Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Me sorprendes, Simón.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—¿No es tu misión convertir a todos al cristianismo?
—Mi misión es predicar la verdad —replicó Simón—. Que tú aceptes la verdad es una cuestión entre tú y Dios. Y, por ahora, es mejor para mí que sigas siendo un zelote —sonrió—. En realidad, vine a Jerusalén esperando encontrarte, aunque confieso que no de un modo tan dramático.
—¿A mí? ¿Por qué me buscabas?
—Quiero que conciertes una reunión con los líderes zelotes.
—¿Por qué ibas a querer reunirte con tus enemigos acérrimos?
—¡Oh!, pero ellos no son mis enemigos —declaró Simón—. Yo no tengo más que amor para todo el mundo.
—¿Tú amas a los zelotes? —Sí.
—¿A todos los judíos, incluso a los que crucificaron a tu maestro? —preguntó Tibro cada vez más incrédulo—. ¿Y a los efesios, a los romanos?
—Ya te digo, yo no tengo enemigos —repitió Simón—. ¿Concertarás la reunión?
—¿Con qué fin?
—Para decirles lo que te acabo de decir —dijo Simón—. Que no somos enemigos, que adoramos al mismo Dios.
Tibro meneó la cabeza.
—No concertaré tu muerte. A diferencia de vosotros, los zelotes tenemos enemigos. Ellos te matarían.
—Correré ese riesgo.
—No —dijo Tibro enfáticamente—. No seré el responsable de tu muerte.
Simón miró a Tibro durante largo rato; después, de repente, empezó a reírse.
—¿Por qué te ríes?
—¿No ves lo cómico de esto, Tibro? —preguntó Simón—. Hace un rato, llegaste aquí decidido a matar a mis hijos… a mí también, si hubieses tenido la oportunidad. Ahora no quieres concertar un encuentro porque temes por mi vida.
Percatándose de la ironía, Tibro sonrió.
—Sí, comprendo tu punto de vista, pero, aunque tratara de concertar un encuentro, ellos no querrían saber nada de ti, excepto matarte.
—Tibro tiene razón —dijo Alejandro, acercándose a su padre—. Te matarán.
—Pero, sin duda, unos hombres razonables pueden discutir sobre el culto a Dios de un modo razonable.
—No, padre, escucha a Alejandro —intervino Rufo—. Nosotros hemos estado aquí muchos meses; tú no. Lo que Tibro dice es cierto. Por favor, no intentes esta locura. Los zelotes no tienen ningún deseo de hacer las paces con nosotros.
—¿Es eso cierto, Tibro? —preguntó Simón—. ¿No crees que la casa de Dios es lo bastante grande como para acoger en paz a todos sus hijos?
—Tú hablas de reunir a todos en la casa de Dios —dijo Tibro—. Y, sin embargo, tres de mis amigos yacen muertos, porque los habéis matado vosotros. ¿Es eso un acto de gentes conciliadoras?
—¿No venían a matar a mis hijos?
—Sí, pero… —Tibro se pellizcó el puente de la nariz—. No me confundas.
—Es cierto que Jesús era portador de nuevas de paz, quien dijo que había que poner la otra mejilla, pero no nos prohibió defendernos.
En ese momento, apareció un hombre en la puerta. Al reconocerlo, Simón sonrió abiertamente y se acercó a saludarlo.
—Lemuel, amigo mío. Me alegro de verte después de tanto tiempo. Ven, descansa. ¿Quieres comer o beber?
—Sí, un poco de agua… y comida, si tienes algo.
Alejandro trajo una jarra de agua y Lemuel, sediento, bebió, inclinándola tanto que el fresco líquido se deslizó por la barba.
Rufo, entretanto, se acercó e informó:
—Tenemos pan, queso y un poco de vino.
—Tráelo rápidamente —dijo Simón a su hijo, volviéndose después hacia el recién llegado—. Vamos, Lemuel, descansa en estas almohadas.
—Gracias —Lemuel se pasó la mano por la barba. Cuando se sentó entre los demás hombres, miró a todos y se dio cuenta de la presencia de Tibro; después, sonrió sorprendido.
—Dimas, ¿eludiste a los romanos? ¿Cómo fue?
—Este es Tibro, hermano de Dimas —le dijo Simón—. ¿A qué te refieres al decir «eludiste a los romanos»? —añadió, mientras sus ojos oscuros se achicaban con preocupación.
—¿No lo sabes? Hace años, el Senado romano declaró el cristianismo
strana et illicita
, extraño e ilícito. Entonces no emprendieron ninguna acción, pero ahora están utilizando el antiguo edicto como pretexto para perseguirnos. En particular, buscan a nuestros dirigentes y maestros y Dimas es uno de los que quieren detener como sea.
—¿Mi hermano está bien? —preguntó Tibro—. No lo habrán cogido, ¿no?
Rufo trajo un plato de pan y queso y Lemuel cortó un trozo de pan y se lo metió en la boca, seguido por un pedazo de queso. Con la boca llena, consiguió decir:
—Todavía no lo han encontrado, porque le ayuda una mujer influyente.
—¿Se llama Marcela?
La pregunta de Tibro hizo que Lemuel dejara de masticar y lo mirara sorprendido. Al final, tragó, tomó un trago de vino y añadió:
—Sí, es Marcela, la hija del senador Porcio, esposa de Rufino Tácito. ¿Conoces a esa mujer?
—Nos conocimos cuando su marido era gobernador de Éfeso.
Con frecuencia, durante los diez últimos años, Tibro había pensado en aquella hermosa y joven mujer, aunque estuviera casada y, encima, con un gobernador romano.
—Ella ha sido una gran ayuda para nuestros fieles de Roma —dijo Lemuel—. Pero temo que incluso ella no pueda proteger a Dimas, si lo encuentran los romanos.
—Entonces, no lo encontrarán —declaró Simón—. Iré a Roma y lo traeré a un lugar seguro.
—No, padre —dijo Alejandro, preocupado—. Es demasiado peligroso que vayas allí.
—Tiene razón —añadió Rufo—. Tú no puedes ocultarte entre los romanos y, si sospechan que eres cristiano…
Simón se rió.
—¿Qué?, ¿no creéis que puedo pasar por romano?
—En serio, padre —dijo Rufo—. Sería muy peligroso… e imprudente.
—Conozco el peligro, hijo, pero Dimas no solo es un dirigente importante de nuestro movimiento; es mi amigo y lo ha sido durante treinta años. Debo hacer todo lo que pueda para rescatarlo, aunque tenga que disfrazarme de esclavo romano.
Rufo empezó a discutir, pero Alejandro levantó la mano y dijo:
—Padre tiene razón. Es algo que debe hacer.
Rufo suspiró; después asintió.
—Entonces, te acompañaré, padre.
—Y yo —añadió Alejandro.
No, tres hombres de piel negra atraerían demasiado la atención. Me resultará más fácil entrar en la ciudad solo. A menos que… —miró a Tibro y después preguntó—: ¿Vendrías conmigo? Un comerciante judío que viajara con su esclavo llamaría poco la atención.
—¿Yo? —dijo Tibro, incrédulo—. ¿Por qué iba a ir a Roma, salvo para matar a romanos?
—Dimas es mi hermano en Cristo, pero es tu hermano de sangre.
Tibro movió la cabeza.
—Le rescaté una vez y traté de convencerlo para que regresara a Jerusalén. En cambio, él optó por Roma y la suerte que su Dios le reservara allí.
—Ese día hiciste una gran hazaña —dijo Simón—. Una hazaña que los creyentes recordaremos y honraremos durante mucho tiempo.
—¿Y qué bien se logró con ello si ahora él se enfrenta en Roma a la misma suerte a la que se enfrentó en Éfeso?
—Han sido diez años de bien y, Dios mediante, muchos más por venir. Diez años en los que centenares, quizá miles, de personas han oído a tu hermano y recibido la salvación.
Tibro frunció el ceño.
—La salvación de unos soñadores que combatirían a Roma con un beso y la aplastarían con un abrazo.
Simón se rió.
—¿Y vosotros, los zelotes? Os enfrentáis a las máquinas de guerra de Roma con bastones de madera y piedras, ¿y decís que somos ingenuos? —meneó la cabeza—. No, Tibro, en realidad no nos diferenciamos tanto. Nuestros caminos para superar a Roma pueden ser diferentes, pero ambos estamos convencidos de que Roma y sus muchos dioses acabarán cayendo y el reino del único Dios verdadero reinará sobre todo.
—Y mi hermano mayor ha escogido entre estos caminos. Si de nuevo tiene problemas, ya no soy responsable de él.
—¿Estás preparado para presentarte ante Dios, como Caín, y declarar que no eres el guardián de tu hermano?
Los ojos de Tibro parpadearon.
—¿Qué derecho tienes para citarme la Sagrada Palabra?
—Tengo el derecho de un cristiano, porque las palabras que tú llamas sagradas también son sagradas para mí. Te pregunto de nuevo, Tibro, ¿eres tú el guardián de tu hermano?
Mientras Tibro reflexionaba sobre las palabras de Simón, mientras se preguntaba cómo se sentiría si su hermano muriera a manos de los romanos, se dio cuenta de que no era a Dimas a quien vislumbraba, sino la hermosa cara de Marcela. Verla de nuevo, después de tantos años; oír su voz una vez más…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una discusión que había surgido entre Simón y sus hijos.
—Tú no puedes estar hablando en serio, padre —decía Alejandro—. ¿Realmente permitirías que este no creyente te acompañara a Roma?
—Estaría muy honrado —replicó Simón—. En Éfeso demostró su valentía y su ingenio. Nadie puede dudar de su amor a su hermano.
—¿Hace diez años en Éfeso? —se burló Rufo—. ¿Y qué ha pasado esta misma noche en Jerusalén? El solo está aquí porque trataba de asesinarnos a Alejandro y a mí.
—Lo sé —dijo Simón—. Pero incluso Pablo nos persiguió antes de convertirse en cristiano.
—Sí, pero Pablo se
convirtió
, pero, ¿este hombre? —Rufo lanzó una mirada airada a Tibro—. Tú nunca aceptarás a Jesús, ¿no? —declaró; era más una afirmación que una pregunta.
—No, no me convertiré —replicó Tibro. Antes incluso de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, asió el hombro de Simón y dijo—: Pero te ofrezco mi juramento de lealtad hasta que encontremos a mi hermano y lo traigamos a Jerusalén.
T
ibro bar-Dimas estaba ante la ventana abierta del pequeño apartamento, mirando el bosque de mástiles de los barcos anclados en el puerto. Se encontraba en la ciudad costera de Sidón, a la que había llegado con Simón con la idea de embarcar para atravesar el Mediterráneo en su viaje a Roma. Sin embargo, encontrar un barco les estaba resultando mucho más difícil de lo que habían previsto. Era la época de las tormentas, cuando unos vendavales repentinos podían destruir con facilidad una nave y había pocos marinos que se hicieran a la mar en tales condiciones.
Tres capitanes de barcos habían ofrecido llevarlos en el plazo de dos meses, pero Simón temía que, cada día que esperasen, aumentaba el peligro al que se enfrentaba Dimas, por lo que seguía frecuentando a diario los muelles para intentar embarcar.
Tibro iba a apartarse de la ventana cuando vio a Simón que regresaba y, en esta ocasión, no venía solo, pues lo acompañaba un hombre bajo y calvo, con pobladas cejas y nariz prominente. Cuando subían por la escalera exterior, Tibro atravesó la habitación y abrió la puerta del apartamento.
—¡Tengo buenas noticias! —dijo Simón a modo de saludo—. Tenemos seguro el pasaje.
—Excelente —Tibro examinó al anciano compañero de Simón y dijo con recelo—: ¿Este es el capitán?
El extraño calvo se rió a carcajadas.
—Capitán, sí, pero de mi alma, como todos nosotros. Yo nunca he mandado un barco ni lo haré nunca, seguro.
—Es un amigo de tu hermano, Pablo de Tarso —dijo Simón—. Pablo, este es Tibro bar-Dimas.
Pablo miró fijamente a Dimas un buen rato.
—Tienes razón —le dijo a Simón—. Es la viva imagen de Dimas.
—No he visto a mi hermano en diez años —dijo Tibro—. Quizá ya no nos parezcamos tanto.
—No hace muchos años que estuve con él —dijo Pablo—. Cada uno de vosotros sigue siendo el espejo del otro.
—El barco de Pablo ha llegado recientemente de Cesa— rea —explicó Simón—. El habló con el capitán en nuestro nombre y subiremos a bordo cuando zarpe.
Las precauciones de Tibro se suavizaron ligeramente y se permitió esbozar una sonrisa.
—Gracias, Pablo. Hemos tenido la suerte de que te lleves bien con el capitán.
De nuevo, Pablo se rió, un resonante estruendo de lo más profundo de su vientre.
—No es el capitán del barco con quien tengo confianza, sino con el centurión Julio, de la Legión III Augusta. Está al mando de un destacamento que va a bordo.
—¿Un oficial romano? —preguntó Tibro cautelosamente—. Tú eres judío, ¿no? ¿Y te has hecho amigo de un oficial romano?
—No es tanto amigo mío como mi carcelero.
—¿Carcelero? No entiendo nada.
—El barco lleva a presos a Roma, y yo soy uno de ellos.
—¿Qué has hecho?
—Predicaba la resurrección de nuestro Señor Jesús —respondió Pablo—. Parece que he molestado lo suficiente al Sanedrín para que pidiera mi muerte.
—Pablo ha estado preso en Cesarea los dos últimos años —indicó Simón—. Lo único que lo mantiene vivo es que él es ciudadano romano y apeló al emperador. Julio lo lleva allí ahora.
—Y, sin embargo, ese Julio te ha permitido a ti, un preso, que desembarques. ¿Cómo es eso?
—Le he dado mi palabra a Julio de que no voy a tratar de escapar, por lo que me ha dado permiso para visitar a mis amigos y adquirir provisiones para el viaje —se volvió a Simón y se rió de nuevo—. Resulta que las provisiones que he conseguido hoy son dos caballeros.
* * *
Después de que Simón pagara la tarifa de cinco denarios cada uno, el capitán mandó a uno de sus hombres que les mostrara dónde estaban sentados Pablo y otros dos pasajeros, cerca de la popa; el resto de los presos iban abajo, encadenados. Después, el capitán se fue para supervisar a la tripulación mientras levaban anclas y se hacían a la mar.