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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (15 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—Le gustaba estar donde está la acción, Falco. Ser mi oficial de enlace nunca fue del todo apropiado para él, pero tampoco era del tipo de personas que se sientan en una granja y observan pacer al ganado.

—¿Lo cual significa?

—Que no se marcharía al exilio mansamente.

El rey se puso de pie, fue hacia la mesa auxiliar, inspeccionó un cuenco plano que contenía pescados fríos, probó uno, se decidió en contra y tomó otro panecillo con un poco de carne de venado ya cortada. Eso lo mantuvo ocupado, masticando pacientemente, durante un rato. Yo me senté y esperé.

—Así, pues, ¿qué es lo que quieres decirme, señor? –le pregunté cuando estuve casi seguro de que le podían volver a salir las palabras.

Torció el labio superior mientras su lengua se esforzaba por sacar un trozo de venado que se le había incrustado entre dos muelas. Yo picoteé las migas de pan que tenía en la túnica.

—No iba a marcharse a la Galia, Falco.

Togidubno lo había dicho en voz baja y yo lo imité.

—¿Tenía intención de quedarse en Londinium? ¿Tenía amigos aquí?

—No.

—¿Algún medio de vida?

—Le di algo de dinero. —Eso le salió enseguida: dinero pagado para descargar la conciencia. Fuera lo que fuera lo que hubiese hecho Verovolco, su regio señor se había sentido responsable de él.

—¿Mencionó algo, señor, sobre venir aquí?

—Lo suficiente. —El rey dejó a un lado su vaso de agua vacío.

—¿Habló contigo?

—No, sabía que me sentiría obligado a detenerlo.

Terminé la historia yo mismo:

—Verovolco les dijo a sus amigos que se escaparía hacia Londinium, que no iba a marcharse a la Galia. ¿Conocía la existencia de un ambiente delictivo en expansión y presumía de que podría formar parte de él? —El rey no hizo más que asentir con la cabeza. El resto era indefectible—: Si hay chanchullos y él trató de meterse por medio…, entonces, quienquiera que sea aquí el amo del cotarro debió de negarle la entrada.

Lo habían hecho al estilo clásico, además: una muerte sorprendente que atraería la atención de la gente. Una muerte que serviría de advertencia a cualquier otro aspirante que pudiera plantearse invadir el territorio de los mafiosos.

XVIII

Como al salir vi a Hilaris en un extremo del pasillo, me escabullí hacia el otro lado. Necesitaba espacio, tenía que tomar decisiones. ¿Seguía adelante con aquel asunto en persona o dejaba todo el paquete en manos de las autoridades?

Sabía qué era lo que me hacía dudar. Reconocer que había asuntos sucios, y en una provincia además donde en otro tiempo el emperador había servido con distinción, era políticamente inconveniente. Lo más probable era que abandonaran el caso.

Una música y el sonido de unas voces me condujeron a un salón. Las mujeres estaban escuchando con atención a un arpista ciego. Iba mal afeitado, poseía un rostro inexpresivo y agachado a sus pies tenía a un jovencito huraño, incluso pugnaz, que supuestamente era el que lo guiaba de un sitio a otro. Sabía tocar. Yo no hubiera ido muy lejos para oírlo, pero su técnica era aceptable. Era música de fondo. Un golpeteo insulso y melodioso que permitía a la gente mantener una conversación por encima de él. Al cabo de un rato te podías olvidar de que el arpista estaba ahí. Tal vez sólo se trataba de eso.

Me acerqué a Helena, que estaba en un diván, y le di un suave codazo.

—¿Qué es esto? ¿Se trata de una audición para una orgía esta noche o es que estamos llevando la cultura demasiado lejos?

—¡Shh! Norbano Murena se lo ha prestado a Maya. Es una ocurrencia muy gentil.

—¿Y qué fue lo que le indujo a hacerlo? —Di la impresión de ser un bruto descortés.

—Recuerdo que anoche estuvimos hablando con él de música.

—¿Maya también? —Me las arreglé para no soltar una carcajada.

Helena me dio un suave golpecito con el dorso de su muñeca.

—No, creo que fui yo, pero no puedes esperar que un hombre se acuerde de las cosas como es debido.

Fruncí el ceño.

—¿Te gustó Norbano? —Yo confiaba en su intuición con las personas.

Helena hizo una pausa, casi imperceptible. Puede que ni se diera cuenta de que lo hizo.

—Parecía honesto, normal y decente. Un hombre agradable.

Me sorbí los dientes.

—A ti no te gustan los hombres agradables.

Helena me sonrió de pronto, con una dulce mirada. Yo tragué saliva. Una de las cosas que siempre me había encantado de ella era la aguda conciencia que tenía de sí misma. Era una excéntrica; lo sabía; no quería cambiar. Ni yo quería que fuese una convencional matrona con escasa amplitud de miras y unos amigos poco recomendables.

—No, es cierto —coincidió ella—. Pero yo soy una gruñona, ¿no es eso?

El arpista llegó distraídamente al final de una melodía. Aplaudimos con discreción.

—¿Para cuánto tiempo lo tenemos?

—Creo que para todo el que Maya quiera.

—¡Por los dioses del Olimpo! Eso es un timo. Si tratas de ganarte el favor de una mujer regalándole un collar, al menos ella puede quedarse con las piedras preciosas. De este modo, Norbano se vuelve a llevar a su arpista cuando termine su devaneo y mientras tanto Hilaris ha de dar de comer a ese cerdo. ¿Maya no sugirió que debía pedir permiso al cabeza de familia? —Yo me veía a mí mismo como el cabeza de familia de Maya… y no es que ella hubiese considerado alguna vez que lo fuera.

—No, Marco. —Helena parecía dolida, aunque no por la broma sobre mi posición social; consideraba que mi insinuación era una grosería—. ¿Insistes en que lo mande directamente de vuelta? Sería un cruel desaire. Tan sólo se trata de un préstamo. Nadie más que tú vería algo malo en ello.

Exactamente.

—Nos vemos obligados a aceptar el préstamo —dijo una voz tranquila—. Por eso a Marco le da rabia.

Miré hacia atrás por encima del hombro. Hilaris debía de haberme seguido hasta allí. En ese momento estaba de pie detrás de nosotros y escuchaba. Consulté con él en voz baja: —Norbano. Uno de mis visitantes de la pasada noche. Trabaja en el sector inmobiliario. Por lo visto, le gustan las mujeres. Se sale con la suya valiéndose de llamativos préstamos y regalos.

—Lo conocí; me pareció inteligente y educado. –Hilaris hizo una pausa. No supe si lo que le gustaba eran aquellas cualidades o los especuladores inmobiliarios en general. Tal vez no—. ¿Inquieto? —murmuró en tono quedo.

Por alguna razón, lo estaba.

—¿Por qué me siento presionado, Gayo?

Me puso la mano en el hombro un instante y dijo entre dientes: —Estoy seguro de que estás reaccionando de forma exagerada.

—Mi hermana puede cuidarse ella solita —dije, como si eso fuera todo.

—Pues quedémonos un tiempo con el músico, si así lo quiere Maya. —La elección era suya; aquella era su casa—. ¿Tienes un momento, Marco?

Quería hablar de mi reunión con el rey. Bueno, también era su provincia. Y si había un problema, era su problema.

Mientras caminábamos por un pasillo pintado y nos dirigíamos sin darnos cuenta hacia una oficina, sostuvimos una breve y eficiente discusión. Hilaris reconoció entonces que los chantajistas se habían centrado en Londinium. Dijo que ocurría en todas partes y que el personal de la provincia trataría el tema como si fuera un asunto ordinario de ley y orden. Yo continuaría trabajando en la muerte de Verovolco. Era un burócrata brillante. Daba la impresión de que acabáramos de crear un comunicado sobre temas importantes. Sin embargo, nada sustancial había cambiado.

—Me alegro de que tengamos la misma opinión —dijo Flavio Hilaris con su peculiar estilo diplomático.

—Me alegro de que piense así —repliqué yo, que seguía siendo un informante.

—Acabaremos con esta amenaza —mantuvo.

Él sonrió y yo no. Como digo, nada había cambiado.

La clase dirigente podía convencerse a sí misma de que la corrupción social era una fuerza a la que podía combatir de un modo práctico, denunciándola mediante edictos. Ese panadero, Epafrodito, que opuso resistencia pero que luego huyó al verse ante el castigo, sabía la verdad.

—Hay una cosa más, Gayo… Has puesto a los militares en la calle durante la noche, pero no te confíes demasiado. No voy a decir que toda la gente de ese desquicio que tú dices que es un fuerte haya sido coaccionada, pero es necesario que los controles bien.

Hilaris puso cara de asustado.

—El comandante es un oficial excelente…

—No me digas. —Le dirigí una mirada que decía que Frontino tenía que levantarle el ánimo al comandante.

—Escribiré una nota: Falco recomienda la adquisición de un fuerte apropiado… ¡con alguien al mando que sepa mantener la disciplina! ¿Cómo es, mi querido Marco, que cuando tú estás cerca empezamos siempre con un pequeño problema —o incluso sin ninguno— y acabamos frente a un serio caos?

—El caos ya lo teníais desde el primer día —dije—. Yo no hago más que sacarlo a la luz.

—¡Gracias! —replicó Hilaris con una atribulada mueca.

Entonces doblamos una esquina y nos encontramos con otra clase de desorden.

Albia, la chica salvaje de Helena, acababa de tirar un jarrón y lo había hecho añicos contra el suelo.

Hilaris y yo habíamos aparecido como hacen los fantasmas del teatro, por el escotillón; ello causó un repentino silencio. Los críos —algunos hijos de mi anfitrión, otros de Maya y uno mío— se quedaron inmóviles y esperaban que ocurriera lo peor. Hilaris y yo sólo nos detuvimos porque cada uno de nosotros aguardaba a que el otro padre interviniera como un buen romano disciplinario.

Carraspeó y con delicadeza preguntó qué estaba pasando; yo recogí uno de los fragmentos rotos del excelente cristal color turquesa. El jarrón destrozado había formado parte de la nueva decoración de una habitación cuya puerta estaba abierta; el fabricante que conocimos la pasada noche en la cena había obsequiado a Elia Camila con unas muestras. Tiré de las túnicas de Julia y de la hija de Hilaris, Gaya, que eran las que estaban más cerca del destrozo, sacudiéndoles la ropa para sacarles cualquier esquirla de cristal que hubiera podido salir despedida. Con un gesto indiqué a los niños que se apartaran de los fragmentos esparcidos sobre el mosaico blanco y negro.

Flavia le contó a su padre en voz baja que Albia había querido ir a la cocina en busca de comida. Elia Camila había ordenado que no lo hiciera. El día anterior había habido jaleo por unas pasas que faltaban; Albia había devorado una bandeja entera que estaba destinada para la cena oficial de aquella noche. Había echado a perder el menú para los postres, había hecho enfadar al cocinero y luego, por si fuera poco, Albia vomitó. Aquel día los niños habían intentado explicarle que debía esperar hasta la hora de la comida, pero ella se lo tomó muy mal.

—Albia no lo comprende —dijo Flavia.

Miré a la rebuscadora de basuras.

—No, yo creo que sí entiende.

Albia y Flavia debían de ser más o menos de la misma edad. Albia era más menuda, más flaca, por supuesto, y porfiadamente inexpresiva. No veía ninguna razón para considerarla menos inteligente que la niña de rasgos delicados que era Flavia.

Albia me había mirado una vez, luego había apartado la vista y la había fijado deliberadamente en el suelo. Justo antes de que el jarrón se rompiera chillaba con una furia y un escándalo obstinados e incontrolados, una histeria de la que hasta mi pequeña Julia se avergonzaría. Agarré a Albia por los hombros. Noté los huesos a través del vestido azul mientras ella volvía el rostro hacia mí. Su tez pálida y sus delgados brazos desnudos todavía presentaban rasguños de cuando había rescatado a los perros. Una vez limpia tenía aspecto de estar descolorida, como si su piel no tuviera vida. Tenía el cabello castaño claro, los ojos de un azul brillante, de ese color azul oscuro que más abunda en el norte. Pero en sus jóvenes facciones todavía no formadas se apreciaba un estilo familiar. Supuse que sería mitad britana, mitad romana.

—¡No lo entiende! —chilló la pequeña Rea para defenderse. Albia tenía la boca fruncida en una apretada línea, como para enfatizarlo.

—¡Hasta un conejito bobo lo entendería! —bramé—. Nosotros la recogimos: vive según nuestras normas. A Elia Camila le sabrá muy mal que su hermoso jarrón de cristal se haya roto. ¡Y encima a propósito, Albia!

La chica permaneció muda.

Yo estaba perdiendo terreno. Cada segundo que pasaba me acercaba más a un amo cruel amenazando a una atribulada víctima.

—¿Vas a convertirla en una esclava? —inquirió Gaya con voz entrecortada. ¿Qué era lo que había provocado aquella pregunta? Eso podría constituir el temor más profundo de aquella chica salvaje, pero, si no hablaba, ¿cómo se lo había dicho a los niños? Intuí una conspiración.

—Por supuesto que no. Y no le digas que lo haré. No es una prisionera de guerra, y nadie me la ha vendido. Pero escúchame, Albia… ¡y el resto de vosotros prestad atención a lo que voy a decir! ¡No toleraré que se causen daños de forma intencionada! Como rompa algo más… volverá a las calles.

Bueno, ya estaban advertidos. M. Didio Falco, cabrón exigente y padre romano. Los diminutos ojos de mi propia hija estaban abiertos como platos a causa del asombro.

Hilaris y yo seguimos nuestro camino juntos. Cuando llegamos al final del pasillo oímos otro estrépito. Con actitud desafiante, Albia había hecho pedazos una segunda pieza de vidrio ornamental. Ni siquiera trató de escapar, sino que se quedó esperando, con la barbilla levantada, mientras nosotros regresábamos.

Yo había dado mi ultimátum: no había escapatoria. Así que Flavio Hilaris, procurador de Britania, se encontró con la ardua tarea de calmar a siete niños que lloraban. Iba a salir a la ciudad de todas formas, así que me fui en aquel mismo momento… y me llevé a Albia. Asiéndola fuertemente del hombro con una mano, la conduje de vuelta a los callejones de los que provenía. No me paré a pensar en el típico cerdo de clase media en el que me había convertido.

Tampoco me atreví a decírselo a Helena.

XIX

La rebuscadora de basuras aceptó su destino en silencio. La llevé a un figón, uno que no reconocí. Debía de ser un lugar que sólo estaba abierto durante el día. Hice que se sentara fuera en un rincón, en una corta hilera de pequeñas mesas cuadradas que había en la acera, perfiladas por unas viejas artesas vacías de madera de laurel al estilo del Mediterráneo. Compré un poco de comida, puesto que ella estaba permanentemente hambrienta, y le dije al propietario que la dejara estar allí si no le causaba problemas. Se aproximaba la hora de comer pero la
caupona
estaba tranquila. Me fijé en el nombre: El Cisne. Estaba enfrente de una cuchillería. Dos tiendas más allá había una taberna que ofrecía un aspecto más dudoso, con un letrero en el que se veía un falo volador entre dos enormes copas pintadas, llamada Ganimedes.

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