El manuscrito Masada (31 page)

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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

BOOK: El manuscrito Masada
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Simón y Tibro estaban ansiosos por continuar su viaje y el agradecido gobernador les facilitó un pasaje en un pequeño barco mercante que iba a hacerse a la mar hacia Italia. La embarcación no era suficientemente grande para el resto del grupo, cuya estancia en la isla se prolongaría durante tres meses. Y así, con la bendición de Pablo y los buenos deseos de Julio, el capitán y su tripulación, Simón y Tibro partieron solos en la etapa final de su viaje.

El barco de grano hizo una rápida travesía hasta Siracusa, en Sicilia, donde los dos hombres cogieron otro barco que fue costeando desde allí hasta Regio y después a Pozzuoli, un puerto situado en la parte norte de la bahía de Nápoles. Desde allí, anduvieron los restantes 240 kilómetros, como un comerciante judío y su esclavo. Escogieron el ramo del aceite de oliva, aprovechando los años de experiencia de Simón en ese negocio.

Simón había estado antes en Roma, pero era la primera visita de Tibro y, cuando atravesaron la puerta, éste se quedó muy sorprendido por el tamaño y la vitalidad de la ciudad. Se incorporaron a la muchedumbre que recorría las calles, perdiéndose entre los comerciantes, trabajadores, estudiosos, dueños de casas, soldados, esclavos y extranjeros que iban a sus quehaceres, aparentemente ajenos a las muchas diferencias de sus respectivas condiciones y estatus.

Tibro y Simón bordearon el Foro, con sus edificios gubernamentales y templos, y siguieron el río Tíber, pasado el gran Circo Máximo. Este enorme edificio tenía unos 550 metros de largo y casi la mitad de ancho, y la fachada tenía una altura de tres pisos, completamente rodeada de columnas. Sobresaliendo por detrás de él, en el Palatino, una de las colinas de Roma, estaban los palacios de los césares, grandes estructuras de ladrillo con techos abovedados, totalmente revestidos de mármol.

Igualmente impresionante era el hermoso templo de Apolo, de mármol blanco, pero rodeado por pórticos con columnas de mármol amarillo. El templo albergaba esculturas de Apolo, Latona y Diana.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó Simón, señalando el templo.

—Pienso que se han derrochado demasiado tiempo, esfuerzo y belleza en dioses paganos —replicó Tibro.

Simón se rió.

—Esa es una cuestión religiosa en la que ambos estamos de acuerdo.

—¿Tienes alguna idea de dónde podríamos encontrar a mi hermano? —preguntó Tibro, cada vez más exasperado por el vagabundeo por la ciudad, aparentemente sin fin.

—Sé dónde mirar y ahí es adonde nos dirigimos —levantó un brazo e indicó más allá del cercano río Tíber—. El barrio del Trastevere. Vamos.

Tibro siguió a Simón hasta una pasarela peatonal por la que cruzaron el río hasta la primera zona habitada de la orilla izquierda. Aquí, el escenario cambió. Desaparecieron los templos paganos y las grandes fincas con columnas de la elite romana. Tibro se sintió inmediatamente en casa y comentó que podían estar en una barriada de Jerusalén.

—Sí —replicó Simón—. Con los años, muchos judíos se han afincado en Roma y han ocupado esta zona.

Al entrar en la Via Portuensis, dio la sensación de que Simón buscaba algo, parándose de vez en cuando a apartar la vegetación de una pared o de una puerta para examinar lo que hubiese detrás.

—¿Qué haces? —acabó preguntándole Tibro.

—Busco un signo.

—¿Qué clase de signo?

—¡Ah!, uno como este —declaró Simón al apartar una rama de una adelfa en flor que dejaba a la vista un pez tallado en un poste.

—¿Un pez? —dijo Tibro—. ¿Estabas buscando un pez?

—Nuestro Cristo es un pescador de hombres —Simón acarició la talla—. Con este signo, podemos reconocernos mutuamente. Aquí seremos bienvenidos. Vamos.

En la puerta, los saludó el propietario de la casa, un hombre alto de unos cuarenta años, bien afeitado con el estilo cada vez más popular entre los cristianos. Tibro no lo reconoció y se sorprendió cuando el hombre se le acercó diciendo:

—¡Tibro! ¡Has venido a Roma!

Tibro empezó a responder, pero el hombre ya se había vuelto a Simón, abrazándolo mientras decía:

—¡Qué gran honor tenerte en mi casa, Simón!

Cuando Tibro lo examinó más detenidamente, se imaginó al hombre algo más joven y con una barba cerrada y al final recordó.

—Gayo —dijo, justo en el momento en el que el hombre se volvía hacia él.

—¡Ah!, ya recuerdas.

—Tienes un aspecto diferente al que tenías en Éfeso.

Gayo se acarició la barbilla.

—Me la afeité el día en que llegué a Roma, pero tú, amigo mío, no has cambiado nada.

Tibro frunció el ceño.

—Diez años más viejo.

—Unos días apenas —replicó Gayo, quitándole importancia. Se volvió hacia Simón—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última visita? ¿Tres años? Hablaste en casa de Josefo.

—Hace cinco años —contestó Simón. Miró la impresionante casa de dos plantas—. No recuerdo que vivieras con tal esplendor. Que yo recuerde, estabas compartiendo una vivienda más bien pequeña, encima de una cuadra.

Gayo sonrió.

—Soy más cuidador que propietario. Hace tres años, uno de nuestros conversos romanos se fue con el Señor y nos dejó esta casa para que la utilizáramos con una de las casas de nuestra iglesia. Entrad. Mi casa, nuestra iglesia, es vuestra casa.

Cuando Gayo los hizo pasar al pórtico, Tibro vio en el suelo un mosaico de azulejos de un pez, prueba de la conversión del propietario original a la fe cristiana.

Gayo les enseñó la casa y los condujo a la habitación en la que estarían como sus invitados. Después de que se bañaran y se pusieran ropa limpia, les ofrecieron una comida suntuosa. Cuando comieron, Tibro preguntó por Dimas y descubrió que seguía siendo un hombre libre, gracias a los desvelos de los creyentes que facilitaron a Dimas y a otros dirigentes cristianos una serie de alojamientos secretos por toda Roma y sus alrededores. Durante la semana anterior, Dimas había estado en misión a una de las comunidades de la periferia, en la carretera a Rímini.

Gayo les explicó que mientras sus invitados se arreglaban, había dado aviso a los demás miembros de la comunidad cristiana de Roma para que la reunión de oración de la noche se celebrara en su iglesia, con el fin de que los huéspedes, cansados por su largo viaje, pudieran asistir con facilidad. Esperaba que Tibro se uniese a ellos como invitado de honor, si no como creyente.

Cuando los cristianos empezaron a llegar, Tibro los saludó educadamente, sentándose después solo al fondo del gran salón de columnas que les servía de lugar de culto. Allí reprimió su impulso de levantarse y censurar a los reunidos por apartarse del único Dios verdadero para adorar a un falso mesías, recordando, en cambio, la bondad con que lo habían tratado Simón y Pablo y, ahora, su anfitrión, Gayo.

A Tibro le sorprendía mucho que los fieles que seguían llegando fuesen tanto romanos como judíos conversos. Podía entender que a un judío pudiesen atraparlo en esta empresa mesiánica. Después de todo, Jesús era judío. Pero que un ciudadano de Roma rechazara la cultura y la sociedad que le habían otorgado tantas bendiciones y privilegios, con gran riesgo personal si se descubría su fe, suponía la clase de valor y de fe que Tibro no esperaba de un romano.

Todas sus dudas se evaporaron cuando una cristiana romana entró en el salón. Tenía cerca de cuarenta años, se conducía con gran seguridad en sí misma y mostraba una belleza serena que daba un brillo etéreo a sus facciones.

Tibro reconoció de inmediato a Marcela de Tácito, se levantó de su asiento y se le acercó, pero se mantuvo en un segundo plano mientras todos los demás la saludaban con simpatía. Como si hubiera sentido que alguien la miraba, se volvió hacia él. Por un instante, hubo cierta incertidumbre en sus ojos; después lo reconoció y se le acercó con su mano extendida.

—Tibro —le dijo con simpatía—. ¡Cuánto me alegro de verte de nuevo, después de tantos años!

—Los años han sido especialmente buenos contigo, Marcela —replicó él, acercando su mano para tomar la suya. Cuando se tomaron, sintió un leve estremecimiento.

—¡Oh! Esto ha sido un relámpago —dijo Marcela con una carcajada.

Agarrando su mano con más fuerza, Tibro sintió como si la pequeña carga de electricidad estática se multiplicara muchas veces al atravesar su cuerpo. Le sorprendió que, después de tanto tiempo, todavía pudiera experimentar una reacción así ante la presencia de esta mujer.

—¿Tu marido? —preguntó Tibro, tratando de mantener un tono tranquilo y desapasionado—. ¿Está todavía en Éfeso?

—No, aquí, en Roma. Es miembro de los
Comitia Curiata.

Tibro negó con la cabeza.

—No sé qué es eso.

—La Asamblea de las Curias, adonde van los antiguos altos funcionarios cuando se retiran —explicó Marcela—. Ahora no tiene un poder real; su puesto es sobre todo ceremonial.

—Ya —dijo Tibro, forzando una sonrisa, pero profundamente desanimado al descubrir que todavía estaba casada.

—Estamos casados solo de nombre —dijo Marcela, como si percibiera la decepción de Tibro—. El se entretiene con las sirvientas. Yo he pensado en conseguir el divorcio. Aquí, en Roma, no requiere formalidades legales; basta con el consentimiento mutuo de ambas partes, pero nuestra casa, nuestros muebles, casi todo lo que tenemos son consecuencia de mi dote y, según la ley, yo me quedaría con todo eso. Rufino lo sabe y nunca consentirá el divorcio.

—Entiendo.

—No —dijo Marcela, apretando su mano—. No estoy segura de que lo entiendas. No estoy segura de entenderlo yo. Hay veces en las que pienso que sería maravilloso dejar todo lo que tengo, liberarme de ello.

—¿Por qué no lo haces?

Ella se encogió ligeramente de hombros y lo miró fijamente a los ojos.

—Quizá no haya tenido ningún incentivo real.

Implícitas, aunque no manifestadas, estaban las palabras hasta ahora.

Por supuesto —prosiguió—, estar casada con él tiene sus ventajas. Rufino siempre ha sido un hombre con buenos contactos y un carácter fisgón, por lo que ha sido una magnífica fuente de información para nosotros.

—Entonces, quizá puedas decirme algo sobre mi hermano —dijo Tibro—. Me dijeron que los romanos lo buscaban para arrestarlo.

—Sí, pero, con la ayuda de sus amigos, se las ha arreglado para sobrevivir.

—Ayudados, sin duda, por la información que les hayas facilitado —dijo Tibro—. ¿Puedes llevarme a él?

En ese momento, hubo una conmoción a la entrada del salón de reuniones y Marcela sonrió.

—No hace falta que te lleve hasta Dimas. Acaba de llegar.

Capítulo 33

A
l salir del agua fría Marcela se cubrió con un albornoz y atravesó un pasillo que enlazaba las salas fría y caliente de la casa de baños. Allí, se desprendió del albornoz y se detuvo un momento en la parte superior de la escalera que llevaba a la piscina caliente. Otras dos mujeres que tomaban las aguas en los baños ya estaban en la gran piscina de hormigón.

—Buenos días, Marcela —dijo una mujer—. ¿No resultaba tonificante esta mañana el agua fría?

—Buenos día, Julia.

Cuando Marcela entró en la piscina, el agua caliente envolvió su cuerpo desnudo como una manta.

El baño frío resulta tonificante, pero este sienta mucho mejor —y se encaminó a un rincón.

—Domita estaba hablando de la fiesta dada por Popea Sabina —dijo Julia—. ¿Estuviste?

—No —contestó Marcela. Sonrió educadamente para enmascarar su disgusto ante la perspectiva de escuchar los últimos cotilleos sobre la escandalosa querida del emperador Nerón.

—¡Oh! Entonces, Domita, continúa, por favor —rogó Julia a su amiga más joven.

—Fue la fiesta más divertida a la que he asistido nunca— manifestó Domita—. Hubo mucho vino y comida, música de lira y baile, por supuesto. Después, nos entretuvieron dos jóvenes muy guapos… desnudos, fíjate.

—¿Desnudos? —dijo Marcela, sorprendida.

—Completamente desnudos. La cara y el cuerpo los llevaban pintados con sangre de cabritos que habían sido sacrificados a los dioses para nuestra comida. Y los jóvenes desnudos corrían alrededor de la sala, tocando a las mujeres con tiras de piel de cabrito.

—¿A
todas las mujeres? —preguntó Marcela.

—A todas no. Solo tocaban a las que estaban en edad de tener hijos, porque la idea era hacerlas fértiles.

—¿Y
dónde las tocaban? —preguntó Julia.

—Aquí —se cogió los pechos, que solo cubría el agua en parte—. Y aquí también —sumergió la mano en el agua. Las otras mujeres no podían ver la mano, pero sabían dónde estaba.

—¡Oh! ¿Y a nadie le dio vergüenza?

Domita sonrió.

—Creo que habíamos bebido demasiado vino como para avergonzarnos. Y como los jóvenes eran muy guapos… y estaban desnudos… creo que todas nos divertimos. Yo sí, desde luego.

—Domita, ¡eres
terrible
! —dijo Julia, y le entró una risita tonta.

—Después, comimos carne de cabrito asada. Luego, vino el mismo Nerón a cantar y tocar la cítara. Fue muy entretenido.

Estuvieron hablando un poco más y después, Julia y Do— mita se fueron. Marcela siguió en el baño un poco más, disfrutando de la soledad. Luego, salió del agua, se secó y fue al vestuario. Allí, se colocó el
strophium
recogiendo el pecho y se puso un breve y fino calzón. Después, se puso una túnica sin mangas, porque estaba en julio y hacía mucho calor. Sobre la túnica, llevaba una estola, vestidura a modo de toga, formada por un rectángulo de tela que se envolvía alrededor del cuerpo y llegaba al suelo. Un borde púrpura, o
institia
, cubría el extremo de la prenda. Por último, se puso la
palla
, pañuelo cuadrangular que se colocaba sobre el hombro izquierdo y bajo el derecho. Tras ponerse las sandalias, se cubrió la cabeza con la
palla
, salió a la calle y miró hacia la fuente.

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