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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (35 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Blandían las espadas, las entrechocaban y las volvían a blandir: armas con hojas de verdad, no espadas de madera de las que se usan para practicar. De vez en cuando una de ellas se volvía de espaldas. Esperaba hasta notar que se le avecinaba una arremetida y entonces levantaba el arma hacia atrás para encajarla, o bien giraba de golpe para pararla de cara, riéndose. Había brío en ese entrenamiento. Lo que se oía eran verdaderos resoplidos de esfuerzo. Vi que enseñaban los dientes con exultación tras cada maniobra realizada con éxito. Eran buenas, tal como Cloris había dicho con alardeo. Disfrutaban del ejercicio. Actuaban como un equipo, por supuesto. Los profesionales trabajan para lucirse. Programados por parejas, su arte parece más peligroso de lo que en realidad es. Su habilidad consiste en coreografiar lo suficiente como para llamar la atención, mientras que al mismo tiempo improvisan para causar entusiasmo. Sangre, sí, pero no la muerte. A la hora del espectáculo se conocen lo bastante los unos a los otros como para permanecer con vida…, por regla general.

Me pregunté si ellas habrían luchado en serio con otros contrincantes. Debían de haberlo hecho. De lo contrario se las consideraría mediocres, y aquellas chicas eran muy populares. El público las aceptaba como profesionales. Me preguntaba también si mi ex novia, esa chica ágil y de pies ligeros, habría matado alguna vez a alguien. Me preguntaba si alguna de sus compañeras de grupo había muerto.

Cloris le había preparado una buena encerrona a Florio. En aquel momento se encontraba protegida por la mera distancia. La única manera de entrar a por ella sería atravesando una puerta. Trepar y saltar la barrera de seguridad sería imposible; además, carecía de sentido. Allí en medio ella vería venir a cualquiera, fuera cual fuese la dirección por la que se acercara. ¿Habría reparado en mí? Si estaba buscando a Florio tendría que haberme visto. No estaba seguro de ello. Las dos chicas parecían estar absortas en su entrenamiento y yo no era tan tonto como para llamarlas. Atraer su atención mientras estaban trabajando a ese ritmo sería buscar que un golpe de espada se clavara accidentalmente en la carne.

Había demasiada gente sentada en las gradas. Además de los hombres había parejas y hasta un pequeño grupo de tontas niñas en edad escolar que, claro está, miraban a los hombres. Arriba, en el palco presidencial, divisé a una mujer que estaba completamente sola, muy envuelta en una estola; no podía tener frío con el tiempo tan agobiante que hacía, así que debía de hacerlo para preservar su anonimato. Parecía estar concentrada en la pareja del centro… Tal vez fuera una compañera aspirante que anhelaba unirse al grupo, o quizá sólo estaba cegada de amor lésbico hacia una de ellas.

Decidí no moverme de las puertas. Si Florio entraba por detrás de mí, no quería desconcertarlo. Todo estaba tranquilo. Empecé a dar la vuelta por el interior y seguí andando.

Acaricié el pomo de mi espada pensativamente. La llevaba puesta al estilo militar, arriba en el lado derecho, bajo el brazo, lista para desenvainarla mediante un rápido giro de muñeca. Se trataba de mantenerse alejado del escudo, pero yo no llevaba escudo. Aun viniendo del extranjero, no había traído protección de ese tipo en lo que yo pensaba que era un viaje para auditar una obra en construcción. Por otro lado, una espada podía ser discreta, pero un escudo era demasiado evidente. En Roma, ir armado por la ciudad era ilegal. Allí en las provincias las armas personales se toleraban como única alternativa (Marte el Vengador, tú trata de hacer que un germano o un hispano deje su cuchillo de caza en casa), aunque cualquiera que actuara de un modo sospechoso en las calles sería detenido por los legionarios y despojado de sus armas, sin hacer preguntas.

Bueno, cualquiera menos los matones, que mediante la intimidación o los sobornos conseguían poder llevar el equipo adecuado sin ningún impedimento. Si don Dinero es poderoso caballero, don Dinero Sucio reina.

También compra mucho apoyo, como estaba a punto de descubrir.

Me llamó la atención un movimiento. Una puerta distante se había abierto parcialmente.

Al principio fue imposible distinguir qué ocurría o cuántos recién llegados había en la ensombrecida entrada. Di un paso adelante, sin moverme del perímetro, en esa dirección. Las dos chicas del centro siguieron con sus ejercicios pero cambiaron ligeramente de posición, de modo que ambas podían observar la alejada puerta.

—¡Amazonia! —gritó la voz de un hombre. Las muchachas se quedaron quietas; la del peto hizo un gesto de bienvenida, animándolo a que se reuniera con ellas en la arena. No pareció haber respuesta. Las dos aguardaron. Yo me alejé de la pared y empecé a andar con suavidad hacia ellas.

Por fin una figura masculina apareció por el portalón. Vi que era un hombre delgado, bronceado y con la cabeza afeitada. Vestía unos elegantes pantalones de cuero marrón oscuro y botas de peón; en sus brazos desnudos llevaba, atados, unos brazaletes de cuerda que hacían resaltar los músculos. Ofrecía el mismo aspecto que cualquier bravucón chiflado de la Suburra, y es un aspecto que da miedo.

No era nadie que yo reconociera… o, al menos, eso creí al principio.

Por detrás de él, a pocos pasos de distancia, venían otros cinco. Se desplegaron en fila hacia los lados, andando con calma. Las probabilidades parecían aceptables, de momento. Eran dos para cada uno de nosotros si me unía a las mujeres. Los matones iban vestidos como cualquier otra persona de la calle, pero incluso a aquella distancia me di cuenta de que portaban todo un arsenal. Tenían espadas y dagas metidas en sus cinturones y un par de ellos empuñaba unos bastones. Se acercaron andando despacio, comportándose como el séquito de indisciplinados esclavos de un hombre rico que causarían problemas sólo porque podían salirse con la suya. No me dejé engañar por su actitud. Aquellos hombres sabían exactamente lo que se traían entre manos, y era un mal asunto.

Me acerqué de inmediato atravesando la pista. Cloris y su amiga habían cambiado ágilmente de posición. Se acercaron la una a la otra, en guardia y con las espadas en alto, listas para oponer resistencia.

El tipo de los pantalones de cuero se detuvo lo bastante cerca como para poder hablar sin esfuerzo. Los matones se desplegaron en abanico a ambos lados de él y se acercaron. Permanecieron a cierta distancia de las dos gladiadoras, pero si las chicas echaban a correr hacia cualquier parte del perímetro les darían caza con facilidad. Aminoré el paso porque no quería precipitar nada que no pudiera controlar.

El matón más próximo me estaba observando. Se encontraba a unas veinte zancadas de la pareja del centro y a la mitad de esa distancia de mí. No tenía ningún sentido atacarlo; bueno, todavía no. Era un bestia altanero de prominentes pantorrillas que nunca había aprendido a bañarse. Podía percibir la suciedad incrustada en su piel, y su cabello lacio estaba tan apelmazado por su propia grasa como la apestosa lana de una oveja vieja.

—¡Amazonia!

Al repetir su nombre, el autócrata de cabeza rapada gritó en un tono un poco más apaciguado. Su acento lo catalogó: Roma. Allí nació y allí le enseñaron corrupción. Era una voz suave, inquietantemente débil. Pero aun así sonó arrogante y despectiva. Ése tenía que ser Florio.

No se había acercado más de lo necesario, protegido por sus hombres. Si las chicas intentaban llegar a él sin duda las detendrían. No lo intentaron. Tampoco respondieron. Un intenso silencio llenó el anfiteatro. Todo estaba tan sosegado que oí el leve tintineo de la cota anillada cuando uno de los guardias trasladó el peso de su cuerpo involuntariamente. La informal vestimenta de diario era un disfraz; por debajo de su túnica aquel bruto iba acorazado de un modo profesional. Los demás se quedaron inmóviles.

—Peleáis bien. Me ha impresionado la demostración. ¡Pero os hace falta tener una organización detrás vuestro y yo os la quiero proporcionar! —anunció el aspirante a apoderado. El tono de su voz seguía siendo áspero, aunque de algún modo poco convincente. De todos modos, contaba con mucho apoyo. Haría falta coraje para decirle que no.

La figura con el yelmo y la trenza oscura se arriesgó y sacudió la cabeza en señal de negación. A su lado, los minúsculos movimientos de su amiga evidenciaban que estaba buscando en los matones la menor señal de un ataque sorpresa.

—Dejad las armas.

Ninguna de las dos chicas reaccionó.

—Es hora de que hablemos… —Trataba de engatusarlas con el pretexto de que aquello seguía siendo un asunto de negocios. Entonces lo echó a perder—: Os superamos en número y tenemos ventaja…

No exactamente. La otra chica le tocó el brazo a Amazonia y ambas echaron un vistazo a sus espaldas. Por la puerta por la que yo había entrado avanzó corriendo un grupo de sus colegas, tan sólo tres o cuatro, pero suficientes para equilibrar las cosas. Se pararon sólo para arrastrar los enormes portones y cerrarlos y luego cruzaron la arena a toda prisa, todas ellas ataviadas con el vestuario de combate y armadas con tridentes o espadas cortas. Enseguida se abrieron en abanico a ambos lados de la pareja central para cubrirla.

En aquel momento estábamos empatados.

El Hombre que debía de ser Florio se envalentonó.

—Oh, vamos, dejémonos de juegos, chicas. ¡Poned los brazos a los lados!

Entonces se oyó una voz que denotaba verdadera autoridad:

—¿Para qué? ¿Para matarlas salvajemente, Florio?

El grito de la mujer había resonado en la arena procedente de algún lugar alto. Nos sorprendió a todos. Las cabezas se volvieron. Los ojos trataron de hallar su origen. La voz había venido del palco presidencial. Su dueña estaba de pie, con las piernas separadas, encima de la baranda del balcón donde se colocaban las banderas en las ocasiones solemnes. Mantuvo el equilibrio allí arriba sin ningún esfuerzo, a mucha distancia.

Aquélla debía de ser la mujer que yo había visto antes sola, envuelta toda en una estola. Ahora se había despojado de su envoltura y supe que era la auténtica Cloris. Con ese sentido de la teatralidad del que se había servido durante toda su carrera, lucía las piernas desnudas, enfundadas en unas botas, bajo una falda increíblemente corta. Ella también llevaba el pelo peinado hacia atrás con tirantez y trenzado luego en una larga y delgada cola.

—Puedes contarme tus mentiras a mí —dijo con sorna la fuerte aparición.

—¿Pero qué es esto? —bramó Florio al tiempo que, enojado, lanzaba alternativas miradas del señuelo a la verdadera jefa del grupo.

—Dímelo tú. —Cloris parecía fría y muy segura de sí misma. Creía haberse mostrado más hábil que él—. ¿Por qué esa tropa de matones? ¿Por qué exiges que dejen las armas? ¿Por qué vienes aquí comportándote bruscamente y amenazando a mis chicas si en realidad se trata de una reunión de negocios y de verdad quieres trabajar con nosotras?

Trató de marcarse un farol.

—Baja y podremos discutir las cosas.

—¡Creo que no! —se burló ella. Ésa era mi Cloris. Concisa y rencorosa.

Allí arriba corría más peligro del que había previsto. Hubo movimiento entre los desperdigados espectadores y en aquel momento un par de figuras con malas intenciones se dirigían zigzagueando entre las hileras de asientos hacia el palco presidencial. Agité los brazos frenéticamente para advertir a Cloris. Ella lanzó una rápida mirada de soslayo, no demasiado desconcertada.

—¡Oh, sí! Manda a tus recaderos para que me atrapen —dijo con aire despectivo, allí, de pie como la Victoria Alada de Samotracia, pero con mejores piernas. ¿Iba armada? No pude distinguirlo. Podía tener cualquier cosa en el palco. Tratándose de Cloris podría ser un abanico de plumas de avestruz y un par de palomas blancas. Pero claro, en su nueva y violenta profesión, podría ser que las palomas estuvieran adiestradas para sacarte los ojos a picotazos.

—Bueno, yo te quiero —contestó pantalones de cuero—. Y voy a conseguirte…

—¡Primero tendrás que atraparme! —gritó Cloris.

Debía de estar perfectamente preparada para ello. Cuando aquellos dos se acercaron con la intención de entrar en el palco, Cloris dio un salto desde el balcón. Tenía una cuerda por la que se deslizó con el rápido movimiento de una artista de circo que ha terminado su número en el trapecio y regresa de nuevo a la tierra. Tenía los pies cruzados para regular su descenso y sostenía un brillante brazo por encima de la cabeza, blandiendo una espada.

La cuerda bajaba directa hasta el pasillo y se ocultaba tras la barrera de seguridad. Cloris desapareció.

Enfurecido, Florio les farfulló algo a sus hombres. Fui consciente de que la pelea estaba a punto de empezar. Me preparé para tomar parte en ella en apoyo de las chicas. Los hombres se aproximaron a ellas. Cuando resonó el primer choque de espadas surgieron nuevos acontecimientos.

Florio estaba intentando retirarse. Vi que retrocedía por detrás de sus hombres cuando éstos se ponían en guardia ante las gladiadoras. Ese cobarde iba a mantenerse al margen aun cuando iba armado. Aparté de un golpe el arma de uno de los matones y me alejé rápidamente de él para salir corriendo tras Florio.

Se dirigía de vuelta a la puerta oeste por la que había llegado. Pero había alguien más que venía en esa dirección: alguien que gritó con aire de triunfo. Era otra voz que yo conocía y Florio también. Se detuvo a poca distancia. Ya frente a él, el gángster de los pantalones y la cabeza afeitada reconoció la alta figura vestida de marrón de Petronio Longo. Eso podría no haber detenido a Florio, pero Petro, que ignoraba que yo estaba allí como su fiel aliado en la lucha, se había buscado otro amigo. Revolviéndose nerviosamente en su pesada cadena, se paró en dos patas y se alzó por encima incluso de Petronio.

—Quieto ahí, Florio… ¡o suelto el oso!

Todavía había unas quince zancadas de distancia entre ellos, pero Florio titubeó y acto seguido obedeció.

XLIII

Mi buen amigo Petronio Longo tenía muchas cualidades excelentes. Era fuerte y astuto, afable compañero, valorado oficial de la ley y el orden y hombre respetable en cualquier barrio que honrara con su presencia. Siempre se burlaba de mi perro, pero él había dado refugio a unos gatitos pulgosos para sus hijas y lo había oído hablar con devoción de una vieja tortuga de tres patas llamada Tridente, su mascota cuando era un muchacho. De todos modos, yo no tenía ningún indicio para suponer que pudiera manejar a un gigantesco y malhumorado oso de Caledonia que tan sólo estaba parcialmente domado. Y estaba en lo cierto. Tal vez hubiera recibido una rápida lección por parte del propietario antes de entrar en la arena, pero el oso ya había visto una oportunidad para reafirmar su carácter impredecible.

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