Y entonces sucedió lo inesperado. No oí que se diera ninguna orden, pero los muchachos que acababan de llegar desenvainaron rápidamente sus espadas y cayeron sobre los descuidados hijos de puta que nos retenían. Al minuto siguiente nos volvieron a agarrar, pero esa vez nos vimos arrojados de mano en mano callejón arriba hasta dejar atrás el conflicto.
La pelea fue disciplinada y sucia. La centuria de Crixo se recuperó de la sorpresa y se defendió. Todo duró más de lo que debiera haberlo hecho. No obstante, poco a poco, los hombres de Crixo fueron rodeados y despojados de sus armas. El mismísimo Crixo, que luchaba como un bárbaro enloquecido por la cerveza, fue vencido, tirado al suelo y arrestado. Silvano le leyó la orden, que provenía directamente del gobernador. Crixo era el rebelde que había «perdido» a Ensambles. Había andado por ahí desde entonces, cuidándose mucho de evitar los barracones, pero sus buenos tiempos habían terminado. Hay centuriones, famosos por corrupción y por aceptar sobornos, que sobreviven muchos años, pero él se había pasado de la raya.
Lo que no estaba claro era si Silvano también se había dejado sobornar alguna vez. Aquella noche había tornado una decisión. Nosotros sólo podíamos considerarla acertada.
Parecía haber un motivo para ello. Se acercó y habló con nosotros.
—Oí que estuviste en la segunda, Falco.
Tomé aire. Ése era el quid del asunto, el bochorno por el que había evitado pasar cuando lo conocí. Reconocer haber estado sirviendo en la Segunda Augusta durante la Rebelión podía conducir a amargas acusaciones.
—Sí —dije con ecuanimidad.
Pero Silvano me dedicó una sonrisa compungida, llena de dolor compartido. Cansinamente, extendió un brazo para agarrarnos de las muñecas, de la manera en que se saludan los soldados, primero a mí y luego a Petronio. Eso era algo que yo no había considerado. Silvano también estuvo en la Segunda Augusta.
Fue uno de esos momentos en los que lo único que quieres es desplomarte de alivio. Petronio y yo no podíamos ni pensar en hacerlo. Todavía teníamos que encontrar y rescatar a Maya.
Petronio se dirigió resueltamente hacia el postrado Crixo.
—Hazte un favor a ti mismo. Explícame qué te dijeron que hicieras. Se supone que soy un rehén para intercambiar por la hermana de Falco. El único propósito de Florio era capturarme y hacerme sufrir, así pues, ¿por qué te mandó a ti a hacer el trabajo?
—¡Sabe que soy más competente! —dijo el centurión con desdén.
Aparté a Petro de un empujón. Estaba demasiado enojado; empezaba a perder el control.
—Eres tan competente que ahora estás encadenado, Crixo —señalé—. Dime, ¿cuál era la intención esta noche?
—No lo sé. —Lo miré fijamente. Él bajó la voz—. No lo sé —repitió.
Lo creí.
Nos detuvimos a reconsiderar las cosas.
—¿Y ahora adónde?
—¿Al Bar de César, después de todo? —sugirió Petro.
—No están en el César —interrumpió Silvano.— Me encontraba allí cuando el gobernador me hizo venir después de que la esposa de Falco llegara a toda prisa.
Petronio esbozó una sonrisa burlona.
—Falco sabe cómo elegir a una mujer con carácter.
Silvano puso una cara muy indicativa del elevado estilo de lenguaje con el que mi chica se había dirigido a Frontino.
—¿Qué tal es cuando te tiras un pedo en el dormitorio o dejas las botas embarradas sobre la mesa, Falco?
—No tengo ni idea. No lo he probado. Bueno, ¿adónde vamos? —le reiteré a Petronio.
Tomaron la decisión por nosotros. Un soldado acudió a toda prisa para informar a Silvano de apremiantes acontecimientos en el muelle. Los de aduanas habían percibido actividad cerca del almacén que estaban vigilando, aquel en el que el panadero fue golpeado hasta morir. Les había dado la impresión de que el botín se había reunido a toda prisa, dispuesto para ser enviado por barco, y creyeron que la banda estaba planeando largarse. Cuando fueron a investigar, a los miembros de la banda les entró el pánico y los atacaron, hiriendo gravemente a Firmo. Luego la pandilla de malhechores había invadido la aduana, que en aquellos momentos se encontraba sitiada.
Fuimos por el camino que conocía, de modo que no descubrimos si ese callejón junto a La Lluvia de Oro realmente no tenía salida. No iba a volver allí. Me repelen los lugares en los que ha faltado muy poco para que me maten.
Tuvimos que andar tan sólo unos pasos. Ojalá hubiésemos ido allí primero.
Río abajo, los soldados relevaron rápidamente a las fuerzas aduaneras que combatían. Un largo tramo de la zona del muelle se declaró de acceso prohibido para el público. Empezaron a sacar barcos de sus atracaderos. Se registraron las bodegas. Hicieron varar a los transbordadores. Se despejó el puente. Los pequeños botes que diariamente se utilizaban para desplazarse cerca fueron conducidos corriente arriba y amarrados. Por las calles que rodeaban los embarcaderos llegaron más tropas y aguardaron órdenes pacientemente.
Petronio y yo nos quedamos en el muelle de madera repleto de cosas amontonadas y apiladas. Estábamos de espaldas a las oscuras y rizadas aguas del gran río, frente a la larga hilera de apretujados almacenes. Pronto ya no quedó ni un solo barco amarrado; los habían hecho alejarse a todos, tanto los que se hallaban en los profundos fondeaderos donde se descargaban las mercancías como incluso los que estaban en el canal. Nos encontrábamos mirando fijamente la aduana, un bello edificio de piedra. Allí no había ningún movimiento.
Silvano estaba desplegando a sus hombres: algunos a lo largo de las fachadas de los almacenes, otros en la carretera que llevaba al foro, y otros encaramados por los tejados. Fueron rápidos y silenciosos. En cuanto estuvieron en posición se quedaron inmóviles. La Segunda siempre fue acreedora de algo mejor que su reciente reputación. Ellos eran la antigua legión del emperador, y eso se notaba.
El lugar, pues, perfectamente rodeado, tenía todas las salidas cubiertas.
—¿Hay algo que te preocupe? —le di un golpe suave con el codo a Petro mientras permanecía de pie, absorto.
—Nos convocaron en La Lluvia de Oro —respondió con recelo—. Todavía me pregunto por qué.
—¿Crees que no se trataba tan sólo de que Florio pagara a la Adiutrix para que nos matara?
—No es su estilo, Falco. Florio sabe que voy tras él, y él quiere atraparme a mí. Es algo personal. Necesita verme sufrir. Luego quiere acabar conmigo él mismo. Tiene a Maya; podía haberse quedado conmigo. Esto no tiene sentido.
Petro era un oficial demasiado bueno para pasar por alto sus dudas. Yo confiaba en su instinto.
—Otra cosa —le advertí—. Si en realidad presionó a Crixo para que nos matara, ahora Florio no espera tener que llevar a cabo lo que ha puesto en manos de otro. Él cree que estamos muertos… —se me apagó la voz. Si piensa que Petronio está muerto, de nada le sirve ya retener a Maya.
Incapaz de enfrentarse a la idea de lo que podrían hacerle a ella, Petro se buscó un poco de acción. Firmo estaba tendido en la pasarela y un médico lo atendía. Tenía un corte profundo en el costado, por el que había perdido mucha sangre. No preguntamos si se salvaría; estaba consciente, de modo que intentamos parecer optimistas.
Petro se arrodilló junto a él.
—No hables demasiado. Sólo dime quién entró en el edificio, si puedes.
—Unos quince o veinte —dijo Firmo con voz ronca.
Alguien le pasó a Petro un frasco con agua que él sostuvo contra los labios del herido—. Gracias… Armas pesadas…
—¿Viste si había mujeres con ellos?
Firmo estaba perdiendo el conocimiento. Por el aspecto que tenía, eso podría ser lo último que supiera de cualquier cosa.
—¡Firmo!
—Un par de prostitutas —respondió Firmo con voz áspera, consumiéndose rápidamente.
Petronio se puso de pie.
Silvano vino a informar.
—Tenemos controlado todo el escenario. Podemos tenerlos inmovilizados aquí durante semanas. Se ha levantado una tienda, un par de casas más adelante, por si necesitáis beber algo caliente. —Bajó la mirada hacia el oficial de aduanas y soltó una maldición entre dientes.
Petronio parecía distante. Silvano —ancho, lento y ahora extrañamente respetuoso— lo estaba observando. Petro empezó a andar hacia la aduana. Yo informé rápidamente a Silvano de que la situación del rehen tenía que resolverse. El ya se había enterado por boca del gobernador. Todos los soldados debían de estar enterados de que Petronio Longo se había ofrecido voluntario para entregarse a Florio. Ellos habían trabajado en aquel territorio. Sabían cómo era la banda de Júpiter. Conocían el destino que Florio debía de estar planeando para Petronio.
Cayó la noche. Las tropas reunieron antorchas e inundaron el muelle con una suave luz a lo largo de un buen tramo en ambas direcciones. El resplandor parpadeaba sobre el lado izquierdo del río. Una grúa proyectaba una larga y dilatada sombra que atravesaba las tablas en línea recta. De vez en cuando éramos conscientes de unos rostros inmersos en los pozos de oscuridad más allá de nuestra zona. Debía de haberse congregado una multitud.
Petronio estaba entonces de pie entre las sombras, en el lado de la calle opuesto a la aduana, justo enfrente de la entrada. No tenía sentido esperar más. Silvario hizo una seña1 a sus hombres para que estuvieran alerta y luego se dirigió abiertamente hacia la puerta de pesados paneles. La golpeó con el pomo de su daga.
—¡Eh, los de dentro! Soy el centurión Silvano. Tenemos rodeado el edificio. Si Florio está ahí, puede negociar con Petronio.
Tras un silencio, alguien habló desde el interior.
Silvano se volvió hacia nosotros.
—Me están diciendo que retroceda.
—¡Hazlo! —Un leve tono de impaciencia tiñó la orden de Petro.
Silvano volvió a situarse fuera de su alcance.
—¡De acuerdo!
Durante un momento, que pareció una eternidad, no ocurrió nada. Entonces, la gente de dentro abrió una grieta en la enorme puerta. Una cabeza, unida al hombre que sostenía la puerta, comprobó el exterior. Unos cuantos tipos Musculosos salieron corriendo a la calle para cubrir el espacio externo. Contaban con un arsenal que ninguno de nosotros se esperaba: dos ballestas sobre ruedas, que empujaron rápidamente al otro lado del umbral y que armaron para guardar la entrada, además de unas cuantas ballestas de mano, poco comunes. Oí a algunos soldados soltar un grito ahogado. Aquello era un arsenal asombroso. La mayoría de aquellos legionarios a marchas forzadas rara vez habían estado tan cerca de la artillería y nunca cuando ésta se hallaba en manos enemigas.
—¡Que no se mueva nadie! —La advertencia de su centurión apenas era necesaria.
Un soldado de mente rápida le pasó un escudo a Petronio. Yo dudaba que ni siquiera el triple laminado le protegiera de las flechas de una ballesta a corto alcance. Pero sirvió para tranquilizarnos al resto de nosotros. En teoría.
Había un balcón a la altura del segundo piso, por encima de la entrada al edificio de aduanas. Una figura hizo allí su aparición. Petronio caminó en línea recta hacia un punto central, a unos doce pasos de distancia frente a la puerta, y miró hacia arriba. Las dos ballestas fijas continuaron rastreando toda la zona; contaban con las habituales estructuras metálicas, maniobradas sobre ruedas, y se apuntaban fácilmente haciendo girar sus barras deslizantes alrededor de unas juntas universales. Eso no era nada bueno. Mientras tanto, los hombres armados con las ballestas de mano provistas de resortes tensores amenazaron a Petro. Si disparaban, moriría en el acto.
—¡Florio! —Su voz era fuerte, viril, y no parecía demostrar miedo—. Aún estoy aquí, ya lo ves. Crixo te ha fallado y se encuentra bajo custodia.
—¡Eres duro de pelar! —se mofó Florio con su inconfundible voz. El balcón estaba oscuro, pero nuestros hombres estaban acercando algunas antorchas, de modo que su figura y su cabeza afeitada se perfilaron de manera extraña e inquietante contra una puerta abierta.
—No estoy preparado para irme —respondió Petro—. No mientras tú estés vivo. Teníamos un acuerdo relacionado con un intercambio.
Florio se volvió a medias y masculló algo a un compañero invisible que había detrás de él.
—¡Deja de fastidiarme! —gritó Petro—. ¡Entrégala!
—Espera ahí. —Florio volvió a entrar.
Esperamos.
Florio reapareció.
—Seguiremos adelante.
—Voy a entrar —se ofreció Petro—, pero primero quiero ver a Maya Favonia.
Florio fue cortante.
—Puede acercarse el centurión.
—Él no la conoce. Su hermano la identificará.
—¡El centurión!
Silvano avanzó con valentía para hacerlo. Dejaron que se acercara casi hasta la entrada y una vez allí le dijeron que se detuviera. Algo estaba pasando en el interior del edificio. Oímos a Silvano hablar con alguien de dentro, a quien no veíamos. No hubo ninguna respuesta audible. Inmediatamente le hicieron señas para que se alejara. Regresó junto a Petronio y yo me uní a ellos.
—Sí que tienen a una mujer ahí dentro. —El centurión habló rápidamente y en voz baja—. Está atada y lleva puesta una capa o algo parecido encima de la cabeza. Se la sacaron un momento. Tiene el pelo oscuro y la cara magullada… –Nos miró con preocupación—. Diría que la han golpeado, pero no os inquietéis; he visto cosas peores cuando los muchachos pierden los estribos con sus novias después de una noche de fiesta … Le pregunté si era Maya y movió la cabeza afirmativamente. Vestido rojo. Parece estar molida; será mejor que la saquéis de ahí lo antes posible.
—¿Cuántos son? —pregunté entre dientes.
—Suficientes —gruñó Silvano.
Quise acercarme más, pero ellos ya habían pensado en eso. Aquellas dos ballestas estaban orientadas de manera que cubrían un amplio arco. Nadie podía aproximarse.
Arriba en el balcón, a salvo de un asalto repentino, claro está, Florio empuñaba una de las ballestas. No había duda de que eso hacía que se sintiera bien. La agitó en el aire frente a Petronio, alardeando, y luego apuntó directamente hacia él y con lentitud hizo girar el trinquete. Ahora la flecha saldría disparada en cuanto él apretara el gatillo. Con el rostro inexpresivo, Petronio no se movió.
—Estoy preparado. Hazla salir.
—Tienes que entrar tú.
—Haz salir a Maya y yo entraré al mismo tiempo.
Florio habló con alguien del piso de abajo. En la puerta que daba a la calle aparecieron dos figuras. Una de ellas, con el pelo oscuro y lacio y un porte atractivo, era la de Norbano Murena. Llevaba consigo a una mujer que estaba medio desplomada contra él. Una figura baja y con buen tipo, ataviada con un vestido color carmesí, y que tenía la cabeza y los hombros envueltos en un tejido parecido al de las vendas. Vi que llevaba los brazos fuertemente atados a la espalda.