Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
¿Estaría él allí?
¡Sí! Estaba sentado en el banco de piedra, como había estado cada mañana durante los cuatro últimos meses.
Aunque sus encuentros matutinos con Tibro se habían hecho habituales, su corazón todavía latía a toda velocidad cada vez que lo veía y se apresuraba en atravesar la terraza. El se levantaba cuando llegaba ella y sonreía cuando tomaba las manos de ella en las suyas.
—¡Marcela! —la saludó Tibro—. No hace falta el sol porque tú das luz al día.
—Y tú a mi vida —replicó Marcela, ruborizándose mientras bajaba la vista.
—Por favor, siéntate —la instó Tibro—. Hay algo que quiero decirte.
Ella lo miró nerviosa e inquieta.
—Te escucho —dijo, permaneciendo de pie ante él.
—He estado dándole muchas vueltas. Quiero que te divorcies de Rufino. Deja Roma y ven a Jerusalén conmigo. Quiero que seas mi esposa.
Marcela había esperado durante mucho tiempo esa proposición; sin embargo, se quedó como aturdida al oírle decir aquellas palabras. Antes de responder, hizo una inspiración rápida y profunda.
—Tibro, temo que no sea ahora el momento adecuado. Hasta ahora, Nerón ha dejado tranquilos a los cristianos; tu hermano y nuestros otros dirigentes no han sido molestados durante muchos meses. Sin embargo, ahora hay muchas intrigas en palacio. Rufino está seguro de que hay conspiraciones en marcha y algunos utilizarían nuestra comunidad de creyentes como chivo expiatorio. Temo que, ante la provocación más ligera, puedan persuadir a Nerón para que vaya contra nosotros y nuestras vidas, incluida la de Dimas, estén en peligro.
—¿No es esa una razón de más para que te vengas conmigo? Si Nerón os causa problemas, estarás más segura fuera de Roma.
—¿Y qué pasaría con los demás? ¿Qué les pasaría a Simón, a Pablo y a Pedro? ¿Qué le pasaría a tu propio hermano? Si yo estoy aquí, con Rufino, puedo obtener información con tiempo para advertirles. ¿No ves que todos los cristianos de Roma pueden depender de mí?
—Yo también dependo de ti —dijo Tibro. Golpeó con suavidad la mejilla de Marcela y ella se agitó—. Y ya no soporto más el pensamiento de que estés casada con ese… ese hombre.
Ella alargó la mano y tomó la suya.
—Ya te he dicho antes que Rufino y yo solo estamos casados de nombre. No hemos sido marido y mujer de verdad en todos los años que llevamos en Roma —ella tocó suavemente sus labios con los dedos de él mientras se humedecían sus ojos—. Ni siquiera pienso en él, salvo como medio para ayudar a la gente que amo. Es en ti en quien pienso a diario, a ti a quien acudo a diario, como hemos hecho durante los meses que llevas en Roma.
—No —dijo Tibro, liberando su mano—. Eso no es bastante. Quiero más de ti. Necesito más de ti.
Él la tomó por la nuca y le apretó el cuello con suavidad y ella sintió que se le derretía la sangre.
—Quiero irme a dormir contigo por la noche y despertarme contigo por la mañana y yacer contigo a la luz de la luna. —Se acercó a ella, apoyando su mejilla en la suya mientras recitaba unos versos del Cantar de los Cantares de Salomón:
«¡Qué hermosa eres…!
Tus pies hermosos en las sandalias…;
esa curva de tus caderas como… labor de orfebre».
Marcela cerró los ojos, sintiendo la caricia de sus palabras casi como si fueran algo físico, como si fueran sus manos que exploraran su cuerpo.
«Son para mí tus pechos como racimos de uvas;
tu aliento como aroma de manzanas.
¡Ay, tu boca es un vino generoso…!»
Su cuerpo temblaba mientras sus labios rozaban su cuello con el más suave de los besos. El se inclinó y miró sus ojos. Empezaba a proseguir su recitación, pero ella le ponía la mano en su boca y con los dedos exploraba el contorno de sus labios, mientras le respondía con el Cantar de los Cantares:
«¡Ay, tu boca es un vino generoso que fluye acariciando
y me moja los labios y los dientes!
Yo soy de mi amado y él me busca con pasión».
—Tienes que venir conmigo, Marcela —imploró Tibro—. Si no puedes, tienes que entregarte a mí, porque, sin duda, acabaré loco de deseo.
—No puedo. Todavía estoy casada y, como cristiana, no puedo cometer adulterio.
—Cristiana… —dijo Tibro, refunfuñando.
—Llevas aquí ahora cuatro meses. Te has hecho amigo de Simón, Pedro y Pablo. Y tienes las enseñanzas de tu propio hermano para guiarte. ¿Cómo es que aún no has visto la verdad?
—No hay otra verdad que ver que la verdad que vivo —declaró Tibro—. Entregué mi lealtad a Dios, al único que es creador de todo… no a un falso mesías.
Los ojos de Marcela estaban al borde de las lágrimas y soltó sus manos de las suyas.
—¡Oh, Tibro! —susurró—. Te amo, pero, hasta que llegues a la luz, temo que nunca pueda haber algo más entre nosotros.
—Mientras estés con ese marido déspota, nada puede haber entre nosotros de todas maneras —dijo Tibro con una ira a duras penas contenida—. Quizá debas acudir ahora a él, en vez de perder la mañana con este judío. Estoy seguro de que tiene algunas noticias que puedas comunicar a tus amigos cristianos.
—Tibro, por favor —las lágrimas de Marcela empezaban a surcar sus mejillas—. Trata de comprender.
—Vete —dijo Tibro, de manera algo más delicada ahora—. No sería bueno que te vieran conmigo.
—¿Estarás aquí mañana?
—No lo sé.
—¡Oh, Tibro!, no puedo soportar pensar en vivir sin tu amor. Yo… haré lo que me pides.
Los ojos de Tibro se achicaron.
—¿Harás qué?
—Me iré contigo. Yaceré contigo. Pondré mi alma en peligro de condenación eterna por ti.
Tibro la envolvió en sus brazos y la atrajo hacia sí. Mientras lloraba sobre su hombro, él besó su cabello; después suspiró y la liberó. Poniendo el dedo bajo la barbilla de ella, levantó su cabeza para poder mirarla a los ojos, todavía brillantes de lágrimas.
—No —dijo.
—¿No?
—Quiero más que esa parte de ti que puedo tocar, oír, ver y gustar. Te quiero a ti. Quiero tu alma también. Y eso no puedes dármelo si crees que lo que hago está mal. Vete. Quédate con tu marido y protege a tus amigos cristianos.
—Pero hacer eso y perderte sería…
—No me perderás —declaró—. No tengo la fuerza necesaria para irme.
Sonriendo a través de sus lágrimas, Marcela apretó una vez más sus manos y se dio la vuelta. Cuando llegó al fondo de los baños, miró atrás y vio que él todavía estaba allí, mirándola. Ella sonrió de nuevo, con la seguridad, en el fondo de su corazón, de que siempre estaría allí cuando lo necesitara.
L
os grandes edificios de mármol blanco de Roma brillaban bajo una reluciente luna llena. En una choza situada en un barrio pobre, cerca del Circo Máximo, brillaban los carbones de una fragua. El herrero los había amontonado para preservar el fuego para la siguiente jornada de trabajo.
Se levantó un ventarrón que hizo crujir las hojas de árboles y arbustos y vibrar una puerta sobre sus bisagras. El viento atravesó la choza del herrero, arremolinándose en torno a los carbones amontonados. Unas brasas brillantes se elevaron por la chimenea con el viento, lanzadas hacia el cielo, formando una ráfaga de chispas que se sumaban a las estrellas azules que parpadeaban.
Una brasa no siguió el rumbo de las otras. En cambio, se introdujo en la pared de la choza y, en un momento, las fibras secas, carnosas que la rodeaban mostraron su propio brillo dorado. El viento refrescante avivó el brillo convirtiéndolo en una llamita que fue propagándose hacia arriba por la pared. Pronto estuvo completamente envuelta la choza y, unos minutos más tarde, la casa adyacente estaba ardiendo y las llamas amenazaban los edificios cercanos.
Ya entonces, varios residentes en la zona inmediata habían dado la alarma, pero el fuego era demasiado grande para que pudiesen extinguirlo por su cuenta. El infierno fue aumentando su intensidad hasta convertirse en un incendio rugiente que saltaba de un edificio a otro, cruzando incluso calles y plazas.
Centenares de miles de chispas y enormes nubes de humo fueron transportadas por el viento, haciendo que el cielo quedase tachonado de más estrellas rojas que azules. Pronto se vieron involucrados los barrios más ricos, transformándose sus grandes mansiones en nuevo combustible que se añadía a la tormenta de fuego. La columna ascendente de calor aspiraba aire de un círculo cada vez más grande. Ese aire que se movía con la fuerza de un huracán, sobrecalentaba el fuego y esparcía chispas a través de una franja cada vez más grande de la ciudad.
A causa del opresivo calor de julio, Tibro bar-Dimas dormía con la ventana abierta en la casa de Gayo cuando lo despertó un sonido rugiente. Cuando abrió los ojos y miró afuera, se quedó atónito al ver que gran parte de la ciudad, en la orilla oriental del Tíber, estaba ardiendo.
—¡Marcela! —espetó, porque, cuando midió la longitud y anchura de la zona envuelta en llamas, se dio cuenta de que la casa de ella estaba en la ruta directa del incendio, si es que no había sucumbido ya a las llamas.
Tibro se vistió rápidamente y corrió por las calles hacia el río. Cuando atravesó corriendo la pasarela sobre el Tíber, se encontró con un número creciente de personas que huían del fuego, muchas de ellas cojeando, con horribles quemaduras y heridas y sus ropas hechas jirones y calcinadas.
—¡Corre y salva la vida! —le gritó alguien.
—¡No vaya allí, señor! —gritó otro, cerrando el paso a Tibro. Los ojos del hombre, que ponían una nota de blanco brillante contra su piel ennegrecida por el hollín, se agrandaron por la sorpresa de ver a alguien que se encaminaba hacia el infierno—. ¡Está loco si se mete allí! —insistió, agarrando a Tibro por el brazo.
Tibro se liberó con una sacudida y dejó atrás al hombre y salió corriendo del puente, encaminándose al centro del incendio. De repente se detuvo, echó la vista atrás, hacia el puente y se dio la vuelta. El hombre que lo había detenido debió de pensar que Tibro había entrado en razón y le hizo señas animándolo, pero, en el último momento, Tibro se apartó del puente y corrió hacia la empinada orilla del río. Se metió en el agua y se sumergió por completo; después, volvió de nuevo a la orilla. Trepó por el terraplén y siguió hacia el fuego, dejando tras él un reguero de agua y a un hombre confuso que le hacía señas para que se detuviese.
Cuando Tibro llegó al borde del incendio, pensó, con no poco sarcasmo, que acababa de bautizarse en agua y que ahora se encaminaba al bautismo de fuego. De alguna manera, encontró un pasillo entre las llamas que, curiosamente, le alumbraban las calles como si fuese mediodía. Pudo ir encontrando caminos a través del infierno, unas veces, agachándose bajo las llamas; otras, rodeándolas y, a veces, saltando sobre maderos ardientes. Su empapada toga lo protegía del calor, pero empezó a desprender un inquietante vapor.
Como temía, la casa de Rufino Tácito estaba ardiendo, aunque, por fortuna, no se había extendido más allá del tejado.
—¡Marcela! —gritó, irrumpiendo por la entrada principal—. ¡Marcela!
—¡Aquí! —oyó un grito apenas perceptible en la distancia—. ¡Aquí dentro!
Apretando firmemente su toga sobre la nariz para filtrar el humo, Tibro corrió hacia donde se oía la voz de la mujer, varias vigas de madera habían caído al suelo y pequeños trozos de madera en llamas llovían desde arriba. Tibro los esquivó mientras se encaminaba al cercano recibidor, inmediatamente delante del
atrium
, en el centro de la casa.
Entrando en el recibidor, vio que una gran sección del techo se había derrumbado y Marcela estaba al lado de los escombros, tratando de evitar una viga que ardía sin llama.
—¡Por aquí! —gritó Tibro—. ¡Tenemos que salir!
—No puedo —contestó Marcela.
—¿Estás atrapada? —cuando se acercó, vio que no estaba atrapada—. Ven, Marcela, el techo va a caer sobre nosotros.
—No puedo dejarlo.
Fue entonces cuando Tibro vio una pierna que sobresalía bajo la enorme viga. Sin necesidad de preguntarlo, supo que era Rufino Tácito.
Tibro sintió un impulso de alegría.
—¡Déjalo! —gritó.
—¡No, no puedo!
Cuando Tibro se acercó más a Marcela, pudo ver al exgobernador de Éfeso yaciendo aturdido en medio de escombros que ardían sin llama, con la pierna atrapada por la pesada viga. El hombre estaba vivo y parecía comprender el aprieto en el que se encontraba y su probable suerte. Miró a Tibro con una mezcla de odio, desdén y orgullo. Tibro supo que Rufino nunca le pediría ayuda.
—¿No lo ves? —dijo Tibro volviéndose hacia Marcela—. Dios te está ofreciendo una salida.
Ella negó con la cabeza.
—Dios no quiere que lo deje morir aquí.
Tibro miró a Marcela, a Rufino y lo que quedaba del techo en llamas, que amenazaba con caer encima de ellos en cualquier momento. Su efímero gozo se desvaneció, reemplazado por una sensación de deseo y culpabilidad. Al final, suspiró y dijo:
—Tienes razón. Os ayudaré.
En ese momento, otra gran viga cayó con estrépito, solo a unos metros de donde estaban. Marcela saltó hacia atrás, en brazos de Tibro y empezó a toser y a ahogarse, cuando el humo ardiente llenó la zona.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Tibro, cubriéndose la cara con su toga húmeda.
Juntos levantaron el madero, elevándolo lo suficiente para que Rufino se deslizara. Les sorprendió descubrir que, aunque el madero hubiese atrapado a Rufino, no le hubiese roto la pierna y, aunque muy magullado, pudiese ponerse en pie y andar.