Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—Sí, pero tened mucho cuidado de que no os vea —le advirtió Rufino—. Si ve a tus hombres siguiéndola, no os llevará hasta él.
—Tendremos mucho cuidado —prometió Calpurnio—. No tendrá ni idea de que vamos tras ella.
Al llegar a la casa iglesia de Gayo, Marcela encontró a Tibro y a Simón sentados solos en una pequeña antesala. Entró corriendo y dijo:
—Dimas tiene un grave problema.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Simón.
—Los soldados saben dónde se esconde y van a detenerlo.
—¿Cómo se han enterado?
Ella negó con la cabeza.
—Solo sé que el tribuno Lucio Calpurnio, de la Guardia Pretoriana, le dijo a mi esposo que habían descubierto dónde se oculta Dimas.
—¿Dijo eso delante de ti? —preguntó Tibro.
—No. Estaban en el patio y yo me escondí detrás de una columna. Ni mi esposo ni Calpurnio sabían que yo estaba allí. Oí a Calpurnio pedir permiso para detener a Dimas.
—Apuesto a que, para Rufino, es una decisión nada difícil de tomar. Odia a mi hermano.
—Estoy muy preocupada —dijo Marcela.
Tibro puso una mano tranquilizadora en su hombro.
—No te preocupes. Avisaré a Dimas.
—Voy contigo —anunció Marcela.
—No sería prudente —dijo Tibro.
—Yo voy —insistió ella.
—Y yo también voy —declaró Simón, levantándose con su amigo—. Mi cuerpo puede ser viejo, pero todavía tengo fuerza en estos brazos y piernas. Si hay problemas, puedo echaros una mano.
—Muy bien, muy bien —aceptó Tibro—. No hacemos nada hablando aquí. Vamos.
El tribuno Lucio Calpurnio sujetaba las riendas de su caballo en lo que quedaba de un establo de piedra próximo al puente que llevaba al barrio del Trastevere. Levantó la vista cuando uno de sus centuriones desmontó y corrió hacia él.
—¿Qué ocurre, Horacio?
—Lie seguido a la mujer hasta la casa de un cristiano y unos minutos después salió con el llamado Dimas bar-Dimas y un acompañante negro.
—¿Estás seguro de que era Dimas? —preguntó Calpurnio al centurión que a menudo le servía de espía.
—Lo he visto muchas veces. Es Dimas.
—¿Dónde están ahora?
—En la vía Flaminia, encaminándose hacia Rímini. He hecho que los siga Junio.
—Vamos —ordenó Calpurnio a los otros nueve soldados que permanecían de pie, con los caballos—. Tenemos que movernos a la vez.
Marcela fue la primera que oyó un ruido de cascos que se acercaba. Tiró del brazo de Tibro y le señaló el camino que acababan de recorrer.
—Soldados romanos, me temo —dijo Simón, mirando hacia la vía Flaminia.
—Sí —dijo Tibro—. Y ya nos han visto, sin duda. No tendría sentido escondernos; mejor tratar de engañarlos, si nos paran.
Cuando la docena de hombres a caballo llegó a la altura del trío de viajeros, Marcela supo que no había posibilidad de disimular.
—Tribuno Lucio Calpurnio —dijo, cuando el oficial descabalgó delante de ella—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Podría preguntaros lo mismo, señora de Tácito —replicó, con una sonrisa de suficiencia.
—Muy imprudente por su parte —dijo ella airada—. Mi esposo tendrá noticia de esto.
—¡Oh!, sí, desde luego, señora, porque yo os entregaré personalmente al lictor de la curia —dijo, aludiendo al título de Rufino como miembro de la Asamblea de las Curias—. Lo que haga con vos es cuestión suya.
Se volvió hacia Tibro.
—Y tú, Dimas, por fin te vas a ver con la justicia, de la que tanto tiempo llevas escapando.
—El no…
—No le tengo miedo a lo que llamáis justicia —Tibro interrumpió a Marcela, indicándole con los ojos que no le dijera a Calpurnio que no era el hombre que buscaba—. De buena gana me enfrentaré a un tribunal romano —siguió diciendo—, porque creo que, cuando se conozca la verdad, quedaré libre.
Marcela se dio cuenta de que Tibro estaba interponiéndose para proteger a su hermano, dando por supuesto que, cuando se revelara su verdadera identidad, lo dejarían. Entonces, ya sería demasiado tarde para que encontraran a Dimas.
—No, no hagas eso —le advirtió Marcela—. Temo que subestimes en gran medida el peligro que corres.
—Vamos, amigos —dijo Tibro a sus compañeros—. Pongamos a prueba la justicia romana.
—No —declaró Calpurnio. Señaló a Simón—. Ese no.
—¿Qué hacemos con el esclavo? —preguntó Horacio.
—Tú y Junio sacadlo de la carretera, llevadlo a los matorrales —dijo Calpurnio.
Horacio y Junio se miraron inseguros; después, Horacio preguntó:
—¿Y
después qué?
Calpurnio sonrió con frialdad.
—Matadlo, por supuesto. No necesitamos molestar al tribunal con un defensor extra.
Simón se quedó de pie, impávido, mientras miraba a los soldados que volvían hacia Roma con sus presos: Marcela, sentada al lado del llamado Calpurnio, y Tibro, atado y atravesado boca abajo sobre otro caballo, al lado del jinete que lo llevaba.
Los dos militares que habían dejado atrás estaban de pie, espadas en mano, y el llamado Horacio le indicó al preso que saliera de la carretera y se encaminara al matorral. Cuando Simón hizo lo que le decían vio un indicio de temor en sus ojos y pensó que, aunque prestara servicio en la guardia, nunca habían matado a un hombre… al menos no tan de cerca.
—¿Lo
hacemos aquí? —preguntó Junio cuando seguía a Horacio y a Simón hacia los matorrales.
—No, allá adelante… ¿ves ese claro? Lo haremos allí. —Horacio empujó a Simón por la espalda con la punta de la espada—. ¡Muévete y seré rápido contigo!
Salieron de los matorrales a un pequeño claro y Simón siguió hasta el borde del mismo y se volvió hacia sus ejecutores.
—No tenéis que hacer esto —dijo con una sonrisa de sincera compasión—. Podéis marcharos sencillamente y…
—¡Cállate! —dijo Horacio, levantando amenazadora— mente la espada—. ¡Arrodíllate!
Simón hizo lo que le mandaban, levantó la mano izquierda y comenzó a rezar en arameo. Tenía la mano derecha bajo la túnica y, cuando la sacó, no tenía una daga oculta, sino un simple trapo. Se lo llevó a los labios y lo besó; después, continuó su oración.
Los soldados se miraron confusos; después, se acercaron al preso arrodillado. Horacio dio un paso adelante y se paró, como congelado en aquella postura. Movió la cabeza hacia un lado con sus ojos fijos en los de Simón, hipnotizado por la mirada del hombre mientras escuchaba unas palabras que no podía entender. Junio también estaba inmovilizado, con la punta de la espada hacia abajo, como si tratara de descifrar lo que estaba oyendo.
De repente, Simón dio un grito ahogado y se ató firmemente el trapo a la barriga. Empezó a inclinarse hacia adelante; después recuperó el equilibrio y se arrodilló allí con las palmas de las manos adelantadas hacia los soldados. Sus manos y el trapo que todavía estaba agarrando quedaron empapados en sangre, mientras rezumaba más sangre por la parte delantera de su túnica rajada y caía en tierra.
Los atónitos soldados miraron sus espadas y vieron que las hojas todavía estaban chorreando sangre del hombre.
—Señor, p… perdónalos… —musitó Simón mientras caía a un lado y rodaba sobre su espalda, mientras crecía un oscuro charco de sangre a su alrededor.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Junio mientras se daba la vuelta despacio—. No recuerdo…
Se detuvo a la mitad de la frase y miró de nuevo la espada llena de sangre.
—Hemos cumplido con nuestro deber —replicó Horacio, moviendo la cabeza aturdido.
Se acercó más y le dio a Simón un puntapié para confirmar que estaba muerto; después se acercó a uno de los arbustos que rodeaban el claro y limpió la espada en las hojas. Junio siguió a su jefe y los dos hombres volvieron a entrar en los matorrales y se encaminaron a la carretera.
Simón yacía en silencio mientras se alejaba el sonido de los caballos. Después, se dio la vuelta y se sentó. Se frotó la barriga, comprobando que no estaba herido. De hecho, su túnica ya no estaba rajada y no había indicios de sangre ni en el material ni en el suelo. La única mancha de sangre estaba en el trapo que tenía en la mano que, una vez más, se lo acercó a los labios y lo besó con ternura.
—¡Oh, Señor!, me has librado de mis enemigos —recitó—, y te doy gracias. Amén.
Volvió a la carretera, miró hacia el sudoeste, hacia vía Flaminia y vio a lo lejos el polvo de los caballos de los dos asustados militares que volvían a Roma. Volviéndose en la dirección opuesta, continuó andando hacia el pueblo cercano en el que estaba oculto Dimas bar-Dimas.
L
as aves y los insectos nocturnos llenaban el aire de música mientras Simón caminaba entre los árboles hasta la pequeña casa en la que estaba Dimas bar-Dimas. En el establo rebuznaba un asno y una brisa refrescante movía las hojas. Simón llamó a la puerta.
—¿Quién es? —dijo una voz apagada desde el interior.
—Soy Simón de Cirene, un amigo de…
Antes de que pudiera terminar su contestación, se abría la puerta y un hombre mayor, de pelo blanco, lo saludaba con una sonrisa tan curvada como su encorvada espalda.
—Sí, sé quién eres —declaró el hombre—. Dimas ha hablado mucho y bien de ti. Yo soy Felipe de Játiva, aunque, como puedes ver, estoy muy lejos de Hispania. Por favor, entra y descansa. ¿Necesitas comida o bebida?
—Ambas cosas serán bienvenidas —replicó Simón.
—Espera ahí —Felipe señaló una habitación inmediatamente después del vestíbulo—. Toma esta lámpara. Yo encenderé otra. Después, despertaré a Dimas, y toma queso y vino.
—Muchas gracias.
La luz parpadeante de la lámpara de aceite guió los pasos de Simón hasta la habitación. Se sentó en un banco sin respaldo, que era poco más que un armazón oblongo de madera, apoyado sobre seis patas, con un almohadón duro, relleno de paja. El fresco pintado en la pared que tenía detrás mostraba un prado y árboles, posiblemente el paisaje exterior o un recuerdo de la vida pasada de Felipe en la provincia romana de Hispania. El suelo estaba cubierto por un ornamentado mosaico de uvas, cereales y vino.
Pasó muy poco tiempo hasta que Dimas entró en la habitación, atándose todavía el cinturón que cerraba su túnica.
—Simón, amigo mío, ¡qué sorpresa tan agradable! —dijo afectuosamente.
—Quizá no sea tan agradable cuando sepas por qué estoy aquí.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—Marcela ha oído que los romanos han descubierto dónde estás —explicó Simón—. Veníamos a advertírtelo cuando nos detuvieron unos soldados a una hora de aquí, al sur.
Dimas miró alrededor, como si esperara ver a Marcela.
—¿Dónde está ella ahora?
—Los romanos la han detenido… y a Tibro también. Ya sabes lo que os parecéis. Creen que eres tú.
—Seguro que él los corrigió —dijo Dimas; después frunció el ceño—. No, supongo que no. Pero creerían a Marcela.
—Ella no dijo nada tampoco. No se le ocurriría desobedecer los deseos de Tibro… ni yo tampoco. El pretende darte tiempo para que escapes antes de revelarles su error.
Dimas negó decidido.
—A ellos no les preocupa cometer un error. No son tontos; se darán cuenta de lo que ha hecho y por qué. No voy a dejar que mi hermano ponga su vida en peligro por mí. Voy a Roma a poner las cosas en su sitio.
Felipe entró entonces en la habitación con algo de pan, queso y vino.
—¿Y cómo vas a tratar de hacerlo? —preguntó Simón mientras partía un pedazo de pan.
—Les diré que soy la persona que buscan e insistiré en que los dejen marchar.
—¿Y qué les impide deteneros a los dos? ¿No es lo que pasó en Éfeso?
Dimas estuvo pensando en ello largo rato. Al final, dijo:
—Hay un largo trayecto hasta Roma. Tiempo suficiente para elaborar un plan que garantice su libertad a cambio de la mía.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Sí, estoy seguro.
—Hay mucha gente que le echa la culpa del incendio a Nerón y él ha decidido reorientar su ira. No te dejarán en la prisión, Dimas. Serás ejecutado.
Dimas asintió.
—Si esa es la voluntad de Dios… Pero no puedo dejar que mi hermano muera en mi lugar.
—Sí, pensaba que eso es lo que harías —contestó Simón—. Déjame que termine de comer y te acompaño.
—No hace falta que te pongas en peligro.
—No estaré en peligro —dijo Simón con seguridad.
—Entonces, bienvenida sea tu compañía. Termina de cenar. Tengo que preparar algo para el viaje.
Los dos hombres llevaban una hora caminando; cada uno llevaba un bastón que les había facilitado Felipe y Dimas llevaba a la espalda un pequeño saco con sus pertenencias. Las losas de piedra de la Vía Flaminia resplandecían con un tono plateado bajo la luz de la luna. Cuando oyeron el gorgoteo de un arroyo, dejaron la carretera para calmar su sed.
Al mirar alrededor, Simón se dio cuenta de que estaban cerca de donde los soldados romanos lo detuvieron antes. Señaló un pequeño montículo cubierto de hierba.
—Sentémonos y descansemos un rato.
—No hay tiempo para descansar —replicó Dimas—. Temo no llegar a tiempo para salvar a Tibro. Si tuviésemos caballos o un carro ligero…
—No temas. Llegaremos a tiempo, pero puede que no lleguemos si no descansamos. Somos viejos ya.
Dimas asintió y suspiró.
—Sí. No me suelo acordar, pero soy mayor que mi padre.