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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (14 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—¡Oh! ¿Tú eres Falco?

—Sí. —El incendio de la panadería había sido justo la noche anterior; no podía haber olvidado que nos encontramos allí.

—¿Era tu nombre el que salía en la hoja de información? —Mi descripción de Petronio había salido de la oficina del gobernador, pero Frontino no era arrogante con su nombre y había dejado que llevara mi firma.

—Sí —repetí, pacientemente. No le caía bien, al parecer.

Yo también tenía algunas dudas sobre él—. ¿Y cómo te llamas, centurión?

—Crixo, señor. —Supo que ya lo había pillado. Si yo tenía alguna influencia con el gobernador, Crixo ya no podía hacer nada. Pero se las arregló para seguir siendo desagradable—: ¿qué dijiste que estabas haciendo anoche en la zona del centro de la ciudad, señor? No lo recuerdo muy bien.

—No lo recuerdas porque no me lo preguntaste. —Su omisión era un error, Eso igualaba las cosas entre nosotros. ¿Por qué estaba tan preocupado? ¿Acaso se había dado cuenta de que yo no era exactamente un parásito doméstico de las altas esferas, sino alguien con una misión oficial que él había interpretado mal?

—Y bien, ¿has dicho «novedades», Crixo?

—He venido para informar al gobernador, señor.

—El gobernador está reunido. Tiene mucho trabajo. Yo he firmado el pliego, puedes decírmelo a mí.

Crixo cedió de mala gana.

—Podría ser que lo hayan visto.

—¿Los detalles?

—Una patrulla observó a un hombre que encajaba con la descripción.

—¿Dónde y cuándo?

—En la cubierta de un transbordador, junto a la aduana. Hace dos horas.

—¿Qué? ¿Y ahora vienes a informar?

Adoptó un fingido aire alicaído. Era muy superficial y descaradamente falso. Aquel hombre llevaba su uniforme con mucha elegancia, pero en cuanto a actitud era igual que un aburrido recluta de la peor calaña al que todo le da igual. Si hubiese visto a Frontino, me atrevería a decir que las cosas habrían sido distintas. La doble moral era mala señal en el ejército.

—El pliego informativo no decía que fuera urgente.

—¡Pero sabías la condición que tenía! —Ya era demasiado tarde.

El centurión y yo nos estábamos enzarzando en una ardua discusión. Yo quería sonsacarle lo que sabía, a la vez que, instintivamente, me abstenía en todo lo posible de contarle nada sobre Petro o sobre mí mismo. Por alguna profunda razón no quería que Crixo supiera que Petro y yo éramos íntimos amigos, que yo era un informante o que él trabajaba para los vigiles.

—Termina tu informe —le dije con calma. Durante mi época en las legiones nunca había llegado a ser oficial, pero muchos de ellos me habían tiranizado; sabía cómo parecer uno de ellos. Uno que podía ser un perfecto canalla si se le contrariaba.

—Una patrulla vio a un hombre que concordaba con la descripción. Como digo, estaba en el embarcadero del transbordador.

—¿Para cruzar al otro lado?

—Sólo estaba hablando.

—¿Con quién?

—En realidad no sabría decirte, señor. Sólo nos interesaba él. —En los diez años que habían pasado desde que dejé el ejército, el arte de la estúpida insolencia no había desaparecido.

—Bien.

—¿Quién es esta persona? —preguntó Crixo fingiendo inocente curiosidad.

—Lo mismo que todo el que viene aquí. Un hombre de negocios. No necesitas saber más.

—No creo que sea el hombre que buscamos, señor. Cuando se lo preguntamos, negó llamarse Petronio.

Me puse furioso y dejé que el centurión lo viera.

–¿Se lo preguntasteis cuando en el pliego ponía «no os acerquéis»?

—Era la única forma de intentar descubrir si era el mismo individuo. —Aquel idiota estaba tan pagado de sí mismo que a duras penas pude contener las ganas de pegarle.

—Sí que lo es —gruñí—. A Petronio Longo le revientan las preguntas impertinentes de los tipos estirados con túnicas rojas. Normalmente dice ser un vendedor de abanicos de plumas llamado Ninio Basilio.

—Es muy extraño, señor. Nos dijo que era un importador de alubias llamado Iximitio.

¡Gracias, Petro! Suspiré. Había arrancado de mi memoria uno de sus conocidos seudónimos… , el equivocado. En cualquier momento Crixo decidiría que era digno de interés el hecho de que el sujeto en cuestión actuara encubierto, utilizando varias identidades falsas. Luego el centurión se pondría aún más impertinente. Conociendo a Petro, seguro que sólo estaba actuando así por rebeldía; se había reafirmado más en su postura cuando una ufana patrulla lo abordó. Por principio, les mentiría. Al menos era mejor eso que no poner en duda sus orígenes, diciéndoles que se fueran al Hades en un carro de estiércol, y que luego te arrojaran a una celda.

—Estás dando muchas vueltas para admitir que logró zafarse de vosotros —le advertí—. Al gobernador no le va a gustar. No sé por qué te haces el tonto con este asunto. Al pobre hombre se le han de transmitir malas nuevas de su casa, eso es todo. Frontino lo conoce desde hace tiempo, quiere hacerlo personalmente.

—Bueno, la próxima vez ya sabremos que es él. Le daremos el mensaje, no temas.

Ahora ya no. No si Petro los veía venir otra vez.

XVII

La larga amistad del rey Togidubno con Vespasiano se remontaba a cuando Roma invadió Britania; Togi hizo de anfitrión de las legiones que el joven Vespasiano había dirigido de forma espectacular. De eso hacía ya más de cuarenta años. Yo había visto al rey mucho más recientemente, y cuando celebramos la reunión a la mañana siguiente nos sentimos a gusto el uno con el otro.

Ofrecía todo el aspecto de un anciano norteño cuya piel moteada aparecía ahora acartonada y pálida, y cuyo cabello había perdido su tribal tono rojizo para adquirir uno grisáceo. Para cualquier ocasión formal se vestía igual que la nobleza romana. Yo no había llegado a inferir si algún rango concedido le daba derecho a portar la ancha tira de color púrpura en la toga, pero él se consideraba un legado de Augusto, y vestía aquella banda con la aplastante seguridad propia de un pelmazo senatorial que pudiera confeccionar una lista de varios siglos de rubicundos antepasados. Lo más probable era que Togidubno hubiera sido seleccionado cuando joven, llevado a Roma, educado entre los diversos rehenes de esperanzados y prometedores principitos y vuelto a colocar luego en un trono para que actuara de baluarte en su provincia natal. Después de treinta años, los atrebates parecían estar algo menos atrasados que cualquiera de las demás tribus britanas en la zona romanizada, mientras que tanto ellos como su rey eran incuestionablemente leales.

Todos excepto el fallecido Verovolco. Él había matado a un arquitecto romano. Pero claro, odiar a los arquitectos está justificado. Y aquel a quien Verovolco le tomó antipatía sostenía unas opiniones sobre la integridad del espacio que hubieran hecho vomitar a cualquiera.

—Nos volvemos a encontrar en lamentables circunstancias, Marco Didio Falco.

Ajusté entonces el paso para adecuarlo a la sobria majestad del rey.

—El placer de volver a verte, señor, se ve enturbiado únicamente por el penoso motivo de nuestro encuentro.

Tomó asiento. Yo permanecí de pie. Él estaba haciendo el papel de romano de alto rango; podía haber sido un césar entronizado en su tienda recibiendo a los rebeldes celtas. Yo, en cambio, me mostraba totalmente subordinado. Cualquiera que trabaje para clientes espera ser tratado como un comerciante. Incluso un esclavo que me empleara como informante adoptaría una actitud prepotente. El rey ni siquiera iba a contratar mis servicios, nadie lo consideraba necesario. Yo estaba realizando ese trabajo como un deber, por el bien del Imperio y como un favor a la familia. Son las peores condiciones. No están remuneradas. Y no te dan derecho a nada.

Expuse lo que sabía y lo que había hecho al respecto.

—En resumen: las circunstancias más probables son éstas: Verovolco llegó a Londinium, quizá con la intención de esconderse aquí. Entró por casualidad en un mal lugar y pagó las trágicas consecuencias.

El rey lo consideró unos momentos.

—Esta explicación sería suficiente.

Yo aguardaba furiosas exigencias de castigo. En lugar de eso, la reacción de Togidubno parecía salir directamente de una de las arteras e ingeniosas oficinas del Palatino. Lo que hacía era tratar de refrenar los daños.

—¡Sería suficiente para la Gaceta Diaria! —exclamé con aspereza. A la publicación oficial del foro romano le encanta propalar escándalos en esas columnas con pocas pretensiones culturales que siguen a sus rutinarias listas de decretos senatoriales y calendarios de juegos, pero el
Acta Diurna
la editan funcionarios administrativos. La Gaceta rara vez saca a la luz verdades políticas desagradables. Sus más sensacionales revelaciones están relacionadas con el sexo morboso entre miembros de la aristocracia… y además, sólo si se sabe que son gente tímida o dispuesta a entablar demandas.

Se alzó una poblada ceja cana.

—¿Pero es que tienes dudas, Falco?

—Por supuesto, me gustaría investigar más a fondo…

—¿Antes de comprometerte? Eso está bien.

—Digamos que, sea quien sea el que sumergiera a Verovolco en el pozo, no queremos que se repita.

—¡Y queremos justicia! —insistió el rey. En realidad, la justicia, en ese caso hubiera puesto a Verovolco en el anfiteatro para que sirviera de comida a las hambrientas bestias salvajes.

—Queremos la verdad —dije con calculada hipocresía.

—Mis criados están haciendo más indagaciones.

El rey lanzaba miradas desafiantes, pero yo sencillamente repliqué: —Cuanto más revuelo se arme en ese barrio, más demostraremos que no estamos dispuestos a tolerar la violencia.

—¿Qué sabes de ese distrito, Falco?

—Es una zona deprimente situada detrás de los muelles de descarga y almacenamiento. Está llena de pequeñas empresas, la mayoría dirigidas por inmigrantes, en beneficio de los marineros que están de permiso en la costa y de los importadores/exportadores que están de paso. Posee todos los inconvenientes que semejantes distritos tienen en cualquier puerto.

—¿Un enclave pintoresco?

—Si es que eso significa un lugar frecuentado por embaucadores y ladrones.

El rey se quedó callado unos momentos.

—Frontino e Hilaris me dicen que lo que le ocurrió a Verovolco probablemente fuera provocado por él mismo, Falco. Dicen que, de no haber sido así, los autores sólo le hubiesen robado.

—Su torques ha desaparecido —asentí, dejando que la prudencia se reflejara en mi voz.

—Trata de encontrar el torques, Falco.

—¿Quieres recuperarlo?

—Yo se lo regalé. —La expresión del rey dejaba traslucir la nostalgia y el pesar por la pérdida de su amigo de toda la vida—. ¿Lo reconocerás?

—Lo recuerdo. —Era poco corriente: finos hilos de oro retorcidos que casi parecían madejas tejidas, y unas pesadas piezas en los extremos.

—Haz lo que puedas. Sé que los asesinos se habrán esfumado.

—Haces bien en no confiar demasiado, pero no es totalmente imposible, señor. Puede que algún día se los descubra, quizás hasta cuando sean arrestados por algún otro delito. O puede que algún criminal de poca monta los entregue, esperando recibir una recompensa.

—Me han dicho que es una mala zona y que sin embargo los asesinatos son poco frecuentes.

Tuve la sensación de que el rey se proponía algo.

—Tanto Frontino como Hilaris conocen la ciudad —comenté.

—Y yo conocía a Verovolco —dijo el rey.

Entró un esclavo para traernos un pequeño refrigerio. La interrupción fue molesta, aunque yo por lo pronto no había desayunado. Togidubno y yo esperamos pacientemente en silencio. Tal vez ambos intuyéramos que Flavio Hilaris podría haber mandado al esclavo para que observara nuestra reunión por él.

El rey se aseguró una total discreción y ordenó al esclavo que se retirara. El chico parecía nervioso, pero dejó su ofrenda en una mesa auxiliar de granito labrado.

Cuando se marchó yo mismo corté unas lonchas de carne fría y serví un plato de olivas para cada uno. Mientras el rey permanecía en su diván de respaldo de plata yo me fui a sentar en un taburete. Mordisqueamos los blandos panecillos blancos de desayuno y bebimos unos sorbos de agua sin decir nada. Yo puse el jamón en mi panecillo untado con salsa de garbanzos. Él envolvió un huevo duro de gallina con una loncha de carne.

—Y dime, ¿qué te han dicho Frontino e Hilaris sobre lo que a mí me gustaría? —preguntó finalmente el rey.

—Aún no he recibido instrucciones, señor.

—¿Qué? ¿No te han dado órdenes? —preguntó como si le hiciera gracia.

—Salí a dar un paseo esta mañana. —Eso era cierto. Había ido temprano al foro, donde escribí con tiza en la pared: «LPL, ponte en contacto con MDF: ¡es urgente!». No tenía muchas esperanzas. No era probable que Petronio merodeara por esos lóbregos lares. Me arriesgué a murmurar con franqueza—: ¡Supongo que nuestros dos grandes hombres estarán sudando mierda! —El rey se rió aún más—. Pero tú y yo, señor, no necesitamos que nos den órdenes antes de comunicarnos.

Togidubno se terminó el huevo y se limpió los viejos y escuálidos dedos con una servilleta.

—¿Qué piensas realmente, Marco Didio?

Tomé nota de la más informal nomenclatura. Mastiqué una aceituna, dejé el hueso en un plato y le dije: —Todavía no logro entender por qué Verovolco fue a ese lugar. He observado que hay chanchullo organizado en los alrededores, aunque no he podido demostrar que tenga ninguna relación, lo admito.

—¿Me estás diciendo que los funcionarios niegan que este chanchullo exista? —inquirió el rey.

—No. Se las habían arreglado para evitar admitirlo, eso sí, pero se mostraban muy diplomáticos—. La civilización reporta mucho bien, pero sabes que también trae consigo cosas malas. No tengo ni idea de las actividades delictivas que existían cuando las tribus dirigían Britania desde sus poblados fortificados en las montañas, pero toda sociedad tiene sus bandidos. Nosotros os traemos la ciudad y con ella sus vicios. Más complicado, tal vez, pero todo ello basado en el miedo y la avaricia. —Togidubno no hizo ningún comentario. Si de veras fue educado en Roma y alguna vez había caminado por las abarrotadas calles de la Ciudad Dorada, habría visto de primera mano lo peor del dolor y la extorsión—. ¿Verovolco odiaba a Roma? —pregunté.

—No especialmente.

—Pero dijiste que lo «conocías». Quisiste insinuar algo más con eso.

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