Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Simón se sentó al lado de Pablo en uno de los bancos, pero Tibro se encaminó hacia la borda de popa y se quedó allí solo, escuchando los crujidos de la madera y de los cabos mientras el barco zarpaba del puerto. Los edificios de Sidón se fueron haciendo cada vez más pequeños y finalmente se perdieron de vista, reemplazados por vastas extensiones de árido desierto por la banda de estribor de la nave mientras navegaba costeando hacia el norte.
Tibro, que había estudiado geografía, sabía que ese no era el rumbo hacia Italia, y se acercó a Pablo y a Simón.
—¿Por qué vamos hacia el Norte cuando, para llegar a Roma, tendríamos que navegar hacia el Oeste, hacia Chipre?
Pablo, cuyos muchos años de evangelización por el Mediterráneo le habían dado un completo conocimiento de la mar, levantó un dedo por encima de la cabeza y asintió.
—Tenemos el viento en contra, como predijo el capitán, pero ten fe, Tibro, porque te aseguro que llegarás a Roma sano y salvo y, cuando lo hagas, encontrarás a tu hermano vivo, en buen estado y haciendo el trabajo de nuestro Señor.
Aunque a Tibro no le gustara el retraso, aceptó la explicación y procuró no molestar a los otros con sus preocupaciones. Pasó la mayor parte del tiempo de pie, apoyado en la borda, o sentado con sus compañeros más antiguos, sin obstaculizar el paso a la tripulación y evitando a los soldados romanos. Lo que más le intrigaba a Tibro eran los movimientos, aparentemente naturales, de los marineros al tesar y amollar escotas para orientar las velas para recibir mejor el viento. El barco, bien trimado y pilotado con mano experta, surcaba el agua con suavidad, dejando una estela que rizaba la superficie de la mar y la hacía resplandecer. A menudo, lo seguían peces voladores, algunos de los cuales caían sobre cubierta, donde eran rápidamente capturados para aumentar las magras raciones.
Dos semanas después de zarpar de Sidón, todavía estaban costeando Asia Menor, pero, al final, habían rodeado el extremo oriental del Mediterráneo y ponían rumbo al oeste. Este los llevó hacia un canal entre Cilicia, en Asia Menor, al Norte, y Chipre, al Sur.
En Kyrenia, al norte de Chipre, adquirieron víveres; después, siguieron navegando, dejando atrás Cilicia y Panfilia, antes de arribar a Mira, destino final de su embarcación. Allí, el centurión Julio encontró otro barco en el que llevar a Italia a sus soldados y a los presos a su cargo.
Este nuevo barco era también un mercante, cargado de cereales y aceite. Aunque bien patroneado, navegaba despacio, avanzando poco con mar gruesa y viento en contra. Llegaron a Creta e hicieron escala en Lasea. Pasaron allí varios días, permaneciendo en puerto hasta pasado el Día de la Expiación. El día en el que estábamos preparados para zarpar, Pablo subió a ver al capitán.
Tibro lo observaba fascinado. Aunque Pablo no era más que un pasajero, se ganaba el respeto y la atención tanto de los soldados y marinos como de los presos.
—Hemos estado demasiado tiempo en este lugar —comenzó—. Preveo que la travesía va ser desastrosa, con gran perjuicio no solo para la carga y el barco, sino también para nuestras personas.
—Eso es una tontería —dijo el capitán. Golpeó la borda con los nudillos—. Este es un barco sólido, tripulado por marinos expertos. No tendremos dificultades.
—Haríamos bien en invernar aquí, en Lasea —siguió diciendo Pablo.
Julio miraba a uno y a otro, sin saber en quién confiar.
—Si tenemos que invernar en algún sitio, lo haremos en Fénix, en la costa sur de Creta —dijo el capitán, dirigiéndose a Julio—. Cuando cambie el tiempo, este puerto no será bueno. El puerto de Fénix está orientado al sudoeste y nos dará el abrigo que necesitamos.
Julio reflexionó sobre la cuestión y después dijo:
—Zarpemos hacia Fénix. Si el tiempo se pone malo, aceptaremos el consejo de Pablo e invernaremos aquí.
Los otros marinos y soldados aprobaron alborozados la decisión y, a pesar de la advertencia de Pablo, la pequeña embarcación se hizo a la mar.
Durante el resto de la tarde, estuvo soplando viento del sur, cálido y favorable, y Tibro se convenció de que la advertencia de Pablo era el producto de una imaginación hiperactiva. Sin embargo, inmediatamente después de anochecer, se desató un viento fuerte que levantó las olas, dejando el barco a merced de las agitadas aguas.
Cuando una ola especialmente grande levantó el barco, la cubierta del mercante se elevó y bamboleó hacia estribor, hundiéndose bruscamente después hacia la banda opuesta. El barco se quedó allí suspendido y, durante unos angustiosos segundos, Tibro tuvo la terrorífica sensación de que no se recuperaría, sino que seguiría zozobrando hasta volcar. Después, lenta, laboriosamente, el barco adrizó antes de inclinarse peligrosamente de nuevo a estribor.
Salvo la tripulación, todos se refugiaron bajo cubierta para sobrellevar el temporal, mientras el barco bajaba y subía sobre olas monstruosas, bamboleándose adelante y atrás, capeando el temporal. Sin embargo, el viento del noroeste no lo dejaba; el huracán era tan fuerte que la tripulación no podía mantener el rumbo, viéndose obligada a dejarlo a la deriva, alejándose de Fénix y la costa de Creta y adentrándose en las duras aguas del mar Jónico, entre Grecia e Italia.
El temporal continuó con toda su furia durante dos semanas, zarandeando el barco como si fuera el juguete de un niño. Lo único que pudo hacer la tripulación fue remendar las velas y los cabos y evitar que se partiera la embarcación, lo que consiguieron ciñendo el casco con cables que amarraron a cubierta.
Bajo la cubierta solo había confusión. Una mesa y algunos bancos estaban firmemente clavados en su sitio, pero todo lo demás iba de un lado a otro. Las puertas de los armarios se abrían y cerraban, dejando que cayera todo su contenido al suelo, cubierto por sacos rotos de trigo y cebada y por la vajilla rota, que se partía en pedazos cada vez más pequeños a medida que se bamboleaba de un sitio a otro.
Como pasaban los días y el temporal no cesaba, Tibro y los demás comenzaron a dudar que pudieran llegar sanos y salvos a tierra. Sus preocupaciones se multiplicaron cuando el capitán bajó a pedir voluntarios que ayudaran a achicar el agua que se había filtrado.
El capitán trató de tranquilizar al centurión Julio y a los otros pasajeros de que el barco no corría peligro de romperse bajo el peso de las olas. Sus palabras no sirvieron para despejar sus temores y varios soldados romanos comenzaron a reprocharle que los hubiese llevado a aquella situación desesperada.
Tibro pensó en salir en defensa del capitán. Después de todo, la mayoría había apoyado la decisión de hacerse a la mar. Incluso Tibro, en su impaciencia por reunirse con su hermano en Roma, se había puesto del lado del capitán, dejando solo a Pablo con su advertencia. Por eso Tibro se sorprendió mucho cuando vio que Pablo hablaba ahora apoyando al capitán.
—¡No os desaniméis ni reneguéis de nuestro buen capitán! —exclamó Pablo, gritando para que oyesen su voz por encima del azote de las olas y de los aullidos del viento—. Debíais haberme hecho caso y no zarpar de Creta; os habríais ahorrado este desastre y estos perjuicios. De todos modos, ahora os recomiendo que no os desaniméis; no habrá pérdidas personales, solo se perderá el barco.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Julio gritando—. ¡No creerás que iremos a sobrevivir a este terrible temporal!
—Lo sé porque esta noche se me ha presentado un mensajero del Dios a quien pertenezco y sirvo, y me ha dicho: «¡No temas, Pablo! Tienes que comparecer ante César. Y Dios, como prueba de su favor hacia ti, te ha concedido la vida de todos tus compañeros de navegación». Por eso, ánimo, amigos; yo me fío de Dios y sé que sucederá exactamente como me lo han dicho; tenemos que desembarcar en una isla.
—¿Nuestras vidas y nuestro barco quedarán a salvo? —preguntó Tibro.
—Yo no he prometido eso —replicó Pablo, y Tibro creyó ver una chispa de humor en sus ojos—. Desembarcaremos, el barco se estrellará contra las rocas y quedará destrozado, pero no se perderá ni un pelo de vuestra cabeza.
—¿Le crees? —preguntó uno de los soldados romanos, alternando su mirada entre Julio y los demás—. ¿Crees que no morirá nadie?
—Creo que Pablo es un hombre de Dios —replicó Simón—. Si dice que el ángel del Señor le ha prometido que sobreviviremos, creo que así será.
Aunque la mayoría siguió sin convencerse, la tensión del momento se relajó, el capitán pudo regresar a sus tareas y el centurión Julio organizó a sus soldados para que ayudaran a achicar agua.
Cuando, por fin, amaneció, el temporal tenía aún una fuerza contra la que había que luchar, aunque su furia había amainado algo. El barco continuaba haciendo agua y Tibro y los otros pasajeros y presos ayudaban a los soldados a achicar agua. Mientras tanto, varios marineros trataban de reparar algunos de los rotos más grandes de lo que quedaba de las velas destrozadas.
Cuando uno gritó que había visto tierra, todos subieron a cubierta para verlo por sí mismos. Agarrándose a la borda de estribor, Tibro miraba fijamente la espuma hasta que, por fin, vio la delgada cinta oscura de la costa.
Nadie de la tripulación sabía dónde estaban, pero el capitán descubrió lo que parecía ser una bahía resguardada con una playa y decidió tratar de desembarcar allí. Se deshicieron de las anclas, tiraron por la borda lo que quedaba del aparejo y pusieron rumbo a la orilla.
El barco navegaba rápido a favor del viento al dirigirse a la playa. Después, la embarcación chocó con un banco de arena y se detuvo de repente. Tibro se vio lanzado con tal fuerza a la cubierta que se le hinchó rápidamente el brazo. Pero aún podía moverse y, por fortuna, no se rompió ningún hueso.
Aunque diera gracias por su suerte, la popa del barco empezó a romperse bajo la violenta arremetida de las olas.
—¡Abandonad el barco! —gritó el capitán—. ¡Que todo el mundo nade hasta la playa!
En medio de la conmoción, varios marineros saltaron por la borda del barco que se iba a pique y alcanzaron la playa, dejando atrás a soldados, presos y pasajeros.
—¿Cómo está tu brazo? —preguntó Simón, arrodillado al lado de su amigo más joven—. ¿Puedes nadar?
—Duele, pero no está roto —respondió Tibro y, con una sonrisa forzada, añadió—: Pero no importa, no puedo nadar.
—Yo tampoco —dijo Simón riéndose.
—Entonces, aquí se acaba todo —declaró Tibro. Miró a Simón—. Tú no eres de mi religión, de mi pueblo ni de mi raza. Sin embargo, cuando fui a matar a tus hijos, demostraste misericordia… amor incluso. Yo no creía que pudiese hacerme amigo de un infiel, pero tú te has convertido en mi hermano. Que Dios tenga misericordia de ti.
Simón sonrió.
—No te rindas aún. ¿No recuerdas? Pablo dijo que nadie perecería y yo le creo.
—Pero, ¿cómo vamos a sobrevivir si ninguno de los dos podemos nadar?
—Si esa es la voluntad de Dios, amigo mío, él proveerá.
Justo en ese momento, una ola enorme golpeó la popa e hizo girar el barco hacia un lado. Simón agarró a Tibro, aunque Tibro se estaba agarrado a la borda, cuando el barco se inclinó hacia un lado y empezó a volcar. La primera ola los arrastró; la siguiente partió el barco en dos, los barrió de lo que quedaba de cubierta y los lanzó al mar.
Tibro fue arrastrado bajo el agua y, cuando salió a la superficie para poder respirar, se las arregló de alguna manera para mantenerse aferrado a la pesada borda de madera, que se había desprendido de la cubierta. Notó que algo le tiraba de la cintura y después oyó a alguien que escupía y jadeaba, y se dio cuenta de que Simón seguía agarrado a él.
Tibro pasó una pierna sobre la borda y gritó: «¡Agárrate fuerte!», mientras rompía otra ola que los lanzaba como una jabalina a través de la espuma marina.
C
omo Pablo había prometido, ningún pasajero del infortunado navío se perdió. Como Tibro y Simón, los que no podían nadar llegaron a la playa agarrados a cualesquiera restos a los que pudiesen aferrarse. Individualmente y en pequeños grupos, llegaron a la playa y se arrastraron hasta la arena, fríos, empapados, agotados, pero vivos. Y gracias a que, al final, el temporal había pasado, el sol salió por entre las nubes por primera vez en dos semanas.
Muy pronto los saludó un pequeño grupo de nativos que bajaba a la playa para hacerse a la mar en sus rudimentarios botes de pesca. Uno de los marineros entendía su idioma y explicó que esta era la isla de Melita, hoy conocida como Malta. Los nativos se ofrecieron a hacer una hoguera para que los supervivientes se calentaran y se secaran y todo el mundo participó en la recogida de ramas y tablas.
Pablo causó gran impresión a los isleños cuando, mientras recogía palos, molestó a una víbora venenosa y se le enganchó en la mano. Los nativos interpretaron esto como una señal de que debía de tratarse de un asesino que había escapado del mar pero ahora hacía justicia el mordisco de una serpiente.
Observaban y murmuraban, esperando que se hinchara y cayera muerto, pero Pablo se sacudió la víbora y siguió con su trabajo, sin que le pasara nada malo. El marinero que hacía de traductor explicó que ahora estaban convencidos de que Pablo no era un asesino, sino un dios.
Después de que los hombres se secaran y descansaran, los nativos los llevaron a la finca del gobernador, un romano llamado Publio. Este preparó un generoso banquete, al que fueron invitados todos, incluso los presos. Y su generosidad se multiplicó muchas veces cuando Pablo y Simón visitaron al padre del gobernador, que estaba enfermo, con fiebre y disentería. Los dos cristianos rezaron sobre el hombre y Pablo le impuso las manos y ordenó que desapareciera la enfermedad. El padre de Publio se curó y pronto los isleños acudieron a ver a este extranjero que sanaba a los enfermos y tenía dominio sobre las víboras.