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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (13 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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Marcela tenía cerca de treinta años, por lo que también era casi treinta años más joven que Rufino. Su matrimonio había sido concertado por sus padres, como la mayoría de los matrimonios, y, aunque él supiera que ella no lo habría escogido por su propia voluntad, tenía que admitir que trataba de ser una buena esposa. Dificultaba la tarea su larvado descontento que a menudo desembocaba en furia y violencia.

—Allí —dijo Marcela, retrasándose un poco para admirar el arreglo floral—. Eso iluminará la sala para ti.

Rufino miró las flores, pero no dijo nada; después, se volvió a mirar el puerto y los barcos.

—Te dejo con tus pensamientos —dijo Marcela.

El esperó a que el sonido de sus pasos se desvaneciera por el corredor. Después, se apartó de la ventana y tomó un trago de vino de la copa que tenía en la mano. Escupió el vino en la copa, la arrojó contra la pared y gritó:

—¡Tuco!

—Sí, excelencia —replicó su sirviente principal, entrando en la sala.

—Dame un vino que se pueda beber, no ese vinagre asqueroso.

—Sí, excelencia —Tuco se inclinó en servil reverencia.

—¡Y limpia eso! —ordenó Rufino.

Tuco dio unas palmadas y otros dos sirvientes se apresuraron a limpiar la mancha. El salió de la sala y volvió poco después con una nueva copa de vino, la levantó con cautela y dio un paso atrás a la espera de la respuesta del gobernador.

Rufino bebió un sorbo, pero no reaccionó en absoluto. Fue casi como si su arrebato no hubiese existido. Señaló un barco que estaba zarpando.

—Estará en Roma en unos días —dijo—, mientras yo estoy aquí atrapado en este lugar abandonado por los dioses.

—Pero, excelencia, este lugar es magnífico —dijo Tuco—. Y vuestra excelencia ocupa un puesto de máxima responsabilidad. Todo el mundo os respeta en Éfeso por vuestra sabiduría y valor.

—Me respetan, cierto —admitió Rufino—. No hay muchos capaces de gobernar a estas gentes atrasadas tan bien como yo.

—No conozco a nadie capaz de tal cosa —declaró el sirviente.

—Tuco, ¿has oído hablar de esa nueva religión, de esos judíos que adoran a un hombre que fue crucificado hace algunos años?

—Sí, pero no son solo judíos. Aquí, en Éfeso, hay bastantes gentiles entre ellos. Algunos se llaman a sí mismos cristianos.

—¿Qué significa eso?

—El hombre que fue crucificado era llamado Jesús, el Cristo.

—Cristianos, ¿no? —Rufino tomó otro sorbo de vino—. ¿Eres cristiano, Tuco?

—No, por supuesto —respondió Tuco enfáticamente—. Excelencia, ¿por qué está tan interesado por esa religión?

—Porque uno de nuestros soldados está enamorado de este extraño culto y pretende dejar el servicio. Y no es un soldado cualquiera, sino un oficial de mi guardia.

—¿Se refiere a Marco? —preguntó Tuco.

Rufino lo miró sorprendido.

—¿Lo sabes?

Tuco asintió.

—Marco ha estado hablando de Jesús a otros soldados y animándolos a que escuchen a los dirigentes cristianos de Efe— so: Pablo de Tarso y un tal Dimas.

Pellizcándose el caballete de la nariz, Rufino negó con la cabeza.

—Es peor de lo que creía. Llama al comandante de la guardia.

Tuco salió y Rufino volvió a la ventana. El barco con destino a Roma estaba ya lejos, por lo que casi no se veía.

Unos minutos más tarde, retumbaron unas fuertes pisadas en las baldosas y una voz dijo:

—Gobernador Tácito.

Cuando Rufino se dio la vuelta, el
legatus
o comandante de legión, saludó, llevándose el puño al pecho. Rufino devolvió el saludo con una caprichosa elevación de su copa mientras preguntaba:

—Legatus
Casco, ¿sabías que el centurión Marco Antonio ha solicitado la baja?

El oficial de cabellos plateados parecía un poco incómodo.

—Sí, me ha hablado de ello.

—¿Qué te ha dicho?

—Creo que se ha enamorado de una mujer efesia —dijo Casco—. Le aconsejé a ese respecto. Le dije que todos los soldados destinados en tierras extranjeras tienen relaciones amorosas, pero no debe de estar pensando en eso —el
legatus
se rió—.

«Acuéstate con ella, comparte una casa con ella, si tienes que hacerlo, pero no hace falta que te licencies por eso», le dije.

—Eres un idiota —le espetó Rufino.

Un ramalazo de ira y después de dolor reemplazó la sonrisa del oficial.

—¿Perdón, Gobernador? —dijo.

—Su petición de licenciamiento no tiene nada que ver con una mujer. Se ha unido a esa nueva religión.

—¿Se refiere a la religión que están predicando esos dos judíos?

—¿Conoces a ese tal Pablo y a…? —trató de recordar el otro nombre.

—Dimas —dijo Casco—. Sí los conozco.

—¿Y qué estás haciendo al respecto?

—He enviado a unos hombres para que escuchen sus enseñanzas y me informen acerca de si dicen algo que pueda interpretarse como traición.

—¿Has enviado a espías?

—Sí, excelencia.

—Déjame adivinar, Casco. ¿Uno de esos espías podría haber sido Marco Antonio?

Casco permaneció callado un momento; después asintió.

—¿Y no sabías que esa gente lo estaba captando, que se ha convertido en uno de ellos?

Casco se encogió de hombros.

—Excelencia, por lo que a mí se refería, era simplemente otra religión. Hay muchas religiones. No veía nada malo en ello.

—No es solo otra religión —dijo Rufino bruscamente—. Es una muy peligrosa. Y ahora Marco está predicando esta nueva religión a sus compañeros. ¿Qué ocurriría si hubiese más que se hicieran cristianos y causaran baja? ¿Tendríamos que quedarnos aquí indefensos?

—No, excelencia.

—Así lo espero —dijo Rufino, e hizo con la mano un movimiento de despedida—. Ve y tráeme a Marco Antonio.

—Inmediatamente —Casco se llevó de nuevo el puño al pecho.

* * *

—Gobernador —anunció el
legatus
Casco—, el centurión Marco Antonio está afuera.

—Mándalo llamar.

Casco se volvió hacia la puerta, pero Rufino lo llamó.

—No, no lo llames. Tráelo custodiado.

Rufino atravesó la sala y se sentó en su sede oficial. Unos momentos después, Marco Antonio entró y saludó, escoltado por un soldado a cada lado. Marco era un poco más alto que el romano medio, tenía pelo negro rizado, ojos azules y era musculoso.

Rufino no devolvió el saludo y comenzó inmediatamente el interrogatorio.

—Centurión, me han informado de que has abrazado la religión de ese falso profeta, Jesús.

—No creo que Jesús sea un falso profeta, excelencia —replicó Marco.

—¡Oh!, ¿y qué crees que es?

—Es el Hijo de Dios.

Rufino estalló en una carcajada.

—¿Qué dios, Júpiter, Marte? Quizá fuese el hijo de la diosa efesia Diana.

—El Hijo del único Dios verdadero.

—¿Un dios? ¿Cómo puede haber solo un dios? ¿Qué me dices de los dioses de Roma?

—Creo que esos dioses son falsos —declaró Marco.

La cabeza de Rufino empezó a palpitar y su rostro enrojeció de ira.

—¿Falsos? —gritó tanto que salpicó de saliva el rostro de Marco—. ¡Eres un blasfemo! —volviéndose, llamó—:
¡Legatus
Casco!

—Sí, gobernador —dijo Casco, entrando rápidamente en la sala.

Rufino señaló al centurión.

—Aherroja a este hombre y prepara un tribunal. Pretendo juzgarlo por traición contra el estado —se volvió y lanzó una mirada de ira al preso—. Después lo ejecutaré.

Capítulo 14

M
arcela colocó las flores en una mesa de su dormitorio, dio un paso atrás para admirarlas y decidió que estaban mejor sobre una cómoda. Acababa de recolocar el jarrón cuando entró en la estancia una de las mujeres de su séquito.

—¿Qué te parece, Tamara, están mejor aquí o allí, encima de la mesa?

—¡Oh!, aquí, sin duda, señora.

Atravesó la habitación y Marcela miró primero el jarrón que estaba encima de la cómoda y después la mesa.

—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza—. Sí, creo que tienes razón —su sonrisa desapareció cuando vio lágrimas en los ojos de la joven—. Tamara, ¿qué te ocurre? —preguntó.

—Señora, por favor, tiene que ayudarme —dijo Tamara—. El gobernador Tácito ha arrestado a Marco.

—¿Marco? ¿Te refieres al centurión Marco Antonio?

—¡Oh, señora, se lo ruego! ¡Lo amo y temo por él!

—¿Por qué puede haber arrestado mi esposo a uno de sus propios oficiales?

—No lo sé —replicó Tamara—. ¿Puede descubrirlo usted? Por favor, vaya a su esposo; pídale que perdone a mi Marco.

—Hablaré con él —prometió Marcela mientras abrazaba a la mujer.

Cuando Marcela regresó a la sala de juntas, su marido estaba de nuevo en la ventana.

—Pasas las horas mirando el mar —dijo ella.

—Tendría que estar en Roma —respondió Rufino—, sin malgastar mi tiempo y mi talento en este deprimente lugar —se dio la vuelta, dejando la ventana—. ¿Qué quieres ahora?

—¿Es cierto que has arrestado al centurión Marco Antonio?

—Sí.

—¿Puedo preguntar por qué?

—No puedes —replicó; después, se lo pensó mejor y dijo—: ¿Por qué te preocupa?

—Una de las personas de mi casa, Tamara, está enamorada de él. Está preocupada por su bienestar.

Rufino hizo una mueca a modo de sonrisa sin el menor humor.

—Tiene buenas razones para estarlo. Ha cometido traición y pretendo ejecutarlo.

Marcela dio un grito ahogado.

—¿Traición? ¿Marco Antonio? ¡No, es imposible!

—¡Oh!, ¿y por qué es imposible?

—Conozco bien a Marco. Su padre sirvió a mi padre. Siempre han sido leales ciudadanos de Roma. ¿Por qué iba a cometer una traición? ¿Qué ha hecho?

—El porqué tendrás que preguntárselo —dijo Rufino con un gesto desdeñoso—. Pero puedo decirte lo que ha hecho. Se ha convertido en… —se detuvo un momento; después dejó que la palabra se deslizara entre sus labios con una sonrisa sarcàstica— cristiano.

—¿Cristiano? ¿Qué es un cristiano?

—En la ciudad, hay unos judíos que están predicando a los Gentiles acerca de un autoproclamado profeta conocido como Jesús, el Cristo. Debí haberlos detenido antes, pero, ¿qué importa a qué dios adoren los efesios?

—¿Judíos o cristianos? Estoy confusa.

—Créeme, querida, es mucho más confuso —dijo Rufino, en un tono condescendiente—. Son judíos, pero no los acepta ni su propio pueblo, que considera que Jesús es un falso profeta. Sin embargo, siguen enseñando que es el Hijo de Dios, y tu amigo Marco los cree. Ha abandonado los dioses de Roma, los dioses y el estado que ha jurado defender, para adorar a este falso profeta, este Jesucristo.

—¿Y por eso lo has arrestado, porque ha aceptado esta nueva religión?

—¿No es suficiente?

—Pero Rufino, tu comprendes la religión —dijo ella, acercándose a él y poniendo una mano cariñosa en su antebrazo—. Hay suficientes dioses para todos. Casi todo el mundo tiene su propio dios al que rezar. ¿Por qué tienes tan poca tolerancia con este? Solo es un dios más, ¿no?

Rufino se soltó.

—No, este es diferente. Este es peligroso —frotó su brazo como si borrara el contacto de ella—. Eres demasiado joven para recordar, pero yo sí lo recuerdo, demasiado bien lo recuerdo. Hace muchos años, Poncio Pilato hizo crucificar a Jesús. Uno supondría que eso hubiese acabado con este asunto. Sin embargo, hay gente que todavía sigue predicando en su nombre.

—¿Cómo va a ser peligroso si está muerto?

Rufino miró a su esposa con ojos grandes y profundos. Curiosamente, ella creyó ver cierto temor en ellos.

—Ahí está la cosa —dijo él—. Hay algunos que proclaman que no está muerto, que lo han visto después de la crucifixión.

—¿Algo así como un fantasma?

—No. Un fantasma puedo entenderlo, pero dicen que se ha aparecido en carne y hueso.

Marcela se rió.

—Rufino, ¿seguro que no crees en una cosa así?

—Claro que no, pero muchos sí lo creen, incluyendo a tu centurión. Y él ha solicitado la baja para poder unirse a quienes predican a ese Jesús. ¿Qué pasa si esta enfermedad se contagia a los demás? ¿Qué pasa si esto se extiende de forma descontrolada por el ejército? Puedes ver el problema que eso causaría.

—Supón que Marco renuncia a Jesús. ¿Lo perdonarías?

—¿Renunciar a Jesús? —Rufino reflexionó un momento; después dio unos pasos hacia su esposa y declaró—. Sí, si renuncia a Jesús y a esta… a esta religión cristiana, lo perdonaré. De hecho, le premiaré, porque eso pondrá de manifiesto que ese falso profeta es un charlatán.

—¿Te parece bien que visite a Marco en la cárcel?

—¿Por qué demonios quieres hacer eso?

—Lo conozco desde hace mucho tiempo. Quizá pueda convencerlo para que renuncie a este falso profeta.

Rufino asintió.

—Visítalo, si quieres.

El calabozo estaba débilmente iluminado por unos sucios rayos de luz solar que atravesaban los agujeros del tamaño de ladrillos dejados en las paredes para que entrara el aire. Sin embargo, no entraba suficiente aire fresco para superar el hedor y Marcela tuvo que taparse la nariz con un pañuelo perfumado mientras seguía a uno de los guardias. Ella iba mirando a izquierda y derecha al interior de las celdas con barrotes de hierro que tapizaban el corredor de piedra.

Los hombres que ocupaban las celdas eran criaturas demacradas, de aspecto miserable, con largos y grasientos pelos y barbas. Algunos estaban vestidos con harapos, pero muchos estaban completamente desnudos. Si alguno de ellos se sorprendiera de ver a una hermosa mujer allí, estaba demasiado alejado de la realidad para reaccionar. Muy pocos se dieron cuenta siquiera de su presencia y los que sí la miraron no mostraron reacción alguna en sus ojos oscuros, ausentes.

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