Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Cuando el padre Michael Flannery interviene en la traducción de un texto desconocido, que podría ser la fuente original de los evangelios sinópticos del Nuevo Testamento, se ven enredado en una antigua lucha para proteger unos secretos milenarios. ¿Qué significa ese misterioso símbolo que combina la Estrella de David, la Cruz y la Media Luna? ¿Qué es la Trivia Dei, los tres caminos hacia Dios, un mensaje de amor y tolerancia predicado por Jesucristo que, con el paso de los siglos, ha sido pervertido por una secta secreta? ¿Y quiénes componen esa fanática organización mundial, despiadada e infatigable, que ha derramado ríos de sangre? Ellos tratarán de impedir que el padre Flannery entregue el manuscrito Masada a un mundo desesperado por encontrar un sentido a la vida.
Paul Block
&
Robert Vaughan
El manuscrito Masada
ePUB v1.0
Sarah07.08.12
Título original:
The Masada Scroll
Paul Block y Robert Vaughan, 2009.
Traducción: Pablo Manzano
Editor original: Sarah (v1.0)
ePub base v2.0
Con gran cariño, dedicamos este libro a nuestras esposas:
Connie Orcutt Block y Ruth Vaughan
U
n destello de luz brilló cuando Gavriel Eban encendió un cigarrillo. Protegiéndose los ojos del sol de la tarde, miró hacia la baja estructura de piedra que dos milenios antes había alojado grano y otras provisiones para la resistencia final en la fortaleza de Masada. Silueteados en la entrada abierta se veían media docena de hombres y mujeres, miembros del equipo arqueológico que pasaban su tiempo de descanso apiñados en torno a la puerta para aprovechar la fresca brisa que llegaba del interior. Eban estaba demasiado alejado para distinguir apenas alguna palabra suelta, pero fantaseaba que eran fanáticos zelotes discutiendo sobre cómo derrotar a las tropas romanas que habían sitiado la fortaleza de la cumbre de la montaña. Y se veía a sí mismo como un guardia zelote con un sable a la cintura, en vez de la pistola Jericho 941, de 9 mm, de dotación en la policía de seguridad israelí.
En sus ensoñaciones, había comenzado el asalto final y pronto caerían sobre él y sobre el resto del grupo de oficiales de seguridad —no, guerreros zelotes— para dar gloria a la nación judía a espada desnuda.
Pero —se recordó Eban a sí mismo—, no estaban en el siglo
I
, sino en el
XXI
. No había soldados romanos ni levantamiento zelote que aliviaran el adormecedor aburrimiento de otro largo y caluroso día del operativo de seguridad de una excavación arqueológica en la que el único asalto enemigo era el del endiablado polvo que cruzaba el desértico valle que rodea Masada.
Eban dio una larga calada al cigarrillo y lo tiró al suelo, aplastándolo con la bota, recordando su promesa a Livya de que iba a dejarlo. Sonrió con su imagen, esperándolo en el piso de Hebrón. Unas horas más y estaría en casa, bajo la colcha, a su lado.
Un movimiento como de pies que se arrastraran a un lado le llamó la atención. Se volvió directamente hacia la luz del sol y vio la figura de un hombre que se acercaba desde cerca de uno de los pequeños edificios exteriores del fuerte.
—¿Moshe? —dijo, entrecerrando los ojos mientras trataba de averiguar si era uno de los otros policías de servicio—. Moshe, ¿qué haces aquí? Creí que estabas en el…
La hoja plateada brilló; después, atravesó la garganta de Eban. El sintió un escozor y después humedad, mientras la sangre de la arteria carótida se desparramaba por su cuello. Abrió la boca, pero tenía la tráquea rota; gritó en silencio mientras caía de rodillas y se agarraba el cuello. Miró a su atacante con expresión suplicante y sus labios formaron las palabras:
¿Por qué?
Tras el turbante que cubría su rostro, solo eran visibles los ojos feroces, brillantes, del hombre. Su respuesta fue tan fría como el acero que llevaba en la mano: se inclinó y clavó la hoja en el corazón de Eban; después le dio un puntapié al cuerpo sin vida, dejándolo boca abajo en el suelo.
Con el brazo levantado y el puño cerrado, el asesino llamó a los otros y once hombres más, ataviados con turbantes y ropas oscuros, se materializaron, saliendo de detrás de las cercanas rocas y muros de piedra.
Haciendo señales y gestos con la mano, dirigió su truculenta tarea. Sin sospecharlo y desarmadas, las víctimas fueron cayendo bajo los puñales y garrotes del equipo de asalto.
Incluso a través de los gruesos muros de piedra, podían oírse los terroríficos sonidos procedentes de arriba, los gemidos, gritos y oraciones de los moribundos.
—¡Date prisa! —dijo ella—. No debemos dejar que la encuentren.
Su compañero se puso de rodillas para recoger la tierra con una pala de mango corto, mientras el olor acre de la tierra recién removida inundaba su nariz.
—¡Date prisa! —insistió—. ¡No tenemos mucho tiempo!
—Casi tengo ya una profundidad suficiente —respiraba con dificultad al trabajar más rápido.
Otro grito; este sonó tan próximo que les hizo dar un salto a ambos. Después, un canto fúnebre que denotaba una tristeza infinita:
Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá
Bealmá diiberájiir utéi.
—Déjala aquí —dijo él, tirando la pala y acercándose a ella.
—¿Es suficientemente profundo? Esto no debe caer en malas manos.
—Tiene que serlo. No nos queda tiempo.
Yeéi schemet rabbá mebaraj, le alam ujl alméi almajyá.
Yeéi schemet rabbá mebaraj, le alam ujl alméi almajyá.
Arriba, el canto del
Kadish
[1]
fue debilitándose cada vez más a medida que las voces iban apagándose una a una.
El asesino pasó por entre los cuerpos, dándole la vuelta a cada uno para examinar su rostro, mientras el resto de su equipo examinaba la zona. Uno de ellos llegó apresuradamente y dijo encogiéndose de hombros: «No está aquí».
—Está cerca —replicó, sin molestarse en mirar al otro—. Ella dijo que estaba aquí, y la creo.
—Míralo tú mismo; no está aquí, te lo digo yo.
—¿Has mirado en todos los edificios? —preguntó.
—¡Claro!
—Vuelve a inspeccionarlos —hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Encontrad a la mujer —no se molestó en decir su nombre. Su equipo había sido entrenado durante innumerables horas: todos sabían demasiado bien a quién y qué habían ido a buscar—. Encontradla, pero tened mucho cuidado en no hacerle daño. Ella nos conducirá hasta él.
* * *
Abajo, en el sótano del edificio de piedra, la mujer vigilaba las escaleras mientras el hombre rellenaba rápidamente el hoyo, allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.
—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.
—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios que quedaban del agujero.
Ella estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando llegó él y le puso una mano en el hombro.
—Ya es hora de irnos.
—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando le miró.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o al Infierno, es cosa de Dios.
Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el suave murmullo del viento.
El suave murmullo del viento que rodeaba el MD-11 fue emergiendo gradualmente a su conciencia. Al abrir los ojos, la fuerte luz que entraba por la ventanilla del avión le hizo parpadear; después, entrecerró los ojos ante la refulgente superficie del Mediterráneo.
—¿Padre?
Solo oyó a medias la voz, absorto como estaba en sus pensamientos sobre lo que acababa de vivir. Antiguas ruinas en el desierto… terroristas encapuchados, vestidos de negro… hojas de acero rajando la piel mientras un hombre y una mujer enterraban su tesoro en el suelo. ¿Era un sueño?, ¿una visión? ¿Estaba recuperando algún recuerdo distante de un libro o una película?
—¿Padre Flannery? —insistió la mujer—. ¿Es usted Michael Flannery?
Saliendo de sus ensoñaciones, Flannery se volvió para ver a una joven azafata que le miraba con ojos de un color verde brillante tal que tenía que deberse a unas lentes de contacto.
—«Sí» —reconoció con una sonrisa forzada.
Ella le acercó una hoja de papel.
—El comandante ha recibido esto para usted —sus ojos se entrecerraron y su expresión era casi conspiratoria cuando ella se inclinó hacia el asiento vacío del pasillo—. Debe de ser usted un hombre importante. No es frecuente que un pasajero reciba en vuelo un fax del gobierno de Israel.
—Muchas gracias —dijo Flannery, cogiendo el fax. Esperó a leerlo a que la azafata saliera de la cabina de primera clase, aunque estaba seguro de que ella ya lo había leído.
R. P. Michael Flannery
:
Por favor, a tu llegada, preséntate directamente en la oficina del jefe de seguridad del aeropuerto. Yo me reuniré allí contigo para agilizar tu paso por la aduana. Estoy deseando verte de nuevo. Creo que esta visita va a resultarte muy reveladora.
Preston Preston
Lewkis era catedrático de arqueología en la Universidad Brandéis. Michael Flannery y él se conocieron y se hicieron buenos amigos casi una década antes, cuando el sacerdote irlandés impartió una asignatura semestral sobre artefactos cristianos en Israel en el campus de Waltham, en Massachusetts. Desde entonces, habían estado en contacto y el reciente mensaje de correo electrónico de Preston había sido tanto misterioso como intrigante:
Michael, ven a Jerusalén cuanto antes. Confía en mí, amigo mío; no quiero que te pierdas esto. No me hagas preguntas ahora. Simplemente, contéstame con la información de tu vuelo. Se te reembolsarán todos los gastos.
Si Preston había escrito su mensaje para despertar la curiosidad de Flannery y asegurarse su conformidad, había dado en el clavo. Ahora, menos de veinticuatro horas más tarde, iba a descubrir de qué iba aquello.
«Masada», musitó Flannery como si respondiera. Lo último que había sabido era que Preston estaba trabajando como consultor del equipo que excavaba el antiguo emplazamiento judío.