Y el duque citó por lo bajo, para la duquesa y para el señor de Argencourt, el
Mater Semita,
que, en efecto, se decía ya en el
Jockey,
porque de todas las semillas viajeras, la que lleva atadas alas más sólidas, que le permiten ser diseminada a mayor distancia del lugar en que ha florecido, es siempre una burla.
—Podíamos pedir explicaciones a ese señor que tiene trazas de ser
un
erudito —dijo, indicando al historiador—. Pero es preferible no hablar de ello, tanto más cuanto que la cosa es perfectamente falsa. No soy tan ambicioso como mi prima la de Mirepois, que pretende que puede seguir la filiación de su casa antes de Jesucristo hasta la tribu de Leví, y me jacto de demostrar que jamás ha habido una gota de sangre judía en nuestra familia. Pero de todas maneras no hay que hacerse ilusiones, es evidente que las encantadoras opiniones de mi señor sobrino pueden meter bastante ruido en Landernau. Y más si se tiene en cuenta que, como Fesensac está enfermo, será Duras quien se encargue de todo, y ya se sabe cómo le gusta prevalerse —dijo el duque, que no había llegado nunca a comprender el sentido preciso de ciertas frases y creía que prevalerse quería decir no sacar partido de una situación imponiéndose a alguien gracias a ella, sino crear complicaciones.
Bloch trataba de empujar al señor de Norpois a que hablase del coronel Picquart.
—Está fuera de discusión —respondió el señor de Norpois— que su declaración era necesaria. Bien sé que al sostener esta opinión he hecho lanzar a más de uno de mis colegas gritos de quebrantahuesos; pero, a mi ver, el Gobierno tenía el deber de dejar hablar al coronel. No se sale de un callejón sin salida como ése con una simple pirueta, o, en ese caso, se corre el peligro de meterse en un atolladero. Por lo que hace al oficial, esa declaración produjo en la primera audiencia una impresión de las más favorables. Cuando se le vio, empaquetado en el precioso uniforme de cazadores, salir, con un tono perfectamente sencillo y franco, a contar lo que había visto, lo que había creído decir: «Por mi honor de soldado (y aquí la voz del señor de Norpois vibró con un ligero trémolo patriótico), esa es mi convicción», no cabe negar que la impresión fue profunda.
«Ya está, es dreyfusista, no hay ni la menor sombra de duda», pensó Bloch.
—Pero lo que le ha enajenado por completo las simpatías que había podido captarse al principio ha sido su careo con el archivero Gribelin, cuando se oyó a ese veterano servidor, a ese hombre que no tiene más que una palabra (y el señor de Norpois acentuó con la energía de las convicciones sinceras las frases que siguieron), cuando se le oyó, cuando se le vio mirar a los ojos a su superior, sin temor a tenérselas tiesas y decir en tono que no admitía réplica: «Mi coronel, bien sabe usted que jamás he mentido, bien sabe usted que en este momento, como siempre, digo la verdad», el viento cambió. De nada le sirvió a Picquart remover el cielo y la tierra en las audiencias siguientes; fracasó rotundamente.
«No, decididamente es antidreyfusista, está visto —se dijo Bloch—. Pero si cree que Picquart es un traidor que miente, ¿cómo puede tomar en cuenta sus revelaciones y evocarlas como si encontrase en ellas algún encanto y las creyese sinceras? Y si, por el contrario, ve en él a un justo que descarga su conciencia, ¿cómo puede suponer que mienta en su careo con Gribelin?». «En todo caso, si el Dreyfus ése es inocente —interrumpió la duquesa—, poco lo demuestra. ¡Qué cartas más idiotas, más enfáticas, escribe desde su isla! No sé si Esterhazy vale más que él, pero tiene otra distinción en la manera de redondear las frases, otro colorido. Eso no debe de hacerles mucha gracia a los partidarios de Dreyfus. ¡Qué lástima, para ellos, que no puedan cambiar de inocente!». Todo el mundo soltó la carcajada. «¿Ha oído usted la frase de Oriana?» —preguntó ávidamente el duque de Guermantes a la señora de Villeparisis—. «Sí, la encuentro muy graciosa». Al duque no le bastaba con eso: «Pues yo no le encuentro chiste; mejor dicho, me es completamente igual que tenga gracia o no. No hago ningún caso del ingenio». El señor de Argencourt protestaba. «No piensa ni una palabra de lo que dice» —murmuró la duquesa—. «Sin duda es porque he formado parte de las Cámaras, donde he oído discursos brillantes que no querían decir nada. He aprendido a apreciar en ellos la lógica sobre todo. A eso es, sin duda, a lo que debo el no haber sido reelegido, Las cosas graciosas me resultan indiferentes». «Basin, no se las dé usted de Joseph Prudhomme, hijo mío; bien sabe usted que nadie se perece por el ingenio tanto como usted». «Déjeme usted acabar. Precisamente porque soy insensible a cierto género de chistes, aprecio a menudo en mucho el ingenio de mi mujer. Porque generalmente parte de una observación justa. Discurre como un hombre, formula su pensamiento como un escritor».
Quizá la razón de que el señor de Norpois hablase así a Bloch, como si los dos hubiesen estado de acuerdo, nacía de que era tan antidreyfusista que, estimando que el Gobierno no lo era suficientemente, era enemigo de éste tanto como lo fuesen los dreyfusistas. Acaso porque lo que él perseguía en política era algo más profundo, situado en otro plano, desde el que el dreyfusismo aparecía como una modalidad sin importancia que no merecía la pena de retener la atención de un patriota preocupado por las grandes cuestiones exteriores. Acaso, más bien, porque como las máximas de su cautela política no se aplicaban sino a cuestiones de forma, de procedimiento, de oportunidad, eran tan impotentes para resolver las cuestiones de fondo como lo es en filosofía la pura lógica para zanjar las cuestiones de existencia —o ya fuese que esa misma cautela le hizo hallar peligroso el tratar de esos temas y, por prudencia, no quiso hablar más que de circunstancias secundarias. Pero en lo que Bloch se engañaba es cuando creía que el señor de Norpois, aun cuando hubiera sido menos prudente de carácter y de espíritu menos exclusivamente formal, habría, de haber querido, podido decirle la verdad sobre el papel de Henry, de Picquart, de Du Paty de Clam, acerca de todos los puntos de la cuestión. Bloch no podía dudar, en efecto, de que el señor de Norpois conociese la verdad en lo referente a todas esas cosas. ¿Cómo había de ignorarla, puesto que conocía a los ministros? Bloch pensaba que, desde luego, la verdad política puede ser reconstituida aproximadamente por los cerebros más lúcidos; pero se figuraba, como el grueso del público, que esa verdad habita siempre, indiscutible y material, en el archivo secreto del presidente de la República y del presidente del Consejo, que dan conocimiento de ella a los ministros. Ahora bien, hasta cuando la verdad política lleva consigo documentos, es raro que éstos tengan más valor que el de un clisé radioscópico en que el vulgo cree que la enfermedad del paciente se inscribe con todas sus letras, mientras que, en realidad, ese clisé proporciona un nuevo elemento de apreciación que habrá de unirse a otros muchos a que se aplicará el razonamiento del médico, que extraerá de ellos su diagnóstico. También la verdad política, cuando se acerca uno a hombres informados y cree alcanzarla, se esquiva. Más tarde, inclusive, y para seguir ateniéndonos a la cuestión Dreyfus, cuando se produjo un hecho tan escandaloso como la confesión de Henry, seguida de su suicidio, ese hecho fue interpretado luego de opuesta manera por algunos ministros dreyfusistas y por Cavaignac y Cuignet, que habían descubierto por sí mismos la falsedad y habían dirigido el interrogatorio; más aún: entre los ministros dreyfusistas y del mismo matiz, que juzgaban no sólo basándose en las mismas piezas de convicción, sino con el mismo espíritu, el papel de Henry se explicó de manera enteramente opuesta, viendo los unos en él un cómplice de Esterhazy, asignando los otros, por el contrario, ese papel a Du Paty de Clam, adhiriéndose así a una tesis de su adversario Cuignet y encontrándose en completa oposición con su partidario Reinach. Todo lo que Bloch pudo sacar del señor de Norpois fue que si era cierto que el jefe de Estado Mayor, el señor de Boisdeffre, había hecho enviar una comunicación secreta al señor de Rochefort, había en ello evidentemente algo singularmente deplorable.
—Tenga usted por seguro que el ministro de la Guerra ha debido,
in petto,
a lo menos, de dar a su jefe de Estado Mayor a los dioses infernales. Un mentís oficial no hubiera sido, a mi parecer, ninguna extralimitación. Pero el ministro de la Guerra se expresa en términos muy duros sobre el particular
ínter pocula.
Por lo demás, hay ciertos temas en torno a los que es sobremanera imprudente crear una agitación que luego no se pueda dominar.
—Pero esos documentos son manifiestamente falsos —dijo Bloch.
El señor de Norpois no respondió, pero declaró que no aprobaba las manifestaciones del príncipe Enrique de Orleáns:
—Por otra parte, lo único que pueden hacer es turbar la serenidad del pretorio y alentar agitaciones que tanto en un sentido como en otro serían de deplorar. Desde luego que hay que salir al paso a los manejos antimilitaristas, pero tampoco podemos dejar pasar el barullo alentado por aquellos elementos de la derecha que, en lugar de servir a la idea patriótica, piensan en servirse de ella. Francia, a Dios gracias, no es una república suramericana, y no se deja sentir en ella la necesidad de un general de pronunciamiento.
Bloch no pudo llegar a hacerle hablar de la cuestión de la culpabilidad de Dreyfus, ni a que diese un pronóstico respecto al fallo que resultaría del proceso civil actualmente en curso. En desquite, el señor de Norpois pareció complacerse en dar detalles acerca de las consecuencias de ese fallo.
—Si es una condena —dijo—, será probablemente casada, porque es raro que en un proceso en que las declaraciones de los testigos son tan numerosas no haya vicios de forma que puedan invocar los abogados.
Por lo que hace a la algarada del príncipe Enrique de Orleáns, dudo mucho que haya sido del gusto de su padre.
—¿Cree usted que Chartres esté de parte de Dreyfus? —preguntó la duquesa, sonriendo, abriendo mucho los ojos, encendidas las mejillas, hundida la nariz en su plato de hojaldres, con expresión escandalizada.
—Nada de eso; únicamente quería decir que hay en toda la familia, por ese lado, un sentido político cuyo
nec plus ultra
ha podido verse en la admirable princesa Clementina, y que su hijo el príncipe Fernando ha conservado como una preciosa herencia. No hubiera sido el príncipe de Bulgaria quien estrechase entre sus brazos al comandante Esterhazy.
—Hubiera preferido un simple soldado —murmuró la señora de Guermantes, que cenaba a menudo con el búlgaro en casa del príncipe, y que le había respondido una vez, al preguntarle aquél si no era envidiosa: «Sí, monseñor, de vuestras pulseras».
—¿No va usted esta noche al baile de la señora de Sagan? —dijo el señor de Norpois a la señora de Villeparisis para cortar en seco la conversación con Bloch. Este no le desagradaba al embajador, que nos dijo más tarde, no sin ingenio y sin duda a causa de las huellas que subsistían en el lenguaje de Bloch de la moda neohomérica, que había abandonado, empero: «Es bastante entretenido, con esa manera de hablar que tiene, un poco anticuada, un tanto solemne». A poco más diría: «las Doctas Hermanas», como Lamartine o como Juan Bautista Rousseau. «Es una cosa que ha llegado a ser bastante rara en la juventud actual y lo era, incluso, en la que la ha precedido. Nosotros éramos un tanto románticos». Pero por curioso que le pareciese su interlocutor, el señor de Norpois estimaba que demasiado había durado el diálogo.
—No, señor, ya no voy al baile —respondió ella con una graciosa sonrisa de mujer que ha llegado a la vejez—. ¿Y ustedes, van a ir? Es propio de sus años —añadio, englobando en una misma mirada al señor de Châtellerault, a su amigo y a Bloch—. También a mí me han invitado —dijo, afectando por broma envanecerse de ello—. Han ha venido a invitarme, inclusive. (
Han:
era la princesa de Sagan).
—Yo no tengo tarjeta de invitación —dijo Bloch, pensando que la señora de Villeparisis iba a ofrecerle una y que la señora de Sagan se consideraría dichosa por recibir al amigo de una mujer a quien ella misma había ido a invitar en persona.
La marquesa no respondió nada, y Bloch no insistió, porque tenía un asunto más serio de que tratar con ella, para el que acababa de pedirle una entrevista para dos días más tarde. Como había oído decir a los dos jóvenes que habían presentado su dimisión en el círculo de la calle Royale, donde se entraba como en un molino, quería pedir a la señora de Villeparisis que le hiciera ser admitido en dicho círculo.
—¿Es que esos Sagan no son suficientemente distinguidos, no es suficientemente
snob
su círculo? —dijo en tono sarcástico.
—Nada de eso; son lo mejor que hacemos en ese género —respondió el señor de Argencourt, que había adoptado todos los chistes parisienses.
—¡Entonces —dijo Bloch medio irónicamente— es lo que se dice una de las
solemnidades,
de las grandes
sesiones mundanas
de la temporada!
La señora de Villeparisis dijo en aire de broma a la de Guermantes:
—Vamos a ver, ¿es una gran solemnidad mundana el baile de la señora de Sagan?
—Eso no es a mí a quien hay que preguntarlo —le respondió irónicamente la duquesa; aún no he llegado a saber lo que era una solemnidad mundana. Por lo demás, las cosas mundanas no son mí fuerte.
—¡Ah!, yo creía lo contrario —dijo Bloch, que se figuraba que la señora de Guermantes había hablado sinceramente.
Siguió, con gran desesperación del señor de Norpois, haciéndole un sin fin de preguntas acerca de los oficiales cuyo nombre salía a colación con más frecuencia a propósito de la cuestión Dreyfus. El señor de Norpois declaró que «a simple vista» el coronel Du Paty de Clam le hacía el efecto de un cerebro un tanto confuso y que acaso no había estado muy acertado elegirle para que llevase adelante una cosa tan delicada, que tanta sangre fría y discernimiento requería, como era un sumario.
—Sé que el partido socialista pide a gritos su cabeza, así como la liberación inmediata del preso de la isla del Diablo. Pero creo que aún no estamos reducidos a pasar así por las horcas caudinas de los señores Gérault-Richard y consocios. Hasta aquí, esta cuestión es la botella de tinta. No digo que, tanto de una parte como de otra, no haya que ocultar bajezas bastante feas. Que ciertos protectores más o menos desinteresados de su cliente de usted puedan incluso tener buenas intenciones… no pretendo lo contrario, pero ya sabe usted que el infierno está empedrado de ellas —añadió con una aguda mirada—. Es esencial que el Gobierno dé la impresión de que no está en manos de las facciones de la izquierda y de que no le queda más que rendirse, atado de pies y manos, a las intimaciones de no sé qué ejército pretoriano que, créame usted, no es el ejército. Ni que decir tiene que, si se adujese un hecho nuevo, se incoaría un proceso de revisión. La consecuencia salta a la vista. Pedir eso es empujar una puerta abierta. Ese día el Gobierno sabrá hablar alto y claro, o abdicaría de lo que constituye su prerrogativa esencial. Ya no bastarán las patochadas. Habrá que designar jueces para Dreyfus. Y será fácil, porque, aunque se haya hecho costumbre en nuestra dulce Francia, donde gustamos de calumniarnos a nosotros mismos, creer o dejar que se crea que para hacer oír las palabras de verdad y de justicia es indispensable atravesar el canal de la Mancha —lo cual no es a menudo más que un medio disfrazado de llegar al Sprée—, no sólo en Berlín hay jueces. Pero una vez puesta en marcha la acción gubernamental, ¿sabrán ustedes escuchar al Gobierno? Cuando les invite a cumplir con su deber, ¿se pondrán ustedes en torno suyo? ¿Sabrán ustedes no permanecer sordos a su patriótico llamamiento y responder: «¡Presente!»?