Fueron la panda de Maya y las monadas del procurador quienes adoptaron a Albia. Su interés era casi científico, sobre todo entre las chicas, que discutían con aire de gravedad lo que era mejor para aquella criatura.
Se buscó algo de ropa.
—Este vestido es azul… un color muy bonito, pero no tiene aspecto de ser muy caro —me explicó seriamente Cloelia, la hija de Maya—. Así, pites, si se escapa y vuelve a su modo de vida, no llamará la atención de personas equivocadas.
—Come muy deprisa —se maravilló el pequeño Anco. Contaba unos seis años y era un pequeñín maniático que siempre tenía problemas a la hora de la comida—. Si le traemos comida se la come enseguida, aunque acabe de tomarse otra cosa.
—Ha pasado hambre, Anco —le expliqué—. Nunca ha tenido la oportunidad de apartar su cuenco de un empujón y decir gimoteando que odia las espinacas. Tiene que comer cualquier cosa que pueda conseguir, por si acaso no vuelve a tener más.
—¡No le daremos espinacas! —contestó al punto Anco.
Flavia, la hija mayor del procurador, estaba hablando con la muchacha.
—¿Ha dado muestras de entenderte, Flavia?—pregunté.
—Todavía no. Vamos a seguir hablándole en latín, pues creemos que lo aprenderá. —Había oído a los niños nombrar objetos de la casa mientras tiraban de Albia y la llevaban con ellos de un lado a otro. Incluso oí a la elocuente Flavia describiéndome: «Ese hombre es Marco Didio, que se casó con nuestra prima. Puede que sus modales sean bruscos, pero eso es porque es de origen plebeyo. Se siente incómodo en ambientes ampulosos. Es más inteligente de lo que finge ser y hace bromas que no adviertes hasta media hora después. Realiza un trabajo que es apreciado por personas de las más altas esferas y se le presumen cualidades aún no exploradas como es debido».
No reconocí a aquella criatura. Daba miedo oírla. ¡Por los dioses del Olimpo! ¿A quién había estado escuchando Flavia?
Era difícil decir qué sacó en limpio la rebuscadora de basuras de todo aquello. La habían metido en esa enorme residencia con sus pinturas al fresco, sus suelos pulidos y sus altos techos encofrados, llena de gente que jamás se insultaba a gritos, que comía regularmente, que dormía en camas … en la misma cama cada noche. Tal vez sus orígenes le dieran derecho a algunas de esas cosas, pero ella no sabía nada de todo eso. Y daba la sensación de que era mejor no sugerirlo. Mientras tanto la muchacha parecía preguntarse, al igual que hicimos algunos de nosotros, cuánto iba a durar su estancia en la residencia.
Los esclavos se mostraban desdeñosos, por supuesto. Un expósito de las calles era alguien de condición inferior incluso a la suya. Al menos ellos contaban con un punto de referencia en la familia a la que pertenecían. Estaban bien alimentados, vestidos y alojados, y en casa de Frontino e Hilaris se los trataba con amabilidad; si algún día los liberaban, legalmente pasarían a formar parte de las familias de sus propietarios con unas condiciones bastante equitativas. Albia no contaba con ninguna de esas ventajas, pero no era propiedad de nadie. Era la personificación, en el peor de los grados, del dicho según el cual los pobres nacidos libres viven muchísimo peor que los esclavos de casas ricas. Eso no podía haber servido de consuelo a nadie. Si los niños no hubieran tratado a esa criatura casi como una mascota, los esclavos se lo hubieran hecho pasar mal.
Los ungüentos que había en la casa no le curaban los rasguños. Los hijos de Maya comentaban por lo bajo entre ellos si era ético invadir la habitación de Petro y tomar algo prestado de su arcón de medicinas. Un arcón surtido divinamente.
—El tío Lucio nos prohibió tocarlo.
—El no está. No podemos preguntárselo.
Vinieron a verme.
—Falco, ¿se lo preguntarás de nuestra parte?
—¿Y cómo lo hago?
Alicaído, Mario, el chico mayor, explicó:
—Pensamos que tú sabrías dónde está. Creímos que debía de haberte dicho dónde encontrarle.
—Pues no me lo dijo. Pero yo puedo mirar en su caja. Porque yo soy un adulto…
—He oído dudar de eso —manifestó Cloelia. Todos los hijos de Maya habían heredado el rasgo de la grosería, pero al parecer la querida Cloelia se limitaba a narrar los hechos.
—Bueno, pues porque soy su amigo. Voy a necesitar la llave…
—¡Oh, nosotros sabemos dónde la esconde! —Genial. Yo conocía a Petronio Longo desde que teníamos dieciocho años y nunca había descubierto dónde escondía esa llave. Podía llegar a ser muy reservado.
Cuando fui a su habitación todos quedamos decepcionados: no había ningún cofre de medicinas. Miré con más detenimiento. Tampoco había dejado arma alguna. Él nunca hubiese salido de Italia sin un arsenal como es debido. Tal vez estuviera corriéndose una buena juerga, de haberse llevado un arcón lleno de remedios y una espada.
Más tarde salí, volví a la zona de la ribera en misión de observación. Mario vino conmigo. Se estaba hartando de cuidar siempre de Albia. Ambos nos llevamos a nuestros perros a dar un paseo.
—¡No me importa si vendes a
Arctos!
—le gritó Maya a Mario cuando ya nos íbamos. Quizás oyó hablar de ese perrero que Helena y yo nos encontramos—. Tu cachorro es grande y fuerte, sería una estupenda inversión para alguien. O un buen estofado de carne —añadió con crueldad.
Como era un chico firme, Mario hizo ver que no lo había oído. Quería mucho a su perro y parecía tenerle bastante cariño a su madre; educado por mi estricta hermana y el borracho chapucero de su marido, hacía tiempo ya que había aprendido a ser diplomático. A sus once años se estaba convirtiendo en una caricatura del buen muchachito romano. Incluso tenía una toga de talla pequeña que mi padre le había comprado. Mi padre había descuidado por completo los ritos de transición de sus propios hijos… sobre todo porque estaba fuera de casa con su amada. Ahora se le había ocurrido tratar a sus nietos a la manera tradicional. (Es decir, a los educados. No había visto yo que malcriara a los pilluelos de los bajos fondos.)
Le dije a Mario que parecía una muñeca; hice que dejara la toga en la residencia.
—No nos interesa destacar como forasteros mojigatos, Mario.
—Creí que teníamos que enseñar a vivir a los britanos como auténticos romanos.
—El emperador ya ha mandado a un administrador judicial para que haga eso.
—Yo no he visto a semejante persona. —Mario era un chico que se tomaba las cosas al pie de la letra y que lo analizaba todo.
—No, anda por ahí, en las ciudades britanas, dando clases de urbanidad. Donde sentarse en una basílica, qué partes del cuerpo frotarse con la almohaza, cómo drapear la toga.
—Crees que si me paseo por las calles de Londinium vestido con la toga se van a reír de mí.
Lo consideraba una posibilidad.
Era difícil pasar desapercibidos con
Arctos
y
Nux
tirando de sus correas. Arctos era una bestia joven y bulliciosa con un pelaje largo, enmarañado y apelmazado y una cola que no dejaba de agitarse. Mi perra
Nux
era su madre. Ésta era más pequeña, estaba más loca y era mucho más competente a la hora de meter el hocico en sitios mugrientos. A los lugareños les parecía que nuestros dos cachorros daban pena. Los britanos criaban los mejores perros de caza de todo el Imperio; su especialidad eran los mastines, tan intrépidos que estaban a la altura de luchar con los osos de la arena. Hasta sus canes del tamaño de perros falderos eran unos demonios bravucones, con unas piernas cortas y robustas y unas orejas levantadas, cuya idea de una tarde tranquila era atacar a un grupo de tejones… y ganar.
—¿Va a ayudarte
Nux
a rastrear a un criminal, tío Marco? —
Nux
levantó la vista y meneó el rabo.
—Lo dudo.
Nux
tan sólo me proporciona la excusa para deambular por ahí. —Entonces se me ocurrió que valía la pena intentarlo—: Mario, amigo mío, ¿te dijo algo Petronio sobre lo que se traía entre manos antes de irse?
—No, tío Marco.
El chico hizo que pareciera convincente. Cuando lo miré, él a su vez me miró a los ojos. Pero incluso en Roma, una ciudad plagada de los peores estafadores del mundo, la familia Didia siempre había criado una clase especial de mentirosos de rostro dulce.
—Cada día te pareces más a tu abuelo —comenté para que supiera que no me había engañado.
—¡Espero que no! —replicó Mario bromeando, haciéndose el hombre.
Nos pasamos un par de horas andando por el centro de la ciudad, pero no tuvimos suerte. Descubrí que el panadero cuyo negocio se había incendiado se llamaba Epafrodito, pero aunque alguien supiera dónde tenía éste su refugio, no iba a decírmelo. Probé a preguntar sobre el asesinato de Verovolco, pero la gente fingió no haberse enterado siquiera del suceso. No encontré ningún testigo que hubiera visto a Verovolco en la localidad mientras aún estaba vivo; nadie lo vio bebiendo en La Lluvia de Oro; nadie sabía quién lo había matado. Al fin, mencioné (puesto que estaba cada vez más desesperado) que «podría ser que hubiese una recompensa». El silencio continuó. Era evidente que el administrador judicial, durante sus clases de urbanidad, no había explicado cómo funcionaba la justicia romana.
Encontramos una caseta que parecía un puesto de empanadas y nos dimos un gusto. Mario se las arregló solo con la mitad de la suya, luego lo ayudé a terminársela, compensando así mi falta de comida del día anterior. Él había embadurnado su empanada con salsa de escabeche de pescado de la encostrada jarra que había en el tenderete. Yo habría hecho lo mismo a la edad de once años, de modo que no dije nada.
—Todas estas personas con las que has estado hablando parecen bastante aburridas y respetuosas de la ley. —La mayoría de mis sobrinos hacían gala de un ingenio mordaz—. Cualquiera hubiese pensado que un hombre metido de cabeza en un pozo causaría más revuelo.
—Tal vez los asesinatos ocurren con más frecuencia de lo que deberían, Mario.
—¡Pues entonces quizá tendríamos que salir de aquí pitando! —Mario esbozó una sonrisa burlona. Entre mis sobrinas y sobrinos se me consideraba un payaso, aunque uno al que siempre acompañaba cierto toque de peligro. Se le ofuscó el rostro—. ¿Podríamos tener problemas?
—Sólo si molestamos a alguien. Puedes meterte en un lío en cualquier parte si haces eso.
—¿Cómo sabremos lo que tenemos que evitar?
—Usa el sentido común. Compórtate con tranquilidad y educación. Espero que la gente del lugar haya prestado atención a la parte que trata de los modales en sus lecciones de doblado de togas.
—¿Y mantener siempre una ruta de escape al entrar en una zona cerrada?—sugirió Mario.
Alcé las cejas y lo miré.
—Has estado escuchando a Lucio Petronio.
—Sí. —Mario, que era callado por naturaleza, inclinó la cabeza un momento. Al cruzar toda Europa con cuatro chiquillos en busca de su madre, Petro debió de haber recurrido a una instrucción estricta, por la seguridad de todo el mundo. En los hijos de Maya habría encontrado una audiencia inteligente, con muchas ganas de aprender cuando los machacaban con las usanzas del ejército y los vigiles—. Se estaba muy bien con Lucio Petronio. Lo echo de menos.
Me limpié la boca y el mentón con el dorso de la mano, allí donde el acre escabeche había goteado de la empanada.
—Yo también, Mario.
No éramos los únicos que echábamos de menos a Petronio. Había llegado una carta para él desde Roma.
Flavio Hilaris tenía la carta y cometió el error de mencionármelo cuando estábamos todos sentados a comer.
—Si alguien ve a tu amigo, sería conveniente decirle que tengo esto…
—¿Es de una amante?—quiso saber la joven Flavia, ajena a las reacciones que provocó su comentario. Con Petronio hubo unas cuantas mujeres que encajaban en esa categoría. Por lo que yo sabía, la mayoría de ellas ya hacía mucho tiempo que formaba parte del pasado. Y seguramente serían demasiado despreocupadas como para mantener correspondencia: algunas, quizá, no sabrían escribir. Petronio siempre había tenido el don de estar en buenas relaciones con las veleidosas, pero también sabía cómo liberarse. Sus relaciones no significaban mucho, seguían su curso y luego se iban apagando de forma natural.
—Su fascinante amor, la esposa del gángster, tal vez —se burló Maya. La estúpida aventura de Petronio había sido un secreto para nadie en el Aventino. Balbina Milvia sí que trató de engancharlo, pero Petro, con su vida doméstica destrozada y el trabajo amenazado, la había dejado. Él ya sabía que coquetear con Milvia había sido muy peligroso.
—¡Un gángster! —Flavia estaba muy impresionada.
—Por favor, tened más formalidad.—Hilaris presentaba más mala cara que de costumbre—. Esta carta proviene de los vigiles. Está escrita por un tribuno, Rubela. Pero le transmite a Petronio un mensaje de su esposa.
—Ex esposa. —No miré a mi hermana.
En cuanto lo dije me di cuenta de que había aspectos de aquella carta —la cual sin duda preocupaba a Hilaris— que eran extraños. El negaría que en su provincia se practicara la censura de la correspondencia, no obstante estaba claro que había leído la carta. ¿Por qué no limitarse a guardarla hasta que Petro reapareciera? ¿Por qué era de un tribuno la carta? Arria Silvia podía escribir si quisiera molestarse en hacerlo…, cosa poco probable tal y como estaban las cosas entre ellos; pero más extraño era que le pidiera al superior de Petro que le transmitiera sus habituales quejas sobre sus tres hijas a las que la ropa se les quedaba pequeña y sobre cómo el descenso de las ventas de encurtidos le causaba problemas a su nuevo novio…
Tampoco podía imaginarme a un tribuno de los vigiles, especialmente al endurecido Rubela del Aventino, garabateando una nota cariñosa para desearle a Petro unas estupendas vacaciones.
Pero a todo esto, ¿cómo sabía Silvia que estaba en Britania? ¿Cómo era que lo sabía nada más y nada menos que el tribuno de Petro? Si Petronio estaba disfrutando de un permiso, consideraría que su destino era algo que sólo le incumbía a él.
—Dame la carta a mí, si te parece —me ofrecí.
Hilaris hizo caso omiso de mi oferta: el rollo permanecería bajo su custodia.
—La ha enviado el prefecto urbano.
—¿Vías oficiales? —me quedé mirándolo—. ¡El prefecto está tan cerca de la cúspide que prácticamente está colgado del cinturón del emperador! ¿Qué ocurre, por el Hades?
Él inclinó la cabeza evitando mi mirada.