Algunos años antes me hubiera hecho muy dichoso el decirle a la señora de Swann «con qué objeto» me había mostrado yo tan afectuoso con el señor de Norpois, ya que ese «objeto» era el deseo de conocerla a ella. Pero ahora ya no lo sentía, ya no quería a Gilberta. Por otra parte, no acababa de identificar a la señora de Swann con la «Dama de rosa» de mi infancia. Así, hablé de la mujer que me preocupaba en aquel momento.
—¿Ha visto usted hace un momento a la duquesa de Guermantes? —pregunté a la señora de Swann.
Pero como la duquesa no saludaba a la señora de Swann, ésta quería aparentar que la consideraba como a una persona sin interés y de cuya presencia ni siquiera se da uno cuenta.
—No sé, no lo he
realizado
—me respondió con una expresión desagradable, empleando un término traducido del inglés.
Yo, sin embargo, hubiera querido conseguir informes no sólo acerca de la duquesa de Guermantes, sino de todos los seres allegados a ella, y, lo mismo que Bloch, con la falta de tacto de la gente que busca en su conversación, no agradar a los demás, sino elucidar, egoístamente, puntos que le interesan, para tratar de representarme exactamente la vida de la señora de Guermantes, interrogué a la de Villeparisis a cuenta de la señora de Leroi.
—Sí, ya sé —respondió ella con un desdén afectado—, la hija de esos opulentos comerciantes de maderas. Sé que ahora se ve con alguna gente, pero le diré a usted que soy bastante vieja para adquirir nuevos conocimientos. He conocido gentes tan interesantes, tan amables, que realmente creo que la señora de Leroi no habría de añadir nada a lo que yo tengo.
La señora de Marsantes, que hacía de dama de honor de la marquesa, me presentó al príncipe, y no había acabado cuando el señor de Norpois me presentaba también en los términos más calurosos. Quizá encontrase cómodo tener para conmigo una cortesía que en nada empañaba su crédito, puesto que yo acababa, precisamente, de serle presentado; acaso porque pensase que un extranjero, aun ilustre, estaba menos al tanto de los salones franceses y podía creer que le presentaban un joven del gran mundo, acaso por ejercer una de sus prerrogativas, la de añadir el peso de su propia recomendación de embajador, o por gusto del arcaísmo de hacer revivir en honor del príncipe la costumbre, lisonjera para esta Alteza, de que fuesen necesarios dos padrinos si quería uno serle presentado.
La señora de Villeparisis interpeló al señor de Norpois, sintiendo la necesidad de hacer que éste me dijera que ella no tenía por qué lamentar no conocer a la señora de Leroi.
—¿Verdad, señor embajador, que la señora de Leroi es una persona sin interés, muy inferior a todas las que frecuentan esta casa, y que he tenido razón en no atraérmela?
Fuese por independencia, fuese por cansancio, el señor de Norpois se contentó con responder con una reverencia llena de respeto pero vacía de significado.
—Caballero —le dijo riéndose la señora de Villeparisis—. Hay gente muy ridícula. ¿Querrá usted creer que hoy he recibido la visita de un señor que ha querido hacerme creer que sentía mayor placer en besar mi mano que la de una joven?
En seguida comprendí que el tal señor era Legrandin. El señor de Norpois sonrió con un ligero guiño, como si se tratase de una concupiscencia tan natural que no podía reprochársele al que la sentía, casi de un comienzo de novela que estaba dispuesto a absolver, a alentar inclusive, con una indulgencia perversa a lo Maintenon o a lo Crebillon hijo.
—Muchas manos de jóvenes serían incapaces de hacer lo que he visto ahí —dijo el príncipe apuntando a las acuarelas empezadas de la señora de Villeparisis.
Y le preguntó si había visto las flores de Fantin-Latour que acababan de ser expuestas.
—Son de primer orden y, como hoy se dice, de un pintor espléndido, de uno de los maestros de la paleta —declaró el señor de Norpois—; sin embargo, me parece que no pueden sostener el parangón con las de la señora de Villeparisis, en las que reconozco mejor el colorido de la flor.
Aun suponiendo que la parcialidad del antiguo amante, la costumbre de adular, las opiniones admitidas en un cotarro dictasen estas palabras al antiguo embajador, demostraban, sin embargo, sobre qué vacío de gusto auténtico reposa el juicio artístico de las gentes de mundo, tan arbitrario que una cosa de nada puede hacerle llegar a los peores absurdos, en cuyo camino no encuentra ninguna impresión verdaderamente sentida que le detenga.
—No tiene ningún mérito que conozca las flores, siempre he vivido en el campo —respondió modestamente la señora de Villeparisis—. Pero —añadió graciosamente dirigiéndose al príncipe— si desde muy joven he tenido nociones un poco más serias que las de los demás niños del campo, se lo debo a un hombre muy distinguido de su nación, el señor de Schlegel. Me encontré con él en Broglie, adonde mi tía Cordelia (la mariscala de Castellane) me había llevado. Recuerdo perfectamente que el señor Lebrum, el señor de Salvandy y el señor Dondan le hadan hablar de las flores. Yo era una chiquilla, no podía comprender bien lo que decía. Pero se divertía en hacerme jugar y, de vuelta en su país, me mandó un hermoso herbario en recuerdo de un paseo que habíamos ido a dar en faetón al valle de Richer y en el que yo me había quedado dormida en sus rodillas. He conservado siempre ese herbario, y él me ha enseñado a observar muchas particularidades de las flores que a no ser por eso no me hubieran llamado la atención. Cuando la señora de Barante publicó algunas cartas de la de Broglie, hermosas y afectadas como esta misma lo era, esperaba yo encontrar en ellas alguna de esas conversaciones del señor de Schlegel. Pero aquella era una mujer que sólo buscaba en la naturaleza argumentos para la religión.
Roberto me llamó al fondo del salón, donde estaba con su madre.
—¡Qué amable has sido! —le dije—. ¿Cómo darte las gracias? ¿Podemos almorzar mañana juntos?
—Mañana, si quieres, pero entonces con Bloch; me lo he encontrado delante de la puerta; después de un instante de frialdad, porque yo, contra mi deseo, había dejado sin respuesta dos cartas suyas (no me ha dicho que era eso lo que le había molestado, pero yo lo he comprendido), ha sido de una amabilidad tal que no puedo mostrarme ingrato con un amigo semejante. Lo que hay entre nosotros, por su parte a lo menos, siento perfectamente que es para toda la vida, hasta la muerte.
No creo que Roberto se engañase absolutamente. La denigración furiosa era a menudo en Bloch efecto de una viva simpatía a que había creído que no le correspondían. Y como se imaginaba escasamente la vida de los demás, como no pensaba que puede uno haber estado enfermo o de viaje, etc., un silencio de ocho días le parecía en seguida que nacía de una frialdad deliberada. Así, nunca he creído que sus peores violencias de amigo, y más tarde de escritor, fuesen muy profundas. Se exasperaba si se respondía a ellas con una dignidad helada, o con una ramplonería que le alentaba a redoblar sus golpes, pero cedía con frecuencia a una cálida simpatía.
—En cuanto a lo de amable —continuó Saint-Loup—, pretendes que lo he sido para contigo, pero no he sido tal ni poco ni mucho; mi tía dice que eres tú quien huye de ella, que no le dices una palabra. Se pregunta si será que tienes algo contra ella.
Afortunadamente para mí, si hubieran llegado a engañarme estas palabras, nuestra inminente partida para Balbec me hubiera impedido intentar volver a ver a la señora de Guermantes, asegurarle que nada tenía contra ella y ponerla así en la necesidad de probarme que era ella quien tenía algo contra mí. Pero no tuve más que acordarme de que ni siquiera me había ofrecido que fuese a ver los Elstir. Esto, por lo demás, no era una decepción; yo no había esperado en modo alguno que me hablase de ello; lo más que había podido yo desear es que, gracias a su bondad, recibiese de ella, puesto que no debía volverla a ver antes de abandonar París, una impresión enteramente dulce que me llevaría conmigo a Balbec indefinidamente prolongada, intacta, en lugar de un recuerdo mixto de amistad y de tristeza.
La señora de Marsantes dejaba a cada momento de hablar con Roberto para decirme con cuánta frecuencia le había hablado éste de mí, cuánto me quería; mostraba para conmigo una solicitud que casi me daba pena, porque sentía que estaba dictada por el temor que tenía de hacer enfadarse a aquel hijo a quien aún no había visto hoy, con el que estaba impaciente por encontrarse a solas, y sobre el cual creía, por ende, que el imperio que ejercía no igualaba al mío y debía usar de miramientos para con éste. Como me hubiese oído antes que pedía a Bloch noticias del señor Nissim Bernard, su tío, la señora de Marsantes preguntó si era el que había vivido en Niza.
—En ese caso, allí conoció al señor de Marsantes antes de que casase conmigo —había respondido la señora de Marsantes—. Mi marido me ha hablado con frecuencia de él como de un hombre excelente, de corazón delicado y generoso.
—¡Decir que por una vez no había mentido! ¡Es increíble! —hubiera pensado Bloch.
Yo, durante todo este tiempo, hubiera querido decirle a la señora de Marsantes que Roberto la tenía infinitamente más cariño que a mí, y que, aunque ella me hubiera dado muestras de hostilidad, yo no era hombre de tal naturaleza que tratase de prevenirle contra ella, de apartarle de ella. Pero desde que se había retirado la señora de Guermantes me encontraba en mayor libertad para observar a Roberto, y sólo entonces me di cuenta de que parecía haber vuelto a alzarse en él algo que se parecía a la cólera, aflorando a su semblante de rasgos endurecidos y sombríos. Temía yo que con el recuerdo de la escena de por la tarde se sintiese humillado ante mí por haberse dejado tratar tan duramente por su querida sin responderle.
Bruscamente, se separó de su madre, que le había echado un brazo por el cuello, y viniendo hacia mí me arrastró consigo detrás del florido bufetillo de la señora de Villeparisis, ante el cual había vuelto a sentarse ésta, y me hizo seña de que le siguiera al saloncito. Me dirigía a él bastante aprisa, cuando el señor de Charlus, que había podido creer que me encaminaba a la salida, dejó bruscamente al señor de Faffenheim, con quien estaba hablando, y dio una rápida vuelta, que le hizo encontrarse cara a cara conmigo. Vi con inquietud que había cogido el sombrero en cuyo fondo había una G y una corona ducal. En el hueco de la puerta del saloncito me dijo, sin mirarme:
—Como veo que frecuenta usted ahora la sociedad, proporcióneme el placer de venir a verme. Pero la cosa es bastante complicada —añadió en un tono de falta de atención, de cálculo, y como si se hubiera tratado de un placer que tuviese miedo de no volver a encontrar una vez que hubiera dejado escapar la ocasión de combinar conmigo los medios de realizarlo—. Suelo parar poco en casa, tendrá usted que escribirme. Pero preferiría explicarle a usted todo esto con más tranquilidad. Voy a salir dentro de un momento. ¿Quiere usted ir un rato conmigo? Sólo le detendré un instante.
—Fíjese usted, caballero —le dije—. Ha cogido usted equivocadamente el sombrero de uno de los visitantes.
—¿Quiere usted impedirme que me lleve mi sombrero?
Supuse, porque el mismo lance me había ocurrido a mí poco antes, que alguien le habría llevado su sombrero, y él había echado mano de uno al azar por no volverse a casa a pelo, y que yo le ponía en un apuro al descubrir su estratagema. Le dije que primero tenía que decirle unas palabras a Saint-Loup. «Está hablando con el idiota ese del duque de Guermantes», añadí.
—¡Es encantador eso que está usted diciendo! Se lo diré a mi hermano.
—¡Ah! ¿Cree usted que eso puede interesarle al señor de Charlus?
Me figuraba yo que, si tenía un hermano, ese hermano debía llamarse también Charlus. Verdad es que Saint-Loup me había dado en Balbec algunas explicaciones, pero las había olvidado. «¿Quién le habla a usted del señor de Charlus? —me dijo el barón con un tono insolente—. Vaya usted con Roberto. Sé que esta mañana ha tomado usted parte en uno de esos almuerzos de orgía que celebra con una mujer que le deshonra. Lo que debía usted hacer es utilizar la influencia que sobre él tiene para hacerle comprender la pena que causa a su pobre madre y a todos nosotros con arrastrar nuestro nombre por el fango».
Yo hubiera querido responder que en el almuerzo envilecedor no se había hablado más que de Emerson, de Ibsen, de Tolstoy, y que la joven había predicado a Roberto para que éste no bebiese más que agua.
Con objeto de tratar de proporcionarle algún bálsamo a Roberto, cuyo orgullo creía lastimado, intenté disculpar a su querida. No sabía yo que en aquel momento, a pesar de su cólera contra ella, a quien dirigía reproches era a sí mismo. Aun en las riñas entre un hombre bueno y una mala mujer, y cuando el derecho está por completo de una parte, ocurre siempre que haya una bagatela que puede dar a la pérfida la apariencia de tener razón en un punto. Y como desdeña todos los demás, a poco que el hombre bueno la necesite, a poco que se sienta desmoralizado por la separación, recordará los reproches absurdos que la otra le ha dirigido y se preguntará si no tendrán algún fundamento.
—Creo que no he tenido razón en lo del collar —me dijo Roberto—. Claro está que yo no lo había hecho con mala intención, pero de sobra sé que los demás no se colocan en el mismo punto de vista que uno. Raquel ha pasado una niñez muy dura. Para ella soy, de todas maneras, el ricacho que cree que puede uno llegar a todo con su dinero, y contra el cual no puede luchar el pobre, ya se trate de influir sobre Boucheron o de ganar un proceso ante un tribunal. No cabe duda que ella se ha mostrado muy cruel, ya que jamás he buscado otra cosa que su bien. Pero me doy perfecta cuenta de que cree que he querido hacerle sentir que podía tenerla sujeta por el dinero, y eso no es verdad. ¡Me quiere tanto! ¡Qué debe de decirse! ¡Pobrecilla! ¡Si tú supieras! ¡Tiene tales delicadezas! No puedo decirte… ha hecho por mí con frecuencia cosas adorables. ¡Qué desdichada tiene que sentirse en este momento! De todas maneras, pase lo que pase, no quiero que me tome por un imbécil; ahora mismo voy a casa de Boucheron a buscar el collar. ¿Quién sabe? Puede que al ver que procedo de esa manera reconozca sus equivocaciones. Mira tú, lo que no puedo soportar es la idea de que esté sufriendo en este momento. Lo que uno sufre, ya se sabe, no es nada. Pero ella, eso de decirse que sufre y no poder figurárselo uno, creo que me volvería loco, preferiría no volverla a ver nunca antes que dejarla sufrir. Todo lo que pido es que sea feliz sin mí, si es preciso. Mira, ya sabes que para mí todo lo que a ella se refiere es inmenso, que toma un valor de cosa cósmica; corro a casa del joyero, y después a pedirle perdón. Hasta que esté allí yo, ¿qué podrá pensar de mí? ¡Si a lo menos supiera que voy a ir! En todo caso, podrías ir tú a su casa, ¿quién sabe?, quizá se arreglase todo. Acaso —dijo con una sonrisa, como si no se atreviera a creer en un sueño semejante— vayamos a cenar al campo los tres. Pero aún no se puede saber, ¡sé hacerme con ella tan mal! ¡Pobre pequeña!, a lo mejor voy a ofenderla otra vez. Y, además, quizá sea irrevocable su decisión.