Por lo demás, Carlos Morel parecía tener, al lado de la ambición, una viva inclinación hacia realidades más completas. Se había fijado, en el patio, en la sobrina de Jupien mientras ésta cosía un chaleco, y aunque no me dijo sino que necesitaba un chaleco «de fantasía», me di cuenta de que la muchacha le había producido honda impresión. No vaciló en pedirme que bajase con él y lo presentase, «pero no como si estuviese en relación con su familia, ya me entiende usted; cuento con su discreción por lo que se refiere a mi padre; diga usted tan sólo que soy un gran artista amigo suyo; como usted comprende, hay que hacer buena impresión a los comerciantes». Aunque me hubiese insinuado que, como no le conocía suficientemente para llamarle, cosa que él comprendía,
mi querido amigo,
podía decirle delante de la muchacha algo así como «no
querido maestro,
evidentemente, aunque… pero, en fin, si le parece a usted:
mi querido gran artista
», evité, en el chiscón, «calificarle», como hubiera dicho Saint-Simon, y me contenté con responder a sus «usted» con otros «usted». Descubrió entre unas cuantas piezas de terciopelo una del rojo más vivo, y tan chillón, que, a pesar del mal gusto que tenía, nunca pudo, más adelante, ponerse aquel chaleco. La muchacha volvió a ponerse a trabajar con dos de sus «aprendizas», pero a mí me pareció que la impresión había sido recíproca y que Carlos Morel, a quien ella creyó «de su mundo» (más elegante, sencillamente, y más rico) le había gustado singularmente. Como me había extrañado mucho encontrar entre las fotografías que me enviaba su padre una del retrato de miss Sacripant (es decir, de Odette) pintado por Elstir, le dije a Carlos Morel, mientras le acompañaba hasta la puerta cochera: «Me temo que no va a poder usted informarme. ¿Es que conocía mucho mi tío a esa señora? No veo en qué época de la vida de mi tío puedo situarla; y es cosa que me interesa mucho por el señor Swann…». «Precisamente se me olvidaba decirle a usted que mi padre me había recomendado que le llamase la atención acerca de esa señora. En efecto, esa
demi-mondaine
almorzaba en casa de su tío la última vez que usted la vio. Mi padre no sabía a ciencia cierta si podía hacerle pasar a usted. Parece ser que usted le había gustado mucho a aquella mujer ligera, y que esperaba volver a verle. Pero, precisamente, en ese momento surgió el enfado entre la familia, por lo que me ha dicho mi padre, y ya no volvió usted a ver nunca a su tío». En ese instante sonrió, para decirle adiós desde lejos a la sobrina de Jupien. Esta tenía puesta en él la mirada y admiraba sin duda su rostro enjuto, de trazo regular, sus finos cabellos, sus ojos alegres. Yo, al estrecharle la mano, pensaba en la señora de Swann y me decía con asombro, tan separadas se aparecían en mi recuerdo, que desde ahora en adelante tendría que identificarla con la «Dama de rosa».
El señor de Charlus estuvo sentado bien pronto al lado de la señora de Swann. En todas las reuniones en que se encontraba, desdeñoso para con los hombres, cortejado por las mujeres, no tardaba en ir a agregarse a la más elegante, por cuya toaleta se sentía como empenachado. La levita o el frac del barón le hacían asemejarse a esos retratos, restaurados por un gran colorista, de un hombre de negro, pero que tiene cerca de sí, en una silla, una capa deslumbrante que va a vestirse para un baile de trajes. Este diálogo íntimo, generalmente con alguna alteza, procuraba al señor de Charlus distinciones de las que a él le gustaban. Tenía, por ejemplo, como consecuencia, que las amas de casa dejasen, en una fiesta, al barón ser el único que tuviera una silla ante sí, en una fila de señoras, mientras los demás hombres se apretujaban al fondo. Además, muy enfrascado, a lo que parecía, en contar, y en voz muy alta, historias divertidas a la enhechizada dama, el señor de Charlus se hallaba dispensado de ir a saludar a las demás, y, por ende, de tener deberes que cumplir. Tras la barrera perfumada que formaba para él la belleza escogida, estaba aislado en medio de un salón como en medio de una sala de espectáculos en un palco, y cuando alguien venía a saludarle, a través, por decirlo así, de la belleza de su acompañante, era disculpable que respondiera brevísimamente, y sin dejar de hablar a una mujer. Claro está que la señora de Swann no pertenecía precisamente a la categoría de las personas con quienes gustaba de lucirse en esta forma. Pero el señor de Charlus hacía profesión de admiración hacia ella, de amistad respecto de Swann; sabía que a ella le halagaría su solicitud, y a su vez se sentía lisonjeado por haberse comprometido por la criatura más bonita de cuantas se encontraban en el salón.
La señora de Villeparisis, por lo demás, sólo a medias estaba satisfecha de recibir la visita del señor de Charlus. Este, aunque encontraba grandes defectos a su tía, la quería mucho. Pero a ratos, hostigado por la cólera, por imaginarios motivos de queja, le dirigía, sin resistir a sus impulsos, cartas de extremada violencia, en las que sacaba a relucir cosas insignificantes en las que hasta entonces parecía no haber reparado. Entre otros ejemplos puedo citar este hecho, porque mi estancia en Balbec me puso al corriente de ello: la señora de Villeparisis, con el temor de no haber llevado consigo suficiente dinero para poder prolongar su veraneo en Balbec, y como no le gustaba, porque era avara y temía los gastos superfluos, hacer venir dinero de París, había hecho que le prestase tres mil francos el señor de Charlus. Este, un mes más tarde, disgustado con su tía por una razón insignificante, se los reclamó por giro telegráfico. Recibió dos mil novecientos noventa francos y pico. Al ver a su tía algunos días después, en París, y charlando amistosamente con ella, le hizo observar con mucha suavidad el error cometido por el Banco encargado del envío. «Es que no hay tal error, repuso la señora de Villeparisis; el giro telegráfico cuesta seis francos setenta y cinco céntimos». «¡Ah, si se trata de cosa hecha adrede, está bien! —replicó el señor de Charlus—. Se lo había dicho a usted solamente por si no lo sabía, porque en ese caso, si el Banco hubiera procedido en la misma forma con personas menos allegadas a usted que yo, la cosa hubiera podido ser para usted una contrariedad». «No, no; no hay ningún error». «En el fondo, tiene usted perfecta razón», concluyó jovialmente el señor de Charlus, besando cariñosamente la mano de su tía. En efecto, no le dirigía el menor reproche, y sonreía únicamente ante su cominera tacañería. Pero algún tiempo después, creyendo que su tía, en un asunto de familia, había querido burlarle y «armar toda una conjura contra él», como ella se atrincheraba bastante neciamente detrás de los hombres de negocios con quienes, precisamente, había sospechado él que estaba aliada en contra suya, le había escrito una carta desbordante de furor y de insolencia. «No me contentaré con vengarme —añadía a modo de postdata—; he de ponerla a usted en ridículo. Desde mañana voy a contarle a todo el mundo la historia del giro telegráfico y de los seis francos con setenta y cinco céntimos con que se me ha quedado usted de los tres mil que yo le había prestado. La desacreditaré». En lugar de esto, había ido a la mañana siguiente a pedirle perdón a su tía la de Villeparisis, arrepentido de una carta en que había cosas verdaderamente espantosas. Por lo demás, ¿a quién hubiera podido hacer saber la historia del giro telegráfico? Como lo que quería no era venganza, sino una reconciliación sincera, ahora es cuando hubiese callado la historia del giro. Pero antes la había contado en todas partes, aun estando como estaba muy a bien con su tía; la había contado sin mala intención, por hacer reír y porque era la indiscreción en persona. La había contado, pero sin que la señora de Villeparisis lo supiese. Así es que al enterarse por su carta de que se proponía desacreditarla divulgando una circunstancia en que le había declarado a ella misma que había obrado bien, la señora de Villeparisis había pensado que su sobrino la había engañado entonces y que mentía al fingir quererla. Todo esto se había aplacado, pero ninguno de los dos sabía exactamente la opinión que el otro tenía de él. Evidentemente se trataba aquí de un caso de desavenencias intermitentes un tanto particular. De diferente orden eran las de Bloch con sus amigos. De otro, también, las del señor de Charlus, como se verá, con personas completamente distintas de la señora de Villeparisis. A pesar de ello, es menester recordar que la opinión que tenemos unos de otros, las relaciones de amistad, de familia, no tienen nada de fijo, salvo en apariencia, antes son tan eternamente móviles como el mar. De ahí tantos rumores de divorcio entre esposos que parecían tan perfectamente unidos y que poco después hablan cariñosamente el uno del otro, tantas infamias dichas por un amigo acerca de otro de quien le creíamos inseparable y con el que le encontraremos reconciliado antes de que hayamos tenido tiempo de salir de nuestro asombro; tantas alianzas deshechas en tan poco tiempo entre los pueblos.
—¡Dios mío! ¡Está la cosa que arde entre mi tío y la señora de Swann! —me dijo Saint-Loup—. ¡Y mamá que, en su inocencia, va a estorbarles! ¡Para los seres puros es puro todo!
Miré al señor de Charlus. El copete de sus cabellos grises, su ojo cuya ceja enarcaba el monóculo y que sonreía, el ojal de su solapa decorada con flores rojas, formaban como los tres vértices movibles de un triángulo convulsivo y sorprendente. Yo no me había atrevido a saludarle, en vista de que no me había hecho ninguna seña. Pero el caso es que aunque no estuviese vuelto hacia mi lado, yo estaba convencido de que me había visto; mientras contaba alguna historia a la señora de Swann, cuyo magnífico abrigo color pensamiento flotaba hasta la rodilla del barón, los ojos del señor de Charlus, comparables a los de un vendedor al aire libre que teme la llegada de la
Roja,
habían explorado evidentemente cada palmo del salón y descubierto a todas las personas que en éste se encontraban. El señor de Châtellerault fue a saludarle sin que nada revelase en el semblante del señor de Charlus que éste se hubiera dado cuenta de la presencia del joven antes del momento en que lo tuvo ante sí. Así es como en las reuniones un tanto concurridas, como era ésta, el señor de Charlus tenía de una manera casi constante una sonrisa sin dirección determinada ni destino particular y que, preexistente respecto de los saludos de los que iban llegando, resultaba, cuando éstos entraban en su zona, despojada de toda significación de amabilidad para ellos. Con todo, era menester que yo fuese a saludar a la señora de Swann. Pero como ésta no sabía si yo conocía a la señora de Marsantes y al señor de Charlus, estuvo bastante fría conmigo, temiendo, sin duda, que yo le pidiera que me presentase a ellos. Me adelanté entonces al señor de Charlus, e inmediatamente lo lamenté, pues que, aunque debía de verme perfectamente, no daba muestra alguna de que así fuera. En el momento en que me incliné ante él, me encontré, distante de su cuerpo, que me impedía acercarme con toda la longitud de su brazo extendido, con un dedo viudo, hubiérase dicho, de un anillo episcopal cuyo lugar consagrado parecía ofrecer para que se besase, y debió de parecer como si hubiese penetrado contra la voluntad del barón y por obra de una efracción cuya responsabilidad me dejaba en la permanencia, en la dispersión anónima y vacante de su sonrisa. Esta frialdad no fue como para alentar gran cosa a la señora de Swann a desprenderse de la suya.
—¡Qué cansado y qué agitado pareces! —dijo la señora de Marsantes a su hijo, que había venido a saludar al señor de Charlus.
Y, en efecto, las miradas de Roberto parecían alcanzar a ratos una profundidad que abandonaba inmediatamente como un nadador que ha tocado el fondo en su zambullida. Ese fondo, que hacía tanto daño a Roberto, que lo abandonaba en seguida para volver a él un instante más tarde; era la idea de que había roto con su querida.
—No importa —añadió su madre acariciándole la mejilla—, no importa; está bien esto de ver una a su niño chiquito.
Pero estas ternezas parecían irritar a Roberto. La señora de Marsantes se llevó a su hijo al fondo del salón, donde, en un hueco con colgaduras de seda amarilla, algunos sillones de Beauvais apiñaban sus tapicerías violáceas como iris empurpurados en un campo de botones de oro. La señora de Swann, al encontrarse y darse cuenta de que yo tenía amistad con Saint-Loup, me hizo seña de que fuese a su lado. Como hacía tanto tiempo que no la había visto, no sabía de qué hablarle. Yo no perdía de vista mi sombrero entre todos los que se encontraban sobre la alfombra, pero me preguntaba con curiosidad a quién podría pertenecer uno que no era el del duque de Guermantes y en cuya badana había una gran G con la corona ducal encima. Yo sabía quiénes eran todos los visitantes, y no encontraba uno solo de ellos de quien pudiera ser el sombrero.
—¡Qué simpático es el señor de Norpois! —le dije, indicándoselo—. Verdad es que Roberto de Saint-Loup me dice de él que es un mal bicho, pero…
—Tiene razón —repuso la señora de Swann.
Al ver que su mirada hacía referencia a algo que me ocultaba, la asedié a preguntas. Satisfecha acaso por parecer que estaba muy ocupada con alguien en un salón en que a casi nadie conocía, me llevó a un rincón.
—Verá usted lo que de seguro ha querido decirle el señor de Saint-Loup —me respondió—; pero no se lo repita usted a él, porque me tendría por indiscreta, y me importa mucho su estimación; yo, ¿sabe usted?, soy muy «caballero». Últimamente, Charlus ha almorzado en casa de la princesa de Guermantes; no sé cómo, se habló de usted. El señor de Norpois les dijo —es una inepcia, no vaya usted a tomarlo a pecho, nadie le ha concedido importancia, de sobra saben todos de qué labios viene eso— que usted era un adulador medio histérico.
Antes he contado ya mi estupefacción ante el hecho de que un amigo de mi padre como era el señor de Norpois hubiera podido expresarse así hablando de mí. Aún fue mayor la que experimenté al saber que mi emoción de aquel remoto día en que había hablado de la señora de Swann y de Gilberta era conocida de la princesa de Guermantes, de quien me creía ignorado. Cada uno de nuestros actos, de nuestras palabras, de nuestras actitudes, están separados del «mundo», de la gente que no los ha percibido directamente, por un medio cuya permeabilidad varía hasta el infinito y permanece desconocida para nosotros; como la experiencia nos ha enseñado que tal frase importante que habíamos deseado vivamente que fuese propagada (así aquellas tan entusiastas que yo decía en otro tiempo a todo el mundo y en cualquier ocasión a cuenta de la señora de Swann, pensando que entre tantas buenas semillas esparcidas no dejaría de haber alguna que germinase) ha resultado que, a menudo, por causa de nuestro mismo deseo, ha sido escondida bajo el celemín, con cuánta más razón estábamos lejos de creer que un dicho minúsculo, olvidado hasta de nosotros, o que incluso no hemos pronunciado nunca y que se ha formado en el camino por la imperfecta refracción de una frase diferente, habría de ser transportado, sin que jamás se detuviese su marcha, a distancias infinitas —en este caso, hasta la princesa de Guermantes— y fuese a divertir a costa nuestra al festín de los dioses. Lo que recordamos de nuestra conducta permanece ignorado hasta de nuestro vecino más próximo; lo que de ella hemos olvidado haber dicho, o incluso lo que jamás hemos dicho, va a provocar a risa hasta en otro planeta, y la imagen que los demás se forman de nuestros hechos y gestos se parece tan poco a la que de ellos nos formamos nosotros mismos como se parece a un dibujo un calco mal hecho en que unas veces correspondiese al trazo negro un espacio vacío, y a un blanco un contorno inexplicable. Puede ocurrir, por lo demás, que lo que no ha sido transcrito sea algún rasgo ideal que sólo vemos por complacencia, y que, en cambio, lo que nos parece añadido nos pertenezca, pero tan esencialmente que escape a nuestra percepción. De suerte que esta extraña prueba que nos parece tan poco parecida tiene a veces el género de verdad, poco lisonjero, pero desde luego profundo y útil, de una fotografía tomada con los rayos X. No es una razón para que no nos reconozcamos en ella. Un hombre que tiene la costumbre de sonreír en el espejo a su buena planta y a su hermoso torso, si le muestran su radiografía tendrá ante ese rosario de huesos que le presentan como imagen de sí mismo la misma sospecha de un error que siente el visitante de una exposición que ante un retrato de muchacha lee en el catálogo: «Dromedario echado». Más tarde había de darme cuenta yo de esta divergencia entre nuestra imagen según que esté dibujada por nosotros mismos o por los demás, por otros que yo, que vivían beatíficamente en medio de una colección de fotografías que habían tomado de sí mismos mientras que en torno hacían muecas, espantosas imágenes, habitualmente invisibles para ellos mismos, pero que les sumirían en estupor si una casualidad se las mostrase diciéndoles: «Este es usted».