—¿No piensa usted hablar en el Instituto del precio del pan durante la Fronda? —preguntó tímidamente el historiador de la Fronda al señor de Norpois—. Podría encontrar usted en ello un éxito considerable (lo cual quería decir un reclamo monstruoso) —añadió, sonriendo al embajador con una pusilanimidad, pero también con una ternura que le hizo alzar los párpados y descubrir los ojos, grandes como un cielo.
Me parecía haber visto aquella mirada, y, sin embargo, sólo de hoy conocía al historiador. De pronto recordé que esa misma mirada la había visto yo en los ojos de un médico brasileño que pretendía curar los ahogos como los que yo padecía con absurdas inhalaciones de esencias de plantas. Como, por que se tomase más cuidado de mí, le había dicho yo que conocía al profesor Cottard, me había respondido, como si fuera en interés de Cottard: «Pues ahí tiene usted un tratamiento que si le hablase usted de él le daría tema para una comunicación resonante a la Academia de Medicina». No se había atrevido a insistir, pero me había mirado con la misma expresión de interrogación tímida, interesada y suplicante que acababa yo de admirar en el historiador. Verdad es que los dos hombres no se conocían y que apenas se asemejaban, pero las leyes psicológicas poseen, como las leyes físicas, cierta generalidad. Y las condiciones necesarias son las mismas, una misma mirada ilumina a animales humanos diferentes, como un mismo cielo matinal alumbra lugares de la tierra situados muy lejos uno de otro y que jamás se han visto entre sí. No oí la respuesta del embajador, porque todo el mundo, con un poco de barullo, se había acercado a la señora de Villeparisis para verla pintar.
—¿Sabe usted de quién estamos hablando, Basin? —dijo la duquesa a su marido.
—Naturalmente, lo adivino —contestó el duque.
—¡Ah! No es precisamente lo que se dice una comedianta de pura cepa.
—¡De ningún modo! —continuó la señora de Guermantes dirigiéndose al señor de Argencourt—. No puede usted haberse imaginado nunca nada más risible.
—Era
drolática,
inclusive —interrumpió el señor de Guermantes, cuyo extraño vocabulario permitía a un mismo tiempo a la gente de mundo decir de él que no era ningún tonto y a la gente de letras tenerle por el peor de los imbéciles.
—No puedo comprender —prosiguió la duquesa— cómo ha podido quererla nunca Roberto. ¡Oh! Bien sé que nunca se deben discutir esas cosas —añadió con un gracioso mohín de filósofa y de sentimental desencantada—. Sé que cualquier hombre puede enamorarse de una cualquier cosa. Y —añadió, porque si se burlaba todavía de la literatura nueva, ésta, quizá gracias a la vulgarización de los periódicos o a través de ciertas conversaciones, se había infiltrado un tanto en ella— precisamente es eso lo que tiene de hermoso el amor, porque es precisamente lo que lo hace
misterioso.
—¡Misterioso! ¡Ah! Confieso que eso es un poco fuerte para mí, prima —dijo el conde de Argencourt.
—Pues sí, el amor es muy misterioso —contestó la duquesa con una dulce sonrisa de mujer de mundo amable, pero también con la intransigente convicción de una wagneriana que afirma a un hombre de su círculo que no sólo hay meros ruidos en la
Walkyria
—. Por lo demás, en el fondo, no se sabe por qué una persona quiere a otra; quizá no sea ni poco ni mucho por lo que nos figuramos —añadió sonriendo, rechazando así de golpe y porrazo, con su interpretación, la idea que acababa de emitir—. Por otra parte, en el fondo, nunca se sabe nada —concluyó con expresión escéptica y fatigada—. Por tanto, ya ve usted, es más
inteligente:
no hay que discutir nunca la elección de los amantes.
Pero después de haber sentado este principio faltó inmediatamente a él criticando la elección de Saint-Loup.
—De todas maneras, mire usted, por mi parte, encuentro asombroso que pueda encontrarse ninguna seducción en una persona ridícula.
Bloch, al oír que hablábamos de Saint-Loup y comprendiendo que éste se hallaba en París, empezó a decir a cuenta de él una calumnia tan espantosa que sublevó a todo el mundo. Empezaba a tener odios, y se veía que no retrocedía ante nada con tal de saciarlos. Como había sentado por principio, respecto de sí mismo, que poseía un alto valor moral y que la calaña de gentes que frecuentaba la
Boulie
(círculo deportivo que a él se le antojaba elegante) merecía ir a presidio, todos los golpes que podía asestarles le parecían meritorios. En una ocasión llegó incluso a hablar del proceso que pensaba entablar contra uno de sus amigos de la
Boulie.
En el curso de ese proceso se proponía declarar de una manera mendaz, cuya falsedad, sin embargo, no podría demostrar el acusado. De este modo, Bloch, que por lo demás no llegó a poner en ejecución su proyecto, contaba con acabar de desesperarle y volverle loco. ¿Qué mal había en ello, puesto que aquel a quien quería aplastar así era un hombre que no pensaba más que en la elegancia, un hombre de la
Boulie,
y que cuando se trata de gente de ese jaez son lícitas todas las armas, sobre todo para un santo como era él, el propio Bloch?
—Sin embargo, ahí tiene usted a Swann —objetó el señor de Argencourt, que por fin acababa de comprender el sentido de las palabras que acababa de pronunciar su prima; estaba asombrado de su justeza y rebuscaba en su memoria ejemplos de gente que hubiese estado enamorada de personas que a él no le hubiesen gustado.
—¡Ah! Swann no es el mismo caso, precisamente —protestó la duquesa—. Es muy extraño, de todas maneras, ya que ella es una idiota de una pieza, pero no era ridícula y ha sido bonita.
—¡Oh! ¡Oh! —rezongó la señora de Villeparisis.
—¡Ah! ¿A usted no le parecía bonita? Pues sí, tenía algunas cosas encantadoras, unos ojos muy lindos, un pelo hermoso, se vestía y se viste aún maravillosamente. Ahora reconozco que está inmunda, pero ha sido una mujer admirable. No por eso ha dejado de darme pena que se casase con ella Carlos, ya que era completamente inútil.
La duquesa no creía haber dicho nada que valiese la pena de ser notado; pero como el señor de Argencourt se echó a reír, repitió la frase, fuera porque ella misma la encontrase graciosa, o simplemente porque le pareciese amable el que le reía la gracia, al cual se puso a mirar con expresión de mimo, para añadir el encanto de la dulzura al del ingenio. Continuó:
—Sí, no valía la pena, ¿verdad?; pero, al fin y al cabo, ella no dejaba de tener ángel, y comprendo perfectamente que se enamoraran de ella, mientras que la señorita esa de Roberto les aseguro a ustedes que es como para morirse de risa. Bien sé que se me objetará la vieja muletilla de Augier: «¡Qué importa el frasco, con tal que se emborrache uno!». Puede que Roberto haya conseguido la borrachera, pero la verdad es que no ha dado prueba de buen gusto al escoger el frasco. En primer lugar, figúrense ustedes que la señorita ésa tuvo la pretensión de que yo hiciese poner una escalera en mitad de mi salón. Ahí es nada, ¿verdad?, y me había anunciado que se estaría tendida boca abajo en los escalones. Por lo demás, si hubieran oído ustedes lo que decía; no conozco más que una escena, pero no creo que sea posible imaginarse nada por el estilo: es de una cosa que se llama
Las siete princesas.
—
Las siete princesas,
¡oh!, ¡huy!, ¡huy!, ¡qué snobismo! —exclamó el señor de Argencourt—. ¡Ah! Pero espere usted: yo conozco toda la obra. Es de un compatriota mío. Se la envió al rey, que no entendió una palabra de ella y me pidió que se la explicase.
—¿No será, por casualidad, del Sar Peladan? —preguntó el historiador de la Fronda con una intención de agudeza y de actualidad, pero tan bajo que su pregunta pasó inadvertida.
—¡Ah! ¿Conoce usted
Las siete princesas
? —respondió la duquesa al señor de Argencourt—. ¡Enhorabuena! Lo que es yo no conozco más que una de ellas, pero con eso se me ha quitado la curiosidad por conocer a las otras seis. ¡Como sean todas parecidas a la que he visto!
«¡Qué cernícalo!», pensé yo, irritado ante la glacial acogida que me había hecho. Hallaba algo así como una áspera satisfacción al comprobar su completa incomprensión de Maeterlink. «¡Y por una mujer como ésta ando yo tantos kilómetros todas las mañanas! La verdad es que tengo buena pasta. Ahora soy yo el que no querría nada con ella». Tales eran las palabras que me decía; eran lo contrario de mi pensamiento; eran puras frases de conversación, como las que nos decimos en esos momentos en que, demasiado agitados para permanecer a solas con nosotros mismos, sentimos la necesidad, a falta de otro interlocutor, de hablar con nosotros, sin sinceridad, como con un extraño.
—No puedo darles a ustedes una idea de aquello —continuó la duquesa—; era como para retorcerse de risa. La gente no dejó de hacerlo, con exceso, inclusive, porque a la criatura no le hizo ninguna gracia, y Roberto, en el fondo, me la ha guardado siempre. Cosa que no siento, por lo demás, ya que si aquello llega a salir bien acaso hubiera vuelto la señorita y no sé hasta qué punto le hubiera encantado eso a María-Aynard.
Llamaban así en familia a la madre de Roberto, la señora de Marsantes, viuda de Aynard de Saint-Loup, para distinguirla de su prima la princesa de Guermantes-Baviera, otra María, a cuyo nombre sus sobrinos, primos y cuñados añadían, para evitar la confusión, o bien el nombre del marido, o bien otro de sus propios nombres, con lo que resultaba unas veces María-Gilberto y otras María-Hedwigia.
—La víspera, en primer lugar, hubo una especie de ensayo que fue una cosa preciosísima —prosiguió irónicamente la señora de Guermantes—. Figúrense ustedes que decía una frase, ni siquiera un cuarto de frase, y luego se paraba; ya no decía nada más, no exagero, en cinco minutos.
—¡Huy!, ¡huy!, ¡huy! —exclamó el señor de Argencourt—. Con toda la cortesía del mundo, me permití insinuar que aquello quizá chocase un poco. Y me contestó textualmente: «Hay que decir siempre las cosas como si uno mismo estuviera componiendo». ¡A poco que se fijen ustedes en ella, la respuesta es monumental!
—Pero yo creía que no decía mal los versos —dijo uno de los dos jóvenes.
—Ni siquiera sabe lo que es eso —respondió la señora de Guermantes—. Por lo demás, no tuve necesidad de oírla. Me bastó verla llegar con los lirios. En seguida me di cuenta de que no tenía talento, ¡en cuanto vi los lirios!
Todo el mundo se echó a reír.
—Tía, no me habrá usted guardado rencor por mi broma del otro día a cuenta de la reina de Suecia; vengo a pedirle a usted el
amán.
—No, no te guardo rencor; te concedo derecho a merendar, inclusive, si traes hambre.
—Vamos, señor Vallenères, haga usted de señorita —dijo la señora de Villeparisis al archivero, siguiendo una broma ya consagrada.
El señor de Guermantes se irguió en la butaca en que se había dejado caer, con su sombrero al lado, en la alfombra, y examinó con cara de satisfacción los platos de pastelillos que le presentaban.
—Con mucho gusto, ahora que empiezo a estar familiarizado con este noble concurso, aceptaré un bizcocho borracho; parecen excelentes.
—Este caballero desempeña a maravilla su papel de señorita de la casa —dijo el señor de Argencourt, que, por espíritu de imitación, repitió la broma de la señora de Villeparisis.
El archivero presentó el plato de pastelillos al historiador de la Fronda.
—Cumple usted a la perfección sus funciones —dijo éste por timidez y por tratar de conquistarse la simpatía general.
Así, lanzó a hurtadillas una mirada de connivencia a los que habían hecho ya lo mismo que él.
—Diga usted, tiíta —preguntó el señor de Guermantes a la señora de Villeparisis—, ¿quién es ese señor bastante bien portado que salía cuando entraba yo? Debo de conocerlo, porque me ha hecho un gran saludo; pero no se lo he devuelto, ya sabe usted que estoy peleado con los apellidos, cosa que es muy desagradable —dijo en tono de satisfacción.
—El señor Legrandin.
—¡Ah, pero si Oriana tiene una prima cuya madre, si no me engaño, se llamaba Grandin de soltera! Lo sé perfectamente, son unos Grandin de l’Eprevier.
—No —respondió la señora de Villeparisis—, no tienen nada que ver. Estos son Grandin sencillamente, Grandin a secas. Pero no desean otra cosa que ser Grandin de todo lo que tú quieras. La hermana de éste se llama la señora de Cambremer.
—Pero, Basin, sabe usted perfectamente quién quiere decir mi tía —exclamó la duquesa con indignación—; ¡pero si es el hermano de ese enorme herbívoro a quien tuvo usted la extraña ocurrencia de mandar que fuese a verme el otro día! Estuvo una hora, pensé que iba a volverme loca. Pero empecé por creer que quien lo estaba era ella al ver entrar en mi casa a una persona a quien yo no conocía y que tenía toda la facha de una vaca.
—Mire usted, Oriana, me había preguntado qué día recibía usted; yo, al fin y al cabo, no podía hacerle un desaire, y además, vamos, exagera usted, no parece una vaca —añadió él en tono lastimero, pero no sin lanzar a hurtadillas una mirada sonriente a la concurrencia.
Sabía que el gracejo de su mujer necesitaba ser estimulado por la contradicción, la contradicción del sentido común que protesta, por ejemplo, de que no se puede tomar a una mujer por una vaca (así es como la señora de Guermantes, insistiendo sobre una primera imagen, había llegado a menudo a producir sus frases más bonitas). Y el duque se presentaba ingenuamente a ayudarla, sin que lo pareciese, a sacar adelante su juego, ni más ni menos que en un vagón el compadre inconfesado de un jugador de manos tramposo.
—Reconozco que no parece una vaca, porque parece varias —exclamó la señora de Guermantes—. Le juro a usted que yo estaba perplejísima al ver aquel rebaño de vacas con sombrero que entraba en mi salón y que me preguntaba cómo estaba. Por una parte me daban ganas de decirle: «Pero, rebaño de vacas, te confundes; tú no puedes estar en relación conmigo, puesto que eres un rebaño de vacas», y, por otra parte, rebuscando en mi memoria, acabé por creer que su Cambremer era la infanta Dorotea, que había dicho que iría alguna vez y que también es bastante
bovina,
de modo que estuve a punto de llamar Su Alteza Real y hablar en tercera persona a un rebaño de vacas. Tiene también el tipo de buche de la reina de Suecia. Por lo demás, ese ataque a viva fuerza había sido preparado por un tiroteo a distancia, con todas las reglas del arte. Desde hacía no sé cuánto tiempo me tenía bombardeada con sus cartas, me las encontraba por todas partes, encima de todos los muebles, como si fueran prospectos. Yo ignoraba la finalidad de aquel reclamo. No se veía en mi casa más que «Marqués y Marquesa de Cambremer», con una dirección que no recuerdo y de que, por lo demás, estoy resuelta a no servirme nunca.