Read El mito de Júpiter Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (34 page)

BOOK: El mito de Júpiter
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Has sido poco cauto. Te proporcionó la información una gladiadora llamada Amazonia, en un bar llamado la Cuna en el Árbol.

Me quedé horrorizado.

—¿No me digas que es uno de los establecimientos de la banda? Pero si ya lo pensé, comprobé el nombre. ¿Qué tiene que ver una cuna balancín con Júpiter?

Amico era persona culta, un lector con ánimo de aprender, que sabía más que yo de mitología. También le gustaba alardear de ello.

—Según la antigua tradición, el dios Júpiter era hijo de una deidad, Cronos. Este se comía a sus hijos, una manera salvaje de evitar la profecía según la cual un día sería reemplazado por su propio hijo. La madre de Júpiter escondió al bebé recién nacido en una cuna dorada colgada de un árbol entre la tierra y el cielo, para que su celoso padre no pudiera encontrarlo en ninguna parte, ni por tierra ni por mar.

—¡Oh, mierda!

—Os oyeron hablar a ti y a la chica, Falco.

—Entonces ella está en peligro…

—Claro que nunca podrías presentar a una gladiadora en los tribunales. Aun así, Florio querrá eliminarla. —Amico parecía contemplar esta perspectiva de una manera mucho más flemática que yo.

—¡Tengo que advertírselo… enseguida!

—Una cosa más. —La actitud del torturador se volvió tan insensible como yo la había visto—. Este tal Florio sabe también que un oficial romano lo está siguiendo. ¿Eres tú, Falco?

—No. Es un miembro de los vigiles.

Amico aprobaba a los vigiles en la misma medida en que me desaprobaba a mí. Petronio era un profesional, un empleado paramilitar equiparable al mismo torturador; yo era un informante, es decir, un lastre de clase baja. Mi nuevo anillo ecuestre no hacía otra cosa que convertirme en un farsante con ínfulas.

—Florio ha jurado que se las va a pagar. —Amico vio la cara que puse—. Es amigo tuyo, ¿no?

—El mejor.

Me dirigía a toda prisa a buscar el equipo cuando me encontré con Helena. Como si me hubiese leído el pensamiento, venía corriendo hacia mí con mi espada. Tras ella venía una inconfundible integrante del grupo de gladiadoras, la chica que quería ser un chico. O quienquiera que fuera.

—¡Marco! Puede que Cloris tenga dificultades…

—Necesitamos tu ayuda —dijo aquel duendecillo andrógino de pecho plano y ojos límpidos.

—¡Decidme qué ha ocurrido! —Mientras yo hablaba, Helena me ayudaba a abrocharme la espada.

—Ese hombre que quiere controlarnos ha pedido reunirse con Amazonia. Ella está nerviosa. Cree que podría volverse violento.

—Y tiene razón —repliqué con gravedad—. Se llama Florio. Está al frente de una de las peores bandas criminales de Roma, son extremadamente peligrosos. Y lo que es más, Florio sabe que me hizo una declaración en su contra.

La mensajera soltó un chillido.

—Bueno, ella trató de darle largas. Pero ahora él dice que presionará a los programadores de la arena. No volveremos a entrar en el reparto a menos que cooperemos. Ella tenía que hacer algo al respecto. Quedó en encontrarse con él en la arena esta tarde.

—¿Se ha ido allí? ¿Fue sola?

—No lo sé…

—¡Ve a buscar a todo tu grupo! Le va a hacer falta alguien que sepa luchar. —A Helena le dije entre clientes—: Es probable que Florio aparezca acompañado de su banda. Avisa al gobernador y a tu tío. Vamos a necesitar soldados. Si no se fían de la guarnición, diles que manden a auxiliares de su escolta personal.

Helena estaba pálida.

—¿Y qué pasa con Petronio?

—Cuéntale lo que pasa si lo ves. Pero ha estado montando guardia en esa supuesta oficina que hay en el burdel junto a los baños. Apuesto a que Petro sabía desde el principio que se trataba de un lugar que Florio frecuentaba. Lo conozco bien, verá salir a Florio y lo seguirá.

—Iré yo misma a explicárselo a Petro —decidió Helena.

No tenía tiempo para discutir.

—Ándate con muchísimo cuidado. Llévate a Albia; ella sabe dónde es.

XLII

La arena se encontraba en el sector noroeste de la ciudad. Era nueva. A su alrededor se extendía una zona sin edificar en la que aun no vivía ni trabajaba nadie. Sobre el terreno desigual del lado de la ciudad había una hilera de tenderetes al estilo de los de los mercados que en aquellos momentos tenían los mostradores tapados en su mayoría, aunque cuando hubiera un espectáculo sin duda todos contarían con maquinadores comerciantes que los atendieran. Había uno o dos que obstinadamente ofrecían comida ligera y estatuillas de gladiadores, aun cuando aquel día sólo pululaban por la zona unos cuantos visitantes ocasionales. Un oso encadenado, que quizá nada tuviera que ver con las bestias de la arena, era tristemente expuesto cerca de una de las entradas. Le habían extraído los dientes. Ningún organizador que se precie lo pondría en la pista. Al verse privado de sus colmillos se estaba muriendo de hambre.

Un portero dejaba entrar a los curiosos a «ver la arena» por una pequeña propina. Debía de haber corrido el rumor de que las gladiadoras estaban entrenándose. Los habituales fanáticos del sexo que no tenían vergüenza ni trabajo que hacer habían acudido tranquilamente para echar una miradita a los músculos y a las faldas cortas. Parecía como si aquellos excéntricos fueran allí a babear cada día.

¡Por todos los dioses, si hasta había turistas! Teníamos que sacar de ahí a esa gente No hubo manera. Los paseantes se negaron a marcharse en cuanto se olieron que estaba en marcha una operación oficial. La gente está chalada. Se olvidan de su propia seguridad y lo que quieren es papar moscas. Y estaba claro que teníamos el lugar vigilado. ¡Oh, por el Hades! ¡Oh, dos veces por el Hades! Florio no se acercaría si se daba cuenta de que le esperaba un comité de recepción.

Aquel anfiteatro de Londinium no era nada comparado con el sólido monumento que Vespasiano estaba creando como regalo personal para la gente de Roma. El emperador había vaciado el lago de la Casa Dorada de Nerón y tenía planeado construir el mayor lugar de entretenimiento del mundo. Allí en Roma teníamos a cuatro equipos de mamposteros trabajando a toda máquina. Se había abierto toda una cantera en el camino hacia Tibur; doscientos carros de bueyes cada día bloqueaban las carreteras de la ciudad al transportar el mármol travertino para el revestimiento. El extremo sur del foro era un caos, lo había sido desde la subida al trono del emperador y todavía lo sería algunos años más. A todos los esclavos capturados durante la pacificación de Judea los estaban matando a trabajar.

Por contraste, la arena de juguete de Londinium se alzaba en un lugar inhóspito y estaba hecha de madera. Yo me esperaba que tuviera el aspecto de haber sido armada a golpes por un par de sujetos que fueran carpinteros en su tiempo libre, pero era un trabajo de expertos. Aquellos sólidos y resistentes maderos tallados eran sin duda una joya de la sencilla esquina en cola de milano y la unión de media vuelta en cuña. Nosotros, los romanos, le habíamos enseñado a Britania el concepto de un comercio organizado de la madera; introdujimos aserradores decentes, pero también trajimos armazones de edificios prefabricados que podían montarse rápidamente in situ. Lo empezó el ejército; algunos fuertes llegaron en forma de kit (vigas ya cortadas con los correspondientes clavos para ensamblarlas) listos para ser levantados ante las narices de los bárbaros, al parecer durante la noche. Una fuerza armada permanente de alguna relevancia adquirió su propia arena para tener contentos a los muchachos. Aquel edificio significaba que Londinium ya era entonces una legítima parte del imperio y que indudablemente iba en alza.

Yo había llegado allí desde el foro. Tras cruzar el arroyo anduve con mucho cuidado por un camino de acceso lleno de estiércol de mula y me aposté a la sombra de la entrada este mientras examinaba el escenario. Para mi sorpresa, alguien había importado y plantado un pino piñonero romano a unos seis metros de la entrada. Allí, tan lejos de casa, el pino había arraigado y debía de proporcionar piñas para ceremonias rituales.

El despreciable y asqueroso individuo que buscaba las propinas de los visitantes me echó un vistazo, escupió y decidió no pedirme el dinero de la entrada. Yo lo fulminé con la mirada de todos modos. Hizo ademán de escabullirse. Yo lo llamé para que volviera.

—Ve corriendo a los barracones. Diles que manden un destacamento urgentemente. Diles que hay disturbios.

—¿Qué disturbios?

—Unos muy graves que van a empezar mientras tú vas corriendo a buscar a las tropas.

Atravesé el arco y me adentré en el oscuro pasaje bajo las gradas sin hacer caso de las vías de acceso para la audiencia. Los peatones contaban con escaleras propias para subir a los asientos y tenían vetado el acceso a la pista. Veía la arena delante de mí a través de unas enormes y ceremoniales puertas dobles que en aquel momento estaban abiertas. Junto a ellas, a mano derecha, había una pequeña portezuela, a la que conducía un camino muy hollado, que sin duda utilizaban discretamente los encargados cuando orquestaban los espectáculos. Ésa estaba cerrada. La arena presentaba la requerida forma oval. Quizá tuviera unos mil pasos de largo allí, en el eje mayor, que iba de oeste a este. Antes de entrar, comprobé las proximidades del acceso interior. Había una antecámara a cada lado, ambas vacías. Una de ellas, que probablemente se utilizaba como zona de descanso de los luchadores antes de los combates, contaba con un pequeño santuario que aparecía entonces iluminado con una única lámpara de aceite. La otra debía de ser la cámara en la que retenían temporalmente a las bestias salvajes; tenía un sólido panel deslizante que daba acceso a la pista. Estaba bajado. Probé la polea, que se movía con suave facilidad para un rápido manejo. Con una sola mano la levanté unos pocos centímetros para dejarla caer enseguida.

Regresé al pasillo principal y atravesé las enormes puertas abiertas. Estaban colocadas sobre un monumental umbral de madera que crucé con cautela.

En el área central debían de haber cavado la tierra más de un metro, instalado el sistema de desagües y echado una pesada capa de arena; habría una profunda base bien apretada con unos cuantos centímetros de material más suelto arriba que se podía rastrillar. Alrededor del ovoide, apoyadas sobre sólidos postes de madera, se extendían tal vez de quince a veinte gradas con asientos hechos con tablones. No las conté. Una barrera para la multitud contenía a los espectadores de la primera hilera de asientos. Por debajo de ella discurría un pasillo despejado que daba toda la vuelta por el interior. Por la parte de dentro se alzaba una alta empalizada de madera cortada a cuadrados. Ésta encerraba completamente la parte central, de manera que ni las enfurecidas bestias ni los luchadores pudieran escapar, ni tampoco saltar dentro los fanfarrones enloquecidos de entre la multitud.

El único acceso a la arena propiamente dicha estaba allí donde yo me encontraba, o justo enfrente, al otro extremo. Parecía quedar muy lejos. Por lo que yo podía ver tenía las puertas cerradas. Quizá fuera el lugar por donde arrastraban los cuerpos para sacarlos de ahí. Como no había espectáculo, aquel día el otro extremo no funcionaría.

Sobre mí descollaba entonces el portalón este. Los luchadores desfilarían hacia el interior de la arena a través de aquellas dos imponentes puertas que se abrían hacia dentro mediante grandes bisagras y pivotes metálicos. Los ansiosos combatientes, con un nudo en el estómago, atravesarían la oscura entrada y emergerían a la vorágine de luz y ruido.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. La última vez que pisé un anfiteatro fue aquel espantoso día en el que vi cómo mi cuñado, el desafortunado marido de Maya, era destrozado por los leones en Lepcis Magna. No quería recordarlo. Allí, de pie sobre la arena, se me hacía muy dificil olvidarlo: los gritos del gentío en el anfiteatro animando a las bestias, los rugidos de los leones, los aullidos de la muchedumbre. La indignación y la incomprensión de Famia, y luego sus espantosos chillidos.

Aquel día hacía calor, aunque no tanto como cuando el sol del norte de África caía sobre campo abierto. Aquella otra arena, repleta de pintorescos personajes, se encontraba en las afueras de la ciudad, en una costa achicharrada por el sol frente a los azules destellos del sur del Mediterráneo. En aquel momento, excepcionalmente, la atmósfera de Londinium era más desagradable y bochornosa y se aproximaba una tormenta que cambiaría el tiempo, quizás aquella misma noche. Me corría el sudor por debajo de la túnica, aun cuando me hallaba inmerso en la densa sombra bajo la torre de entrada. A menos de un metro, por encima de mí, la arena ofrecía un aspecto abrasador. Olvidaos del destello dorado de la mica; allí había unos trozos de suelo oscuros y sórdidos. Ya pueden los encargados quitar la sangre con los cepillos, que los repugnantes rastros del pasado siempre persisten. La intensa luz del sol hace que emane un fétido olor a reciente y no tan reciente carnicería.

Dos figuras se movieron al otro lado de la arena. Me concentré en la acción.

El acompasado sonido del choque de las espadas resonaba dentro del óvalo vacío. Todo anfiteatro suena de una forma extraña sin el rugido de la multitud. Allí, al nivel del suelo, al mirar al frente a lo largo de toda su longitud hasta las puertas cerradas del otro extremo, quedé sobrecogido por la inmensa distancia. Entonces se podía dar un grito que justo llegara al otro lado; si se llenaban todos los asientos eso sería imposible.

Amazonia y su amiga daban vueltas en círculo. Iban vestidas con una parodia del atuendo gladiatorial masculino: unas faldas blancas y cortas de altos costados con unos anchos cinturones que les llegaban por debajo del busto. De haber una audiencia completa probablemente llevarían el pecho desnudo, para excitarla. Aquel día tanto piernas, hombros como antebrazos iban acorazados. ¿Era habitual cuando se entrenaban? A veces debían de practicar con todo el peso de las perneras y el peto. No distinguí de cuál de las chicas se trataba; llevaba un yelmo que le tapaba toda la cara. De las dos lejanas figuras, Cloris parecía inconfundible. Mantengo que, de haberme encontrado más cerca y si ella no hubiera estado oculta tras una máscara de bronce con una hendidura para poder ver, hubiese comprobado el color de sus ojos. (Según Helena, lo que hubiera hecho sería fijarme en la medida de sus pechos.) En cualquier caso, Cloris llevaba aquella característica, larga y oscura trenza. Y reconocí las botas, pues había visto cómo se las sacaba mientras amenazaba con violarme.

BOOK: El mito de Júpiter
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Girl from Baghdad by Michelle Nouri
Tension by R. L. Griffin
My Dear Jenny by Madeleine E. Robins
B007Q4JDEM EBOK by Poe, K.A.
The Queen's Dollmaker by Christine Trent
Raven's Cove - Jenna Ryan by Intrigue Romance
All In by O'Donahue, Fallon