No pude facilitarle ningún informe. Dejando de hablar a media voz, Bloch pidió, en alto, permiso para abrir las ventanas, y, sin aguardar respuesta, se dirigió hacia ellas. La señora de Villeparisis dijo que no era posible abrirlas, que estaba acatarrada.
—¡Ah! ¡Si ha de sentarle a usted mal!… —respondió Bloch, contrariado—. Pero la verdad es que hace calor de veras.
Y echándose a reír, obligó a hacer a sus miradas, que giraron en torno a la concurrencia, una colecta que reclamaba un apoyo contra la señora de Villeparisis. No lo encontró entre toda aquella gente bien educada. Sus encendidos ojos, que no habían podido sobornar a nadie, recobraron resignadamente su expresión seria; declaró, a modo de derrota:
—Lo menos hace 22,25°. No me extraña. Yo estoy poco menos que sudando. Y no poseo, como el sabio Antenor, hijo del río Alfeios, la facultad de sumirme en la paterna onda, para restañar mi sudor antes de entrar en una bañera bruñida y ungirme de un óleo perfumado. —Y con esa necesidad que tenemos de esbozar para uso de los demás teorías médicas cuya aplicación sería favorable a nuestro propio bienestar—: ¡Ya que usted cree que eso es bueno para usted!… Yo creo todo lo contrario. Eso es precisamente lo que la acatarra.
La señora de Villeparisis sintió que hubiera dicho todo esto tan alto, pero no le concedió gran importancia cuando vio que el archivero, cuyas opiniones nacionalistas la tenían, por decirlo así, en un brete, se encontraba demasiado lejos para que hubiera podido oír nada. Más le molestó oír que Bloch, arrastrado por el demonio de su mala educación, que le había dejado ciego previamente, le preguntase, riéndose de la chuscada paterna: —¿No he leído yo un erudito estudio suyo en que demostraba por qué razones irrefutables la guerra rusojaponesa tenía que acabar con la victoria de los rusos y la derrota de los japoneses? Además, ¿no está un poco chocho? Me parece que es él uno que he visto mirando a su silla, antes de ir a sentarse en ella, deslizándose como sobre ruedas…
—¡Nunca! Espere usted un instante —añadió la marquesa—; no sé qué puede estar haciendo.
Llamó, y cuando entró el criado, como no disimulaba ni poco ni mucho e incluso le gustaba hacer ver que su antiguo amigo se pasaba la mayor parte del tiempo, en casa de ella:
—Vaya usted a decir al señor de Norpois que venga; está clasificando unos papeles en mi despacho; dijo que tardaría veinte minutos en venir y hace ya una hora y tres cuartos que le espero. Le hablará a usted del asunto Dreyfus, de todo lo que usted quiera —dijo en tono de enfado a Bloch—; no está muy de acuerdo con lo que está pasando.
Porque el señor de Norpois estaba a mal con el ministerio actual, y la señora de Villeparisis, aunque su amigo no se hubiera permitido llevar personas del gobierno a casa de ella (que de todas maneras conservaba su altivez de dama de la aristocracia más encopetada y permanecía aparte y por encima de las relaciones que él se veía obligado a cultivar), estaba de todas formas al corriente, por mediación suya, de cuanto pasaba. Tampoco los políticos del régimen se hubieran atrevido a pedir al señor de Norpois que les presentase a la señora de Villeparisis. Pero algunos de ellos habían ido a buscarle a casa de ésta, en el campo, cuando habían tenido necesidad de su concurso en circunstancias graves. Sabían la dirección. Iban al castillo. No conocían a la castellana. Pero ésta, a la hora del almuerzo, decía:
—Sé que han venido a molestarle a usted. ¿Van mejor las cosas?
—¿Tiene usted mucha prisa? —preguntó la señora de Villeparisis a Bloch.
—No, no; quería marcharme porque no estoy muy bien; es más, andamos a ver si voy a tomar aguas a Vichy para reponerme de la vesícula biliar —dijo, articulando estas palabras con una ironía satánica.
—¡Hombre! Pues precisamente mi sobrino Châtellerault tiene que ir allí; debían ustedes arreglar las cosas de modo que fuesen juntos. ¿Está todavía ahí? Es muy amable, ¿sabe usted? —dijo la señora de Villeparisis, acaso de buena fe y pensando que dos personas a las que ella conocía no tenían ninguna razón para no trabar amistad entre sí.
—¡Oh!, no sé si a él le haría gracia; no le conozco… casi; ahí está, más allá —dijo Bloch, confuso y encantado.
El maestresala no había debido de cumplir del todo el encargo que acababan de darle para el señor de Norpois, porque éste, para hacer creer que llegaba de fuera y que aún no había visto a la señora de la casa, cogió un sombrero, al azar, en la antesala, y vino a besar ceremoniosamente la mano de la señora de Villeparisis, preguntándole cómo se encontraba, con el mismo interés que se manifiesta tras una larga ausencia. Ignoraba que la marquesa de Villeparisis había quitado de antemano toda verosimilitud a aquella comedia, a la que, por lo demás, puso fin llevándose al señor de Norpois y a Bloch a un salón vecino. Bloch, que había visto todos los cumplidos que los demás dirigían al que aún no sabía que fuese el señor de Norpois, así como los saludos acompasados, graciosos y profundos con que el embajador respondía a aquéllos, se sentía inferior a todo aquel ceremonial, y, molesto al pensar que jamás se dirigiría a él, me había dicho, por alardear de desenvoltura: «¿Quién es ese pedazo de imbécil?». Quizá, por lo demás, como todos los saludos del señor de Norpois herían lo mejor que había en Bloch —la franqueza más directa de un ambiente moderno—, los encontraba en parte sinceramente ridículos. Como quiera que fuese, dejaron de parecerle tales, e incluso le encantaron desde el instante en que fue él mismo, Bloch, quien se encontró convertido en objeto de ellos.
—Señor embajador —dijo la señora de Villeparisis—, quisiera presentarle a usted a este caballero. El señor Bloch, el señor marqués de Norpois. A pesar de la manera que tenía de tratar al señor de Norpois con aspereza, mostraba particular empeño en llamarle «señor embajador», por urbanidad, por exagerada consideración al rango de embajador, consideración que le había inculcado el marqués, y, en fin, por aplicar esas maneras menos familiares, más ceremoniosas para con un determinado hombre, que, en el salón de una mujer distinguida, al contrastar con la libertad de que ésta usa con sus demás asiduos, indican inmediatamente a su amante.
El señor de Norpois ahogó su mirada azul en su barba blanca, dobló profundamente su elevada estatura como si se inclinase ante todo lo que de notorio e imponente representaba para él el nombre de Bloch, murmuró: «¡Encantado!», mientras su joven interlocutor, lisonjeado, pero juzgando que el célebre diplomático iba demasiado lejos, rectificó presuroso y dijo: «¡Nada de eso! ¡Al contrario, el que está encantado soy yo!». Pero esta ceremonia que el señor de Norpois, por amistad a la señora de Villeparisis, renovaba con cada desconocido que su antigua amiga le presentaba, aún no le pareció a ésta suficiente cortesía para con Bloch, al que dijo:
—¡Pero pregúntele usted todo lo que desea saber! Lléveselo ahí al lado, si le resulta más cómodo; le encantará charlar con usted; me parece que quería usted hablarle de la cuestión Dreyfus —añadió, sin preocuparse de si le haría gracia o no al señor de Norpois, ni más ni menos que no se le hubiera ocurrido solicitar su venia al retrato de la duquesa de Montmorency antes de hacer que lo alumbrasen para que lo viese el historiador, o consultar el parecer del té antes de servir una taza de él.
—Háblele usted alto —le dijo a Bloch—, es un poco sordo; pero le dirá todo lo que usted desee saber; ha conocido muy bien a Bismarck, a Cavour. ¿No es verdad —dijo con fuerza— que ha conocido usted mucho a Bismarck?
—¿Tiene usted alguna cosa en preparación? —me preguntó el señor de Norpois, haciéndome una seña de inteligencia mientras me estrechaba la mano cordialmente. Me aproveché de ello para descargarle cortésmente del sombrero, que había creído que debía traer consigo en señal de ceremonia, porque acababa de darme cuenta de que era el mío el que había cogido por casualidad—. Me había enseñado usted una obrilla un tanto taraceada, en que se dedicaba a cortar pelos en cuatro. Le di francamente mi opinión; lo que había hecho usted no valía la pena de que lo trasladase al papel. ¿Prepara usted algo? Le tiene a usted muy sorbido el seso Bergotte, si mal no recuerdo.
—¡Ah, no hable usted mal de Bergotte! —exclamó la duquesa.
—No discuto su talento de pintor, a nadie se le ocurriría semejante cosa, duquesa. Sabe grabar con el buril o al aguafuerte, ya que no pintar a brochazos, como Cherbuliez, una vasta composición. Pero me parece que nuestro tiempo incurre en una confusión de géneros, y que lo que es propio del novelista es urdir una intriga y levantar los corazones más bien que esmerarse en dibujar a la punta seca un frontispicio o una viñeta. Tengo que ver a su padre de usted el domingo, en casa del bueno de A. J. —añadió, volviéndose hacia mí.
Por un instante esperé, al verle hablar con la señora de Guermantes, que acaso me prestase para ir a casa de ésta la ayuda que me había negado para ir a la del señor Swann.
—Otra de mis grandes admiraciones —le dije— es Elstir. Parece ser que la duquesa de Guermantes tiene algunos cuadros suyos maravillosos, especialmente el admirable manojo de rábanos que vi de pasada en la Exposición y que tanto me gustaría volver a ver; ¡qué obra maestra es ese cuadro!
Y, en efecto, de haber sido yo un hombre destacado y si me hubieran preguntado qué obra pictórica prefería, habría citado aquel manojo de rábanos.
—¿Una obra maestra? —exclamó el señor de Norpois con expresión de extrañeza y de censura—. Ni siquiera tiene la pretensión de ser un cuadro, sino un simple boceto (tenía razón). Si le llama usted obra maestra a ese esbozo, ¿qué deja usted para la
Virgen
de Hébert o de Dagnan-Bouveret?
—Ya he oído que rechazaba usted a la amiga de Roberto —dijo la señora de Guermantes a su tía después que Bloch se hubo llevado aparte al embajador—; creo que nada tiene que lamentar con ello, ya sabe usted que es una calamidad, no tiene ni chispa de talento, y encima es grotesca.
—Pero ¿cómo la conoce usted, duquesa? —dijo el señor de Argencourt.
—¡Pero, cómo! ¿No sabe usted que ha representado en mi casa antes que en ningún otro sitio? No por ello estoy más orgullosa —dijo, riéndose, la señora de Guermantes, feliz, sin embargo, ya que se hablaba de aquella actriz, de hacer saber que había sido ella quien había gozado las primicias de sus ridiculeces—. Bueno, ya no me queda más que marcharme —añadió, sin moverse.
Acababa de ver entrar a su marido, y con las palabras que pronunciaba hacía alusión a lo cómico que resultaba que pareciesen hacer al mismo tiempo una visita de bodas, y no en modo alguno a las relaciones frecuentemente difíciles que existían entre ella y aquel enorme mocetón que se iba volviendo viejo, pero que seguía haciendo siempre vida de joven. Paseando sobre el gran número de personas que rodeaban la mesa de té las miradas afables, maliciosas y ligeramente deslumbradas por los rayos del sol poniente, de sus pequeñas pupilas redondas y exactamente incrustadas en el ojo como las
dianas
a que sabía apuntar y dar tan perfectamente, como excelente tirador que era, el duque avanzaba con una lentitud asombrada y prudente, cual si, intimidado por una reunión tan brillante, hubiera tenido miedo de pisar los trajes e interrumpir las conversaciones. Una sonrisa permanente de buen rey de Yvetot ligeramente chispo, una mano semiextendida, flotando, como la aleta de un tiburón, a la altura del pecho, y que dejaba estrechar indistintamente por sus viejos amigos y por los desconocidos que le presentaban, le permitían, sin que tuviera que hacer un solo gesto ni interrumpir su trayectoria apacible, apática y regia, satisfacer la solicitud de todos, murmurando solamente: «Hola, buenas tardes; buenas, mi querido amigo; encantado, señor Bloch; buenas tardes, Argencourt», y al llegar a mí, que fui el más favorecido, cuando hubo oído mi nombre: «Buenas tardes, vecinillo, ¿cómo está su padre? ¡Hombre excelente!». Sólo hizo grandes demostraciones ante la señora de Villeparisis, que le saludó con un movimiento de cabeza, sacando una mano de su delantalillo.
Formidablemente rico en un mundo en que la gente lo es cada vez menos, como había asimilado a su persona por modo permanente la noción de esa enorme fortuna, la vanidad del gran señor, en él, estaba redoblada por la del hombre acaudalado, consiguiendo a duras penas la educación refinada del primero refrenar la suficiencia del segundo. Por lo demás, se comprendía que sus éxitos; con las mujeres, que eran la desgracia de la suya, no se debieran excesivamente a su nombre y a su fortuna, ya que todavía resultaba de una gran hermosura con aquel perfil que tenía la pureza, la decisión de contorno de un dios griego.
—Pero ¿de veras ha representado en casa de usted? —preguntó el señor d’Argencourt a la duquesa.
—Verá usted, fue a casa a recitar, con un ramo de lirios en la mano y lirios en el vestido (la señora de Guermantes ponía, como la de Villeparisis, cierta afectación en pronunciar determinadas palabras de una manera muy aldeana, aunque no arrastrase las
rr
, como hacía su tía)
[5]
.
Antes de que el señor de Norpois, cohibido y forzado, se llevase a Bloch al hueco de la ventana donde podrían charlar juntos, volví un instante hacia el viejo diplomático y le insinué media palabra respecto al sillón académico de mi padre. Quiso dejar, primero, la conversación para más tarde. Pero le objeté que tenía que irme a Balbec. «¡Cómo! ¿Se va usted otra vez a Balbec? ¡Pero es usted un verdadero
globe-trotter
!». Después me escuchó. Al oír el nombre de Leroy-Beaulieu, el señor de Norpois me miró con expresión recelosa. Me figuré que acaso hubiese dicho a Leroy-Beaulieu algo molesto para mi padre, y temía que el economista hubiera repetido sus palabras. Inmediatamente pareció animado de verdadero cariño respecto de mi padre. Y tras una de esas pausas de la conversación en que de repente estalla una palabra como a pesar del que habla, en quien lo irresistible de la convicción se impone a los esfuerzos balbuceantes que hacía por callarse: «No, no —me dijo con emoción—, su padre de usted
no debe
presentarse. No debe hacerlo por su propio interés, por él mismo, por respeto a su valor, que es grande y que comprometería en una aventura como ésa. Vale él más que todo eso. Aunque resultase elegido, tendría mucho que perder y nada que ganar. El, a Dios gracias, no es orador. Y eso es lo único que tiene importancia para mis queridos colegas, aunque lo que se diga no sean más que tonterías. Su padre de usted tiene un fin importante en la vida; debe ir derecho a él, sin dejarse distraer en recorrer los matorrales, aun cuando sean los matorrales, por otra parte más espinosos que floridos, del jardín de Academos. Por lo demás, sólo conseguiría unos cuantos votos, pocos. A la Academia le gusta obligar a hacer antesala al postulante antes de admitirle en su seno. Por hoy no hay manera de hacer nada. Más adelante, no digo que no. Pero es preciso que sea la misma Compañía quien vaya a buscarle. La Academia practica con más fetichismo que acierto el
Fara da se
de nuestros vecinos de allende los Alpes. Leroy-Beaulieu me ha hablado de todo eso en una forma que no me ha gustado nada. Me ha parecido, por lo demás, que está a partir un piñón con su padre de usted. Quizá le he hecho sentir con demasiada viveza que, acostumbrado a ocuparse de colonos y de metales, desconocía el papel de los imponderables, como decía Bismarck. Lo que ante todo hay que evitar es que su padre de usted se presente:
Principis obstat.
Sus amigos se encontrarían en una situación delicada si les pusiera en presencia del hecho consumado». «Mire usted —dijo bruscamente con expresión de franqueza, clavando en mí su ojos azules—, voy a decirle una cosa que ha de extrañarle en mí, que tanto quiero a su padre. Y es que, precisamente porque le quiero, precisamente (somos los dos inseparables
Arcades ambo
) porque sé los servicios que puede prestar a su país, los escollos que puede evitarle si sigue en el timón, por afecto, por elevada estimación, por patriotismo, no votaré a favor suyo. Por lo demás, creo habérselo dado a entender. —Y me pareció ver asomar a sus ojos el perfil asirio y severo de Leroy-Beaulieu—. Por consiguiente, concederle mi voto sería, por mi parte, algo así como una palinodia». El señor de Norpois trató reiteradamente de fósiles a sus colegas. Prescindiendo de otras razones, todo miembro de un club o de una Academia gusta de investir a sus colegas del género de carácter más contrario al suyo, no tanto por la utilidad de poder decir: «¡Ah, si no dependiese más que de mí…!», cuanto por la satisfacción de presentar el título que ha conseguido para sí como más difícil y halagüeño. «Debo decirle a usted —concluyó— que, en interés de todos ustedes, prefiero para su padre una elección triunfal de aquí a diez o quince años». Palabras que yo juzgué como dictadas, si no por la envidia, al menos por una falta absoluta de serviciabilidad y que resultó que más tarde recibieron de los hechos mismos un sentido diferente.