El manuscrito Masada (34 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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—¿Qué quieren de mí? —dijo Flannery con impaciencia.

—Le hemos traído ante este tribunal para ofrecerle un gran honor. Lo admitiremos hoy mismo en nuestras filas, confiriéndole no solo la categoría de miembro de pleno derecho, sino el conocimiento de los misterios más profundos de nuestra Madre Iglesia. Padre Flannery, lleva toda la vida tratando de desvelar estos secretos. Solo los conocen muy pocos, una elite, incluso dentro de Via Dei. Esto es lo que le ofrecemos.

—¿Por eso me han secuestrado?

—Yo prefiero decir que por eso ha sido traído hasta nosotros.

—¿Los terroristas islamistas recluían a todos sus iniciados? —dijo Flannery con mordacidad— ¿O solo a mí?

—Tenemos una situación poco habitual y una oportunidad única ahora —replicó el líder del tribunal—. Como usted sabe, «la miseria pone en contacto a un hombre con extraños compañeros de cama» y, en nuestra situación actual, digamos que aliarnos con algunos de estos compañeros de cama contra un mutuo enemigo es bueno para nuestros intereses.

Había algo en el patrón vocal y en la forma de citar
La tempestad
de Shakespeare que sorprendió a Flannery al resultarle familiar, pero no fue capaz de situarlo.

—¿Y quién sería ese enemigo mutuo? —preguntó Flannery.

—Únase a nosotros, padre, y se le darán a conocer todos los secretos.

—¿Cuál es el inconveniente? —preguntó Flannery—. No puede querer que me una porque yo sea el agraciado. Tiene que haber algún inconveniente, alguna pega.

—¡Ah!, sí, la pega. Bueno, es sencillo… algo que, como miembro de Via Dei, usted querrá hacer, porque, cuando se le hayan revelado todos los misterios, comprenderá que lo que le pedimos no es más que el cumplimiento pleno del plan de Dios.

Dicho esto, se volvió e hizo una seña con la cabeza el hombre que estaba a su derecha, que miró debajo de la mesa y levantó un objeto pesado. Incluso mientras lo estaba colocando encima de la mesa, Flannery reconoció que era la urna desenterrada en Masada.

—Sí, el manuscrito de Dimas bar-Dimas —continuó el líder.

Su sonrisa se endureció y frunció el ceño mientras inclinaba la urna para mostrar que estaba vacía.

—Hemos llevado a cabo algunas acciones para conseguir el manuscrito, pero, por desgracia, incluso los mejores planes de Via Dei «
gang aft a-gley
»
[5]
y no nos dejan sino pena y dolor en vez del gozo prometido —dijo, parafraseando el famoso poema de Robert Burns sobre los planes que se tuercen. Parecía divertido con su juego de palabras y volvió a sonreír—. Y así, la pega, como lo ha dicho usted de forma tan elocuente, es que usted nos traiga el manuscrito de Dimas.

—¿Por qué necesitan el manuscrito? —preguntó Flannery—. Cuando nuestra investigación haya finalizado, su contenido será evaluado por la Iglesia, que determinará si ha de incluirse o no en el canon de la Biblia. Pero, aunque no se incluyese, se publicaría todo el texto; los israelíes insisten en ello. De manera que, dentro o fuera de la Iglesia, tendrán acceso a todo el contenido del manuscrito.

—Eso no basta —replicó el hombre de inmediato. Su tono daba el primer indicio de irritación—. Es muy apropiado, correcto y nuestra obligación moral ineludible que, en todo tiempo y lugar, tengamos el control del manuscrito.

Flannery miró con curiosidad al hombre enmascarado, que había utilizado una expresión tan arcaica. Incluso resultaba más peculiar que la expresión no fuera católica, sino del
Libro de oración común
anglicano:
It is very meet, right, and our bounden duty, that we should at all times, and in all places, give thanks unto thee, O Lord, holy Father, almighty, everlastying God
[6]
. Era una indicación sutil de que la influencia de Via Dei trascendía la Iglesia Católica o bien otro ejemplo de la inclinación del hombre a las alusiones literarias.

De nuevo, eso le recordó a Flannery a alguien a quien conocía pero que no era capaz de situar. Guardando para sí la observación para recordarla más adelante, se inclinó más hacia la mesa y preguntó:

—¿Via Dei quiere el manuscrito o evitar solo que el mundo descubra sus secretos?

El portavoz suspiró.

—Muy bien, padre Flannery, voy a decirle algo que nunca ha sido revelado a nadie ajeno a Via Dei durante los dos mil años de nuestra existencia.

—No —dijo el hombre enmascarado sentado a la izquierda, negando al mismo tiempo con la cabeza.

El que estaba a la derecha permaneció en silencio, pero puso una mano sobre el brazo del portavoz a modo de además restrictivo.

—Perdonadme, hermanos —dijo el líder, mirando a cada uno de sus compañeros—, pero las circunstancias extraordinarias requieren la más extraordinaria de las medidas.

Los otros dos hombres lo miraron largo rato; después se volvieron a examinar a Flannery. Primero uno y después el otro asintieron.

—Padre Flannery —dijo el líder tras obtener el consenso del tribunal—, sabemos que el símbolo, nuestro símbolo, se encuentra en el documento de Dimas. Suponga que el símbolo de Via Dei fue entregado directamente a Dimas bar-Dimas por el mismo Jesucristo, que se le apareció a Dimas en el camino de Jerusalén el día siguiente al de su Resurrección.

—¿Se lo dio a Dimas? —preguntó Flannery.

—Sí.

—¿Eso es lo que le dice su leyenda?

—No es leyenda, señor; ¡es la verdad! —declaró el líder, agudizando notablemente su tono.

—A veces, es difícil separar la leyenda del dato —contestó Flannery.

—El dato, sí, pero no la verdad. Y, sin duda, padre Flannery, usted es lo bastante inteligente como para conocer la diferencia entre ambos.

—Sí, conozco la diferencia. Pero, en este caso, la verdad no es suficientemente buena. Ustedes me piden que les ayude a obtener uno de los documentos más importantes que se hayan descubierto nunca en la historia de la cristiandad, sabiendo perfectamente que ustedes niegan al mundo y al conjunto de los cristianos el acceso a ese documento. Para considerar siquiera esa acción, necesito datos. ¿Qué datos tienen ustedes?

—Tenemos el dato de que Dimas escribió su evangelio mucho antes que los de Mateo, Marcos, Lucas, Juan e incluso de cualquiera de las epístolas de Pablo. Tenemos el dato de que Dimas entregó su manuscrito a su sucesor, Gayo de Efe— so, que fundó después Via Dei. En consecuencia, el Evangelio de Dimas, por derecho, nos pertenece. Sin embargo, de alguna manera, al principio de Via Dei, el manuscrito se perdió y solo nosotros, durante dos mil años, hemos sabido de su existencia y lo hemos buscado por todas partes.

Mientras Flannery escuchaba, recordó de repente dónde había oído antes aquella voz.

—¿Qué pruebas tenemos? —prosiguió el hombre— el mismo símbolo de Via Dei. ¿Cree que es una mera coincidencia que un documento del siglo
I
lleve el mismo símbolo que nuestra organización considera sagrado desde hace tanto tiempo? ¿No prueba eso suficientemente que Dimas bar-Dimas es el padre de Via Dei, a través de su sucesor y fundador nuestro, Gayo de Éfeso, y que su evangelio debe sernos devuelto con todo derecho?

—Y ustedes quieren que se lo devuelva yo —dijo Flannery.

—Así, estará llevando a cabo una acción de Dios.

—¿Qué me dice del asesinato de Daniel Mazar? ¿Era esa una acción de Dios?

El hombre dudó; era obvio que desconocía que Flannery sabía lo ocurrido en el laboratorio. Su tono se volvió crispado y defensivo cuando declaró:

—Al profesor lo mataron terroristas palestinos.

—Pero ustedes tienen la urna.

—Sí.

—Si los terroristas mataron al profesor Mazar, ¿cómo es que ustedes tienen la urna? —presionó Flannery— ¿fue el trabajo de esos extraños compañeros de cama de los que me hablaba?

—Se… se suponía que no tenía que ocurrir eso —replicó el hombre, cada vez más incómodo—. Solo buscábamos el manuscrito, no la muerte de nadie.

—Esos compañeros de cama de ustedes no solo mataron a Daniel Mazar, sino a tres policías israelíes. Cuando ustedes los soltaron, ¿esperaban realmente que la cosa no llegara a tanto o ustedes se limitaron a lavarse las manos? —cuando el hombre dudó, Flannery añadió—: ¿Como se lava las manos en relación con tantas cosas en la
Prefettura del Sacri Palazzi Apostolici
, padre Sangremano?

El hombre se tambaleó hacia atrás al ser identificado como el P Antonio Sangremano, uno de los hombres más poderosos de la Prefectura de los Sagrados Palacios Apostólicos, que administraba los palacios papales, a cuyo frente está el Secretario de Estado del Vaticano. Recuperando la compostura, comenzó a hablar, pero fue interrumpido por uno de sus compañeros.

—Michael, chico…

Flannery se volvió sorprendido al hombre de la derecha.

—Dios mío —exclamó, porque también conocía a este sacerdote—. Padre Wester, ¿usted?

Sean Wester, el archivero que había sido amigo de Flannery durante muchos años, suspiró mientras de quitaba su máscara y la tiraba sobre la mesa, frente a él. Se pasó la mano por el pelo, después movió la cabeza, casi con tristeza.

—Michael —repitió—. Como a un hijo, te he querido todos estos años. Como a un hijo.

Capítulo 36

Y
uri Vilnai, levantándose de su sillón en su pequeño y abarrotado despacho del secreto laboratorio de antigüedades «Catacumbas» de la Universidad Hebrea, preguntó:

—¿Eso es todo? Me gustaría irme a casa. Ha sido un día… un día espantoso.

Sarah Arad y Preston Lewkis se levantaron de un pequeño sofá encajado entre los montones de libros que llenaban la estancia. Sarah cerró su bloc de notas y dijo:

—Sí, debe de haber sido terrible —dio unos golpecitos sobre el bloc—. Usted le dio todo esto a los investigadores, ¿no?

—Todo, pero me temo que no sea demasiado útil. En realidad, solo los vi un momento.

—Pero, ¿usted cree que eran palestinos?

Vilnai se encogió de hombros.

—Eso es lo que pensé en ese momento. Eso es lo que les dije a sus investigadores.

—Pero, llevaban máscaras, ¿no?

—Sí, pero alcancé a ver brevemente a uno de ellos cuando se quitaba la máscara en el coche. Estaba demasiado lejos para verlo bien, pero parecía palestino.

—Bien, y muchas gracias, profesor.

Sarah avanzó hacia la puerta y Preston la siguió al pasillo. Vilnai salió inmediatamente detrás, cogió su americana y cerró con llave la puerta.

—¿Podemos localizarlo en casa? —preguntó Sarah cuando Vilnai se dio la vuelta para irse.

—Sí, o en cualquier momento en mi móvil —moviendo la cabeza, musitó—: Esto es algo terrible. Daniel y yo teníamos nuestras diferencias, pero no hay nadie a quien respetara más.

Siguió adelante por el pasillo. Se detuvo cuando se acercó al área acordonada en la que estaba ubicado el laboratorio y después continuó por un pasillo lateral que rodeaba el escenario del crimen.

—¿Qué piensas? —preguntó Preston a Sarah mientras la seguía hacia la cercana sala de juntas.

—No estoy convencida.

Cuando entraron en la sala, Sarah echó un vistazo al pasillo; después, cerró la puerta. En la sala había una mesa ovalada con seis sillas y un pequeño terminal de ordenador en un lateral, con un teléfono y un fax.

—¿Crees que miente? —dijo Preston cuando se sentaron en un extremo de la mesa de juntas—. Parecía verdaderamente afectado, y es muy comprensible.

—Quizá no esté mintiendo, pero sí exagerando.

—¿Sobre qué?

—Bueno, está lo de los palestinos, por una parte —replicó.

—¿No crees que fuesen palestinos?

—Lo que no creo es que él no tenga ni idea de si eran o no palestinos —hojeó su bloc y señaló con el dedo una de las anotaciones—. ¿Recuerdas cuando dijo primero que los vio en el aparcamiento?

—Sí.

—Vio a tres hombres; los dos primeros llevaban armas de fuego y él se acurrucó en el asiento para que no lo viesen. Esperó hasta que se marcharon antes de volver a sentarse.

—Pero también dijo que miró hacia atrás y vio a uno de ellos quitándose la máscara. ¿No es razonable?

—Lo mencionó más tarde, cuando lo presioné acerca de su nacionalidad —tamborileó con los dedos en el bloc—. No sé… me parece que no me cuadra. Su primer relato tiene más sentido. Ahí parece un tipo que se acurruca y no mueve un músculo hasta estar seguro de que se han marchado. Lo de la máscara… bueno, me parece una excusa, una explicación a posteriori de por qué pensó que eran palestinos.

—O sea, que tú
crees
que está mintiendo.

—No necesariamente. La mayoría de los israelíes, si ven a unos hombres enmascarados con armas y después encuentran un laboratorio acribillado a tiros, sacan la conclusión de que se trata de palestinos. Quizá a Yuri le haya pasado lo mismo y después se haya inventado o incluso haya imaginado que vio a uno de ellos para justificar ese prejuicio, no solo ante la policía, sino ante sí mismo —hizo una pausa, negando con la cabeza; después continuó—: ¿Es fácil saber si un individuo es palestino, sobre todo si lo has visto fugazmente y a distancia? Si vistes a un grupo de israelíes semíticos y de árabes con la misma ropa y los pones en una rueda de reconocimiento, no hay mucha gente que los distinga.

—¿Qué otra cosa podrían haber sido?

—Eso es lo que me estoy preguntando —levantó un dedo—. Un minuto… quiero comprobar algo.

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