Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—¿Dónde nos veremos?
—En la excavación de Masada —contestó ella—. Pero tiene que venir solo.
Hubo una ligera pausa. Después, Flannery dijo:
—Estaré allí. Solo.
Azra cortó la comunicación, se levantó y se dirigió hacia una mesa que estaba en el rincón de una de las celdas de los monjes del antiguo Monasterio de la Vía del Señor. Sobre ella, había un largo rollo de papiro. Con sumo cuidado, comenzó a enrollar el Evangelio de Dimas bar-Dimas.
A
Dimas bar-Dimas le dolía la espalda después de estar tanto tiempo de pie sobre el suelo de piedra. Antes de amanecer lo habían sacado de la prisión y lo habían llevado a un gran salón del palacio, donde se encontró con Pedro, Pablo y otros muchos cristianos que habían sido detenidos y reunidos para llevarlos a juicio. Su fiscal era el mismo emperador Nerón, que también era juez y jurado. No les permitieron tener abogado defensor.
El aspecto de Nerón no era el de un fiscal ni el de un juez; ni siquiera el de emperador. En cambio, llevaba la vestimenta chillona de un actor, con el pelo perfumado y teñido de rubio y sus mejillas con colorete.
—¿Sabéis cuántos han muerto a causa de vuestra mentira? —preguntó Nerón mientras se movía de un sitio a otro ante los acusados—. ¿Sabéis cuántos se han quedado sin casa a causa de vuestra maldad? ¿Sabéis cuántas hermosas estatuas y obras de arte han quedado destruidas por la traición perpetrada por vosotros… cristianos?
Nerón escupió la palabra, como si estuviese sucia.
—¿Eres tú el llamado Pedro? —preguntó mientras se detenía ante un hombre anciano y demacrado, con una negra barba rizada y unas cejas tan finas que eran casi invisibles.
Pedro miró a Nerón directamente a los ojos.
—Sí, yo soy.
Aparentemente incómodo por la mirada resuelta del preso, Nerón levantó su mano ante su rostro y se examinó las uñas. Mostraban el brillo rojo de la pintura recién aplicada. Sin volver a mirar a Pedro, continuó su interrogatorio.
—¿Y has estado predicando a ese hombre, Jesús? Está muerto, ¿no? ¿Por qué adoráis a un dios que está muerto?
—Murió, pero vive —declaró Pedro.
Nerón sonrió.
—Sí, he oído que decís que resucitó de entre los muertos. ¿Crees realmente eso?
—Yo, yo mismo vi su cuerpo resucitado.
—Tú lo viste, ¿no? —se burló Nerón. Se volvió de nuevo hacia el preso—. Dime: si renunciando a este falso profeta pudieras salvar tu vida, ¿lo harías?
—No.
—Recuerda que tengo poder sobre la vida y la muerte. ¿Quieres morir?
—La muerte no tiene dominio sobre quienes han aceptado a Jesús —replicó Pedro.
—Una valerosa afirmación, pero lamentarás esa bravuconada cuando sientas entrar los clavos en tu carne.
Siguiendo la fila, Nerón se detuvo ante otros varios presos, dándoles la misma oportunidad de salvar la vida si renunciaban públicamente a Jesús. Ninguna persona aceptó la oferta de clemencia de Nerón.
—No lo entiendo —le dijo al último de la fila—. Os he hecho una oferta de buena fe de salvar la vida de quienes renuncien a vuestro dios, pero ninguno la ha aceptado. ¿Por qué?
—Tu oferta salvaría nuestros cuerpos, pero no puede redimir nuestras almas —contestó el preso—. Y, mientras que la vida terrena es temporal, el alma es eterna.
—¿Y tú eres…?
—Soy Dimas bar-Dimas.
—He oído hablar de ti. Tu padre murió en cruz junto a Jesús, ¿no es así?
—Es cierto.
—Entonces, de tal palo, tal astilla —bromeó Nerón, riendo su propia ocurrencia—. Quinto, dame la lira.
Se acercó a un joven muy maquillado y de aspecto muy femenino, que le llevaba el instrumento musical.
—¡Hermoso chico! —dijo Nerón con admiración. Después, dirigiéndose a los presos—: Ahora tocaré y cantaré para vosotros.
«A resguardo de los vientos que suspiran
Observas el paso de las horas solitarias.
Columnas envueltas en hiedra ascienden
Rodeando mis estatuas».
«Piedras diseminadas por la senda,
Guían tus pies por el camino.
Has creado tus propias penalidades
Y llegas a esta, el día de tu juicio».
Más tarde, esa misma mañana, Tibro y Marcela regresaron a la villa de la Campaña para recuperar el manuscrito escondido y recoger algunas cosas para su viaje a Jerusalén. Tras asegurarse de que la noche anterior habían sido retirados los cuerpos de Rufino y Calpurnio y de que no había soldados por allí, Tibro llevó a Marcela al interior de la casa, ahora vacía, abandonada incluso por los sirvientes.
—No lleves muchas cosas —le advirtió Tibro cuando ella empezó a empaquetar cosas—. Es un viaje largo y la mayor parte a pie.
—Lo siento —dijo Marcela, dejando algunos vestidos que había cogido—. Solía viajar con sirvientes y medios de transporte.
El sonrió.
—Tus días como ciudadana romana de alta cuna se han acabado. Espero que no los eches demasiado de menos.
—Quiero olvidarlos por completo —prometió Marcela—. Me siento feliz al dejar atrás Roma —suspiró—. Y seré feliz alejándome de este lugar.
—Hay una cosa más que quiero hacer antes de abandonar Roma —dijo Tibro.
—Ya lo sé —puso su mano sobre la suya—. Quieres rescatar a Dimas. Pero, Tibro, a ambos nos buscan por asesinato. Nos hemos arriesgado mucho volviendo aquí. Y lo encerrarán en la misma prisión de Nerón. A ella no tengo acceso como tenía en la prisión de Éfeso.
—Claro que sé que tienes razón. Sin embargo, siento como si lo estuviese traicionando.
—Pero no lo estás haciendo —Marcela le mostró el manuscrito—. Tu hermano te encargó una misión tan querida para su corazón como la vida misma. Si tenemos éxito y llevamos esto a Jerusalén, no lo estarás traicionando, sino sirviéndole.
—Espero que tengas razón —se colgó a la espalda sus dos mochilas—. ¿Estás preparada?
Marcela metió el manuscrito en una bolsa más pequeña y se pasó la correa por la cabeza. Echó una última mirada a la habitación. La villa había pertenecido a sus padres y ella había pasado allí muchas horas felices de joven. Trató de grabar esas imágenes en su mente y no los oscuros recuerdos de los últimos días.
—Sí —dijo, asintiendo—. Estoy preparada.
Cuando atravesaban la villa, oyeron pasos en el vestíbulo y Tibro empujó a Marcela a una antesala oscura y le hizo señas para que no hiciese ruido. Puso las mochilas en el suelo, sacó la daga que llevaba al cinto y se acercó lentamente a la puerta. Echó un vistazo al pasillo, para ver si habían regresado los soldados romanos para inspeccionar los locales.
Apareció un hombre que venía del vestíbulo; Tibro se asomó a la puerta y se dio cuenta de quién era la persona a la que había visto. Guardó el cuchillo, salió de la antesala y lo llamó:
—¡Gayo!
Sorprendido, el hombre se dispuso a salir corriendo; después levantó la cabeza y vio a la persona que estaba en el pasillo.
—¿Tibro?
—Creía que habías vuelto a casa.
—Sí —contestó Gayo mientras se acercaba a Tibro; Marcela se unió a ellos en el pasillo—, pero decidí tratar de ver a Dimas en la prisión antes de que descubrieran los cuerpos y las cosas se complicaran aún más. —Parecía nervioso cuando señalaba la habitación en la que había matado a Rufino Tácito la noche anterior.
—Se han llevado los cuerpos —dijo Tibro para tranquilizarlo—. El soldado que escapó debió de volver con otros y se los llevaron.
—¿Viste a Dimas? —preguntó Marcela, angustiada.
Gayo asintió.
—Unas monedas de oro me ayudaron a que la guardia me franqueara el paso.
—¿Cómo está?
—Fuerte… y resuelto. Está preparado para los planes que el Señor le tenga reservados.
—Son los planes de Nerón los que me preocupan —comentó Tibro.
—Pronto los conoceremos. Los han llevado a juicio esta misma mañana.
—Entonces, ¿por qué no estás allí?
—No permiten a nadie estar en el juicio. El mismo Nerón lo está llevando a cabo.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó Marcela.
—Ahora no —replicó Gayo—. Quizá cuando se tranquilicen un poco las cosas, pasados unos días, puedan persuadir a Nerón de que muestre clemencia. Le encanta condenar a un hombre para concederle más tarde el perdón… siempre que se ofrezca un rescate adecuado, y nuestra comunidad recaudará más que suficiente para tentar incluso a un emperador.
—¿Qué te ha traído aquí hoy? —preguntó Tibro—. ¿Has venido a vernos?
—Bueno, sí —dijo Gayo, un poco inseguro—. Y a algo más.
—¿Qué es? —preguntó Tibro.
—Dimas habló de un manuscrito. Dijo que te había pedido que lo llevases a Jerusalén.
Tibro miró a Marcela, preguntándose hasta qué punto podía revelarle algo.
—Tienes el manuscrito de Dimas, ¿no es así? —preguntó Gayo.
Tibro asintió.
—¿Y has venido aquí para llevártelo?
—¿Por qué?, sí, claro —admitió Gayo, un poco sorprendido por el tono acusador de Tibro—. Quiero decir que si le había ocurrido algo después de que nos marchásemos. Los soldados podrían haberte detenido… o peor. Y, con independencia de la suerte que corramos, hay que proteger el Evangelio de Dimas.
—Estará protegido —le aseguró Tibro.
—Entonces, debemos llevarlo a Roma. Los fieles estarán deseando leer lo que…
—Lo llevamos a Jerusalén.
—Claro, claro, como desea Dimas, pero primero debemos hacer copias. El original estará escondido y preservado y, en unos días, llevaréis la primera copia a los apóstoles, en Jerusalén.
—Una copia no, sino este —declaró Tibro, señalando la bolsa pequeña que llevaba Marcela—. Y no en unos días, sino ahora mismo.
—Pero eso es una locura.
—Hice un juramento a mi hermano.
—El viaje es demasiado peligroso. El manuscrito podría perderse para siempre. Sin duda, Dimas no querría eso.
—¿Dijo eso? —preguntó Marcela—. ¿Era esa su idea?
Gayo dudó; después sonrió y empezó a asentir.
—Sí, sí, ese era su deseo. Cuando le sugerí esta forma da actuar, me insistió en que os encontrara y te comunicara su consentimiento.
La expresión de Tibro se endureció y sus ojos verdes lanzaban destellos de ira.
—Mentir no cuadra con un cristiano como tú —se volvió a Marcela—. Vamos, nos espera un largo viaje.
—¡Pero, no debéis hacerlo! —exclamó Gayo y siguió protestando mientras Tibro recogía sus mochilas. Cuando quedó claro que no podría disuadir a Tibro, Gayo dijo:
—Si tenéis que marchar, al menos dejadme verlo. Dimas me habló del manuscrito, por lo que es seguro que no se opondría a que lo viese.
Dirigió su petición a Marcela, que reconoció en sus ojos su deseo auténtico; al final, se volvió hacia Tibro y dijo:
—Solo unos minutos.
Tibro empezó a negarse, pero después, suspiró y asintió.
Pasaron al bien iluminado vestíbulo y allí Marcela desenvolvió el manuscrito y lo colocó en una masa lateral de mármol. Mientras iba desenrollando lentamente el papiro, Gayo fue inclinándose más, temblándole la mano al seguir el texto con su índice. Leía en silencio, formando las palabras en sus labios, siguiendo el documento, como si tratara de memorizarlo al máximo.
—Ya es hora —dijo Tibro pasados unos diez minutos—. Aquí no estamos seguros; debemos empezar a caminar.
Y comenzó a enrollar el manuscrito.
—Un momento. Hay algo que me confunde —Gayo señaló el símbolo rojo que Dimas había dibujado al principio del documento—. Este signo… ¿qué significa?
—Lo llamó Trevia Dei —explicó Marcela.
—¿Tres caminos hacia Dios? No entiendo.
—Tampoco nosotros —dijo Tibro, enrollando el resto del manuscrito y envolviéndolo en el paño—. Consigue que mi hermano salga de la prisión y él podrá decírtelo.
—Acude a Simón —le dijo Marcela a Gayo—. El mismo Maestro lo hizo Guardián del Signo—. Volvió a guardar el manuscrito en su bolsa y se la colgó al hombro.
—Y ahora tenemos que partir —dijo Tibro.
Empezó a andar, pero Gayo le cerró el paso y dijo:
—Debo pedírtelo una vez más… déjame que lleve este evangelio a nuestra gente para que lo guarde en lugar seguro.
Tibro se dio cuenta de que la mano derecha de Gayo estaba sobre la empuñadura de su daga. Miró el arma durante un rato; después miró a Gayo.
—¿Tan desesperado estás que profanarías el evangelio de Dimas con la sangre de su hermano?
¿Y
este es un buen cristiano? —añadió, mirando a Marcela.
Ella se acercó y puso una mano tierna sobre la de Gayo.
—Deja que la sangre cristiana que se derrame vaya a las manos de Nerón y a nadie más —al notar que Gayo aflojaba la mano con la que agarraba el cuchillo, ella retiró la suya—. Vuelve a Roma —le dijo, con una sonrisa afectuosa y sincera—. Me temo que Dimas te necesitará hoy. Y no te preocupes por el manuscrito. Dimas ya ha tenido una visión de él en sitio seguro, en Jerusalén.
Tomó el brazo de Tibro y se encaminó con él hacia el jardín delantero, dejando a Gayo de Éfeso que los miraba desde la puerta del vestíbulo.
Era bien entrada la mañana cuando Tibro y Marcela caminaban por la Vía Apia, que los llevaría de Roma a Capua y, de allí, por mar, a Grecia y a las regiones del este. Por la calzada viajaban muchas más personas y Tibro imaginó que la mayoría serían cristianos que huían de la persecución que había desencadenado Nerón en la ciudad.