terreno, y los escritos de un plebeyo pueden merecer el epíteto de aristocráticos. Cuál fuese en ese caso el burgués a quien había oído decir el señor de Guermantes: «Cuando uno se llama» era cosa de que, sin duda, no sabía nada. Pero otra ley del lenguaje es que de tiempo en tiempo, de igual modo que hacen su aparición y se alejan ciertas enfermedades de que ya no se vuelve a oír hablar luego, nacen, no se sabe bien cómo, sea espontáneamente, sea por obra de una casualidad como la que hizo germinar en Francia una mala hierba de América cuya semilla, prendida al pelo de una manta de viaje, había caído en el terraplén de una vía férrea, mundos de expresiones que oye uno en la misma década dichas por gentes que no se han puesto de acuerdo para ello. Ahora bien; de la misma manera que cierto año oí decir a Bloch, hablando de sí mismo: «Como la gente más encantadora, más brillante, mejor situada, más difícil, se había dado cuenta de que no había más que un solo ser a quien todos encontrasen inteligente, agradable, sin el cual no podían pasarse, ese ser era Bloch», y la misma frase en boca de otros muchos jóvenes que no lo conocían y que únicamente sustituían el de Bloch por su propio nombre, así había de oír con frecuencia el «cuando uno se llama».
—Qué quiere usted —continuó el duque—; si se tiene en cuenta el espíritu que allí reina, la cosa es bastante comprensible.
—Sobre todo es cómico —respondió la duquesa—, dadas las ideas de su madre, que nos aburre con la patria francesa desde por la mañana hasta la noche.
—Sí, pero es que hay alguien más que su madre, a nosotros no hay que venirnos con músicas. Hay una pájara, una moza ligera de cascos, de la peor calaña, que tiene más influencia sobre él y que precisamente es compatriota del señor Dreyfus. Esa le ha transmitido a Roberto su estado de espíritu.
—Quizá no sepa usted, señor duque, que hay una palabra nueva para expresar esa clase de espíritu —dijo el archivero, que era secretario de algunos comités antirrevisionistas—. Se dice
mentalidad.
Significa exactamente lo mismo, pero por lo menos nadie sabe lo que uno quiere decir—. A todo esto, como había oído el nombre de Bloch, le veía dirigir preguntas al señor de Norpois con una inquietud que despertó otra diferente, pero tan fuerte como la suya, en la marquesa. Como quiera que ésta temblaba ante el archivero y se las daba de antidreyfusista delante de él, temía sus reproches si se daba cuenta de que había recibido a un judío más o menos afiliado al
sindicato.
—¡Ah, mentalidad!, tomo nota de ella, la colocaré —dijo el duque. (No era una figura; el duque tenía un cuadernito lleno de
citas
y lo releía antes de las grandes comidas)—. Me gusta eso de mentalidad. Hay palabras nuevas de éstas, que lanza la gente, pero que no duran. Últimamente he leído acerca de un escritor, nada menos que era
talentoso.
Que lo entienda quien pueda. Después, nunca más he vuelto a verlo.
—Pero mentalidad se usa más que talentoso —dijo el historiador de la Fronda, por meter baza en la conversación—. Yo soy miembro de una comisión del ministerio de Instrucción Pública, donde he oído emplear esa palabra varias veces, y lo mismo en mi círculo, el círculo
Volney,
e incluso almorzando en casa del señor Ollivier, Emilio Ollivier.
—Yo, que no tengo el honor de formar parte del ministerio de Instrucción Pública —respondió el duque con fingida humildad, pero con una vanidad tan profunda que su boca no podía por menos de sonreír y sus ojos de lanzar a la concurrencia miradas chispeantes de júbilo, bajo cuya ironía se sonrojó el pobre historiador—; yo, que no tengo el honor de formar parte del ministerio de Instrucción pública —repitió, escuchándose—, ni del círculo
Volney
(no soy más que de la
Unión
y del
Jockey.
¿No es usted del
Jockey,
caballero?) —preguntó al historiador, que, poniéndose más colorado aún, venteando una insolencia y sin comprenderla, empezó a temblar de pies a cabeza—. Yo, que ni siquiera almuerzo en casa del señor Ollivier, confieso que no conocía su mentalidad. Estoy seguro de que usted está en el mismo caso que yo, Argencourt.
—¿Sabe usted por qué no pueden presentarse las pruebas de la traición de Dreyfus? Parece que es porque Dreyfus es el amante de la mujer del ministro de la Guerra; eso dicen bajo capa.
—¡Ah, yo creía que era de la mujer del presidente del Consejo! —dijo el señor de Argencourt.
—Me resultan todos ustedes tan aburridos unos como otros con esa cuestión —dijo la duquesa de Guermantes, que, desde el punto de vista mundano, tenía empeño siempre en demostrar que ella no se dejaba llevar por nadie—. Para mí todo eso no puede tener consecuencias desde el punto de vista de los judíos, por la sencilla razón de que no tengo ninguno de ellos entre mis relaciones y cuento con que seguiré siempre en esa feliz ignorancia. Pero, por otra parte, encuentro insoportable eso de que, con el pretexto de que piensan como es debido, que no compran nada a los comerciantes judíos o que llevan escrito «¡Mueran los judíos!» en su sombrilla, una cantidad de señoras Durand o Dubois, a las que jamás hubiéramos conocido, nos las impongan María-Aynard o Victurniana. Anteayer fui a casa de María-Aynard. Antes, aquello era encantador. Ahora se encuentra una allí con todas las personas que se ha pasado una la vida evitando, so pretexto de que están en contra de Dreyfus, y otras que no tiene una ni idea de quién son.
—No, es la mujer del ministro de la Guerra. Por lo menos, es un rumor que anda por las callejuelas —continuó el duque, que empleaba así en la conversación ciertas expresiones que creía del viejo régimen—. En fin, en todo caso, personalmente, ya es sabido que pienso todo lo contrario que mi primo Gilberto. Yo no soy un espíritu feudal como él; me pasearía con un negro si éste fuese amigo mío, y me traería tan sin cuidado la opinión del tercer estado o la del cuarto como lo que pasó en el año de la Nana; pero, en fin, de todas maneras convendrá usted conmigo en que cuando uno se llama Saint-Loup no se divierte en llevar la contraria a las ideas de todo el mundo, que tiene más talento que Voltaire e incluso que mi sobrino. Y, sobre todo, no se entrega uno a lo que llamaré esas acrobacias de sensibilidad ocho días antes de presentarse en el círculo. ¡La cosa es un poco fuerte! Probablemente ha sido su pirujilla quien le ha calentado los cascos. Le habrá convencido de que así se clasificaría entre los
intelectuales.
Los intelectuales vienen a ser la
tarta de crema
de esos señores. Por otra parte, eso ha dado lugar a que se hiciera un juego de palabras que está bastante bien, pero que tiene muy mala intención.