Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Mazar—. ¿Qué quieren?
—¡Abra la cámara acorazada! —gritó uno de ellos en árabe, repitiendo después la orden en un inglés con acento muy marcado.
Como Mazar no se movió, uno de los otros dijo: «No lo necesitamos». Volviéndose hacia el estudioso israelí, levantó su pistola y apretó el gatillo tres veces.
Mazar notó cómo impactaban las balas en su pecho, lanzándolo hacia atrás, contra la pared. Cuando se deslizó hasta el suelo, se le nubló la visión y las voces apagadas le llegaban sordas e indistinguibles. Vio que los hombres enmascarados se apiñaban alrededor de la cámara acorazada, con la pesada puerta abierta. Después, se hizo el silencio… la oscuridad.
Y
uri Vilnai acababa de aparcar su coche cuando vio a tres hombres con máscaras negras que atravesaban corriendo la puerta principal; dos de ellos iban armados y el tercero llevaba algo en brazos. Vilnai se tumbó en el asiento para que no lo viesen. Esperó un minuto más o menos y, cuando se levantó con precaución, ya se habían ido.
Corrió hacia el edificio y vio al primer policía de seguridad en el suelo, detrás del mostrador principal en medio de un charco de sangre. Casi le habían volado la cara y no hacía falta comprobar el pulso para saber que estaba muerto. Otros dos policías estaban en el pasillo que llevaba al laboratorio. También estaban muertos.
Cuando Vilnai se acercó con precaución al laboratorio, vio la puerta destrozada, colgando de una bisagra que la unía al marco astillado. Se relajó un poco y echó un vistazo al interior; después, se echó atrás mientras su mente absorbía lo que acababa de ver. De repente, gritó: «¡Daniel!», y corrió hasta donde yacía el hombre, desplomado contra la pared del fondo. «¡Daniel!», repitió una y otra vez mientras examinaba a Mazar, buscando señales de vida.
Se oyó un duro jadeo cuando Mazar respiró y trató de abrir los ojos.
—Descansa tranquilo —dijo Vilnai mientras buscaba torpemente su teléfono móvil—. No trates de moverte. Ya pido ayuda.
Mazar alcanzó y asió la manga del hombre más joven. En un balbuceo ahogado, dijo:
—¿L… los ha… has vis… visto, Yuri?… E… eran tr… tres.
—Sí —respondió Vilnai—. Los he visto.
—¿Y los pol… policías?
—Muertos —respondió Vilnai, sombrío—. Todos muertos.
Mazar tosió y la sangre le llegó a los labios.
—¿Han cogido…? —empezó a preguntar Yuri; después vio la cámara acorazada abierta y vacía. Entonces se dio cuenta de que el tercer hombre enmascarado llevaba en brazos la urna con el manuscrito dentro.
Mazar trató de hablar pero rompió a toser, saliéndole una espuma ensangrentada entre los labios. Vilnai le instó a que siguiera tumbado, pero Mazar negó con la cabeza, diciendo:
—L… lo siento. N… no p… pude det… detenerlos, aunque creía… sab… sabía que ven… vendrían.
—Claro que no podías… —dijo Vilnai, pero dejó inacabado su comentario— ¿Sabías que venían?
—El c… c… código —tartamudeó Mazar—. El cod… código dij… dijo que oc… ocurriría.
—Daniel, ¿de qué me hablas? ¿Qué código? —preguntó Vilnai, pero Mazar se había desmayado. Sacudiéndolo suavemente, Vilnai le susurró—: Daniel, Daniel, despierta.
Los ojos de Mazar se entreabrieron y él trató de hablar.
—Daniel, estabas diciendo algo sobre un código. ¿A qué código te refieres?
—Mi bol… bolsillo —jadeó Mazar—. Pap… papel en… en mi bolsillo.
Vilnai rebuscó en la ropa de Mazar, sin reparar en las muecas de dolor provocadas por su búsqueda sin miramientos. Encontró una hoja arrancada del bloc de notas de Mazar y vio dos frases escritas en hebreo y traducidas al inglés:
Asesino de Daniel Mazar
No quien parece
—Daniel, ¿qué es esto? —preguntó Vilnai.
—El código… el código del Dr. R… Rips.
—¿El código de la Torá? Es ridículo —dijo Vilnai, pero Mazar lo agarró por las solapas y casi logró ponerse en pie.
—El manuscrito de Dimas. Dil… dile a Preston que arranque el código. El sabe hacerlo. —De nuevo, perdió la conciencia.
Desde el exterior del edificio llegaban las sirenas discordantes, ululantes de varios vehículos de la policía que se acercaban. De repente, Vilnai se acordó de su móvil, que estaba en el suelo, adonde lo había tirado sin querer, tras haber olvidado su prometida petición de ayuda.
Guardando de nuevo el teléfono en el bolsillo de su americana, miró a su colega.
—La ayuda está llegando —dijo.
Mazar, que respiraba trabajosamente, seguía inconsciente.
—¿Me oyes, Daniel? La ambulancia está aquí.
Mazar no respondió.
Vilnai miró de nuevo el papel del bloc que seguía arrugado en su mano. Absorto en sus pensamientos, lo dobló cuidadosamente y lo metió en su bolsillo. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, dio unas suaves palmadas en la mejilla de Mazar y después deslizó su mano por el rostro del hombre mayor. Manteniendo la palma de la mano sobre la boca de Mazar, le cerró las ventanas de la nariz apretándolas con sus dedos pulgar e índice.
Los ojos de Mazar se abrieron de repente y miró a Vilnai sorprendido y confuso. Sin embargo, no se defendió ni siquiera trató de apartar la cabeza. Su expresión se suavizó, aceptando su suerte, cerró los ojos y murió.
El sonido de las sirenas desapareció de la conciencia de Vilnai mientras envolvía en sus brazos a Daniel Mazar, abrazando su cuerpo mientras lo mecía de lado a lado. Con lágrimas que caían por sus mejillas, murmuró un triste canto fúnebre:
Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá
Bealmá diiberájiir utéi.
Vilnai estaba todavía cantando el
Kaddish
cuando entró el primer oficial de policía, pistola en mano. Inmediatamente detrás estaban Sarah Arad y Preston Lewkis, que habían venido tras la primera llamada de Mazar.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —gritó Preston cuando llegó adonde Vilnai estaba meciendo en sus brazos al profesor muerto.
Vilnai lo miró, mientras su rostro daba muestras de una desolación absoluta.
—¡Terroristas! —dijo jadeando, conteniendo las lágrimas—. Mataron a Daniel… y robaron el manuscrito.
El P. Michael Flannery tomó la carretera principal que conducía al norte, a Jerusalén. Mientras la arena del desierto se arremolinaba en torno al vehículo, repasó su visita al Monasterio de la Vía del Señor, acompañado de Azra Haddad.
Había aprendido mucho con esta fascinante mujer musulmana y sospechaba que quedaban aún muchas más cosas que descubrir.
Acababa de pasar Masada cuando sonó su teléfono móvil. Cogiéndolo del portavasos, saludo a la persona que llamaba con un sencillo: «Hola».
—Michael, ¿dónde estás?
Flannery reconoció al interlocutor y notó la urgencia en su voz.
—¿Preston? ¿Pasa algo?
—¿Dónde estás? —repitió su amigo.
—Estoy… —Flannery dudó; no quería revelar todavía que había estado con Azra en el monasterio—. Estoy en la carretera 90, inmediatamente al norte de Ein Gedi.
—¿Por qué estás…? No importa; ven al laboratorio lo antes posible.
—Ha ocurrido algo. ¿Qué es?
—Sí —el suspiro de Preston se oyó por encima del ruido de la carretera—. Se trata de Daniel. Lo han matado.
—¿El profesor Mazar? ¡Dios mío! ¿Cómo ha ocurrido?
—Un grupo terrorista… palestino, parece —respondió Preston—. Estaba en el laboratorio cuando irrumpieron tres hombres armados en el edificio; mataron a tres guardias y a Daniel.
Flannery guardó un momento de silencio, rezando por el profesor y las otras víctimas.
—Michael, ¿sigues ahí?
—Sí —respondió el sacerdote—. ¿Eran palestinos?
—Eso es lo que cree la policía. Yuri Vilnai también. Llegó inmediatamente después de que escaparan. Aparentemente, iban tras el manuscrito.
—Pero está encerrado en la…
—Entraron en la cámara acorazada —le cortó Preston—. De alguna manera, sabían las combinaciones. La puerta estaba abierta y la urna y el manuscrito han desaparecido.
Flannery sitió que su corazón se desbocaba.
—Estaré ahí lo antes posible.
Cuando cerró el teléfono y lo devolvió al portavasos, vio algo oscuro en la carretera. Al acercarse, vio que un par de vehículos bloqueaban la carretera. Uno de ellos llevaba una luz portátil de emergencia que giraba en el techo y Flannery vio a un policía uniformado al lado que le estaba dando el alto.
Se detuvo en el control y Flannery sacó de la guantera el contrato de alquiler. Mientras se enderezaba y se volvía hacia el oficial que se acercaba, el segundo coche arrancó en el arcén y se situó detrás de su coche, encerrándolo.
—¿Qué es esto? —preguntó, bajando el cristal de la ventanilla.
Viendo que el oficial miraba al segundo coche, Flannery se volvió en su asiento en el momento en que dos hombres enmascarados llegaban corriendo al lado del coche.
El sacerdote consiguió cerrar la ventanilla y bloquear las puertas, pero vio que el hombre de uniforme le apuntaba con la pistola a través del parabrisas.
—¡Abra las puertas! —gritó el hombre—. ¡Ábralas o le mato!
A regañadientes, Flannery desbloqueó las puertas. Los hombres enmascarados abrieron su puerta y lo sacaron del coche.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Flannery—. ¿Qué quieren?
—No hable —dijo el que iba de uniforme mientras sus compañeros ataban fuertemente las muñecas de Flannery a su espalda con algún tipo de cinta de plástico. Después lo arrastraron hasta el vehículo que estaba delante y le empujaron al asiento trasero. Un tercer hombre enmascarado estaba sentado al volante.
—Han cometido un error —dijo Flannery.
Le cortó el que iba disfrazado de oficial, que subió a su lado y lo abofeteó con fuerza. Los oídos le zumbaban y notó en la boca el sabor de la sangre.
—¡He dicho que no hable!
Flannery asintió paralizado. Después, el conductor tiró algo al asiento trasero y el hombre de uniforme levantó lo que resultó ser una capucha negra. Mientras se la ponían en la cabeza, Flannery pudo ver que su coche de alquiler y el vehículo que estaba detrás arrancaban y aceleraban hacia el norte. Un momento después, sintió que en coche en el que estaba avanzaba y salía bruscamente a la carretera; después, aceleraba detrás de los otros vehículos.
T
ibro bar-Dimas levantó su jarra, indicando al dueño del
kahn
que quería más vino. El tabernero llamó a uno de sus empleados y un momento después alguien llevó un cántaro a su mesa, en un rincón oscuro del establecimiento. Cuando el individuo rellenó la jarra, Tibro miró a su alrededor para asegurarse de que ni sus tres compañeros ni él llamaban la atención de nadie.
La taberna, situada cerca de la calle de los Tejedores, en una barriada de trabajadores de Jerusalén, se llamaba «La Casa de las Mil Bendiciones», un nombre bastante extravagante para un establecimiento que consistía en un único salón anodino, lleno de un revoltijo de mesas de madera y sin más adornos. El humo de las velas derretidas había manchado las que en otro tiempo fueran blancas paredes, con parches apenas visibles que revelaban algún intento ocasional e interrumpido de limpieza. Sentados alrededor de unas doce mesas había quizá dos docenas de clientes, una mezcla equitativa de comerciantes, jornaleros y estudiosos que parecían hablar todos al mismo tiempo, comentando las últimas noticias y rumores callejeros. Tibro esperó a que se alejara el sirviente para reanudar la conversación.
—No estoy seguro de que esto sea lo que hay que hacer —dijo, manteniendo baja la voz.
—Lo ha ordenado el Sanedrín —replicó el de más edad del grupo, un hombre de barba gris, llamado Kedar—. Tenemos que localizar y eliminar a los dos en cuestión.
—Conozco las órdenes —dijo Tibro, a sabiendas de que el «eliminar» del Sanedrín quería decir «asesinar»—. De todos modos, no me gusta esa tarea.
—¿No estás de acuerdo en que estos dos hombres, por su misma presencia, están blasfemando contra nuestra religión? —preguntó el llamado Menahem—. Ni siquiera son de nuestra raza, sin embargo, quieren que abandonemos a nuestro Dios.
—Sí —afirmó Shimron, el cuarto y más joven del grupo. Era también el más llamativo, vestido con una túnica azul con ribetes dorados, que Tibro temía que pudiese llamar la atención—. Ya fue bastante malo cuando nuestros hermanos aceptaron a Jesús como Mesías —dijo Shimron—. Podríamos perdonarlos; eran nuestra familia, nuestros amigos, nuestra gente. Pero este movimiento cristiano se ha extendido más allá de nuestras fronteras, más allá de nuestro pueblo. Estos dos, Rufo y Alejandro…