El manuscrito carmesí (73 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Cuanto quiero está aquí —pasaba su mano por mi barba—; cuanto tengo está aquí. No te inquietes; no me sucede nada. A veces, cuando se ha deseado mucho y por mucho tiempo alguna cosa y por fin se nos concede, nos embarga el corazón una cierta soñera. Hasta a nosotros mismos nos sorprende que no saltemos de gozo. Y no saltamos —sonrió más—; pero si tú me lo pides, saltaré. —Luego añadió en voz más baja aún—: Con frecuencia la vida, que es muy descuidada, nos inunda las manos de flores y se olvida de darnos un florero.

El silencio que siguió a sus palabras fue tan grande que escuché, tras los grillos, el chasquido del agua en el estanque. Me senté junto a Moraima. Le cogí las manos. Ella, sin dejar de sonreírme, comenzó a llorar; las lágrimas le mojaban la sonrisa. Yo las besé con profundo e ignorante respeto.

El Maleh engorda con la inactividad, que no es completa en él pues no cesa jamás de maquinar.

Por el contrario, Aben Comisa está cada día más enteco y desmedrado: no se halla bien aquí. Componen, las pocas veces que se les ve juntos, una irrisoria pareja.

Y, cada cual por su lado, traen de Granada noticias poco gratas.

He sabido que el día 1 de mayo, aprovechando sin duda la gentil alegría de la primavera, los reyes cristianos han dado tres meses de plazo para abandonar sus reinos a los judíos que no se conviertan.

Pueden sacar sus bienes —me aseguran—; pero no oro, ni plata, ni moneda. ¿Qué sacarán, entonces: sus casas y sus tierras a cuestas?

¿Se cargarán a la espalda sus sinagogas, sus tiendas, sus caballos?

Cuánta crueldad y cuánta cerrazón.

Aunque el único verdadero Dios sea el suyo, tendrá que castigarlos. Imagino a los judíos, que habitan en esta Sefarad desde hace dos mil años, trocando un viñedo por un asno en que transportar a sus hijos; o un palacio, por una carreta; o un huerto, por un lienzo grueso con que cubrir el arca de sus liturgias. Aquí fundaron su Sión, aquí prosperaron y colaboraron a la prosperidad de todos. Y ahora les fuerzan, a patadas, a decir adiós; adiós al sitio en que sus mujeres parieron, y en el que enterraron a sus difuntos; adiós al sitio en el que basaron su esperanza como una torre sobre piedra.

Sus haciendas, desparramadas; desvanecidas sus familias. Otra vez al desierto; otra vez a colgar, enmudecidas, sus cítaras de los árboles... Lo que va a ser eterno se acaba en sólo un día. Sola la fe les queda, y es precisamente la fe a lo que se les exige que renuncien.

En su cabeza conviene que escarmentemos; en su espejo temo que un día tengamos que mirarnos.

El Maleh me ha dicho:

—¿Te acuerdas, señor, de aquel menesteroso que me extrañaba ver en el real de Santa Fe cuando fui a entrevistarme con los reyes? Se parecía a los hidalgos castellanos, que no tienen qué comer y se las dan de nobles; que hurtan un trozo de tocino y lo devoran con aire regio, o lo conservan para restregarse a la hora del almuerzo los bigotes y fingir que han comido.

Era un hombre harapiento, liado en una capa raída, con ojos muy brillantes. Deambulaba sin dormir, noche y día, por las calles del campamento. Extrañado por su apariencia, le pregunté a Zafra quién podría ser. ‘Nadie —me contestó—.

Es un loco. Habla de hacer la ruta de las Indias por el lado contrario al que siempre se usó.

Repite, venga o no a cuento, que la Tierra es redonda. De esas cosas no entiendo; tengo de sobra con el negocio de Granada. Pero si de mí dependiera, ya lo habría echado. Porque aquí, no asamos todavía, y ya pringamos. Estos locos no son peligrosos hasta que se desmandan, o hasta que alguien les fía.’ Pues ahora resulta, señor, que le han dado tres naves para que intente su viaje a la viceversa. Dicen que ha sido cosa del rey, que es más navegante que la reina; Castilla no ha visto el mar ni en las cartografías. Y dicen que Portugal estaba interesado a medias, y adelantársele era buena política... Estos reyes, señor, están en alza: de eso no cabe duda.

Por remota que sea una posibilidad, rompen a andar. Son como aquellos que encuentran un tesoro, y, en lugar de ocultarlo, aparentan y gastan en esto y en aquello, y lo derrochan todo. Lo único que no tengo claro es de qué sitio sacan los dineros. Porque un tesoro no han encontrado, que yo sepa. Como no sean los judíos... Pero tesoro, no: ¿qué opinas tú, señor?

Y me miraba de hito en hito pesquisándome, como si yo me hubiese dejado en la Alhambra uno enterrado.

—Si no lo sabes tú —le dije—, es que no lo encontraron.

Acicateado por el relato de El Maleh, rebusqué entre mis libros.

Llevo bastante tiempo inmerso en los de ciencia, astronomía y náutica. Dos conclusiones voy sacando: una, que por muy grande que yo creyera la sabiduría de los andaluces, la realidad prueba que fue mayor aún; otra, que los estudiosos, si son fieles a su vocación, están más unidos y se asemejan más entre sí que el resto de los hombres: no importa para ellos cuál sea su rey y su reino, porque su ciencia es universal y única, y no puede ser puesta al servicio de ninguna soberanía ambiciosa, ni de la destrucción.

Nuestros descubrimientos astronómicos y nuestros manuscritos científicos, con la colaboración de los traductores mozárabes y de los judíos, fueron asimilados por los cristianos. Es el Islam andaluz el que inspira al rey Alfonso, al que los castellanos llaman “el Sabio”, que fue contemporáneo de mi antecesor “el Faquí”. Y los eruditos granadinos, incómodos por las ajetreadas circunstancias del Reino, emigraron a África Menor y a Oriente, y provocaron así intercambios mundiales. Es curioso observar cómo la cultura andaluza procede de los rincones más lejanos del universo, y aquí se sedimenta, y viaja de nuevo a los más lejanos rincones. La ciencia y la sabiduría están muy por encima de las enemistades de los gobernantes y de las furias de las religiones.

Me ha complacido descubrir que matemáticos andaluces trabajaron para el visir persa Rachid al Din y hasta para los mogoles. Ibn Aquín, que fue discípulo de Maimónides el cordobés, y Yaya Ibn Abu Sukr, el granadino, son ejemplos de lo uno y de lo otro. Y me he enterado, por la narración de un astrónomo viajero, Malik Ibn al Haizán, en uno de los libros de la Alhambra, que durante la segunda mitad del siglo XIII, se llega a realizar en tres lugares distintos a la vez observaciones que conducen a unas semejantes tablas astronómicas. De un lado, el soberano mogol Hulagu, el que destruyó la fortaleza de los asesinos de Alamut, y su visir Al Din (que tuvo el mismo nombre que mi perro) construyen en Oriente las tablas ilyaniés con la ayuda del andaluz Abu Sukr. De otro lado, en el extremo Occidente, Alfonso X, a través de los conocimientos de Yabin Ibn Afla, construye las suyas, redactadas por Ichaq Ibn al Sid. Y, por fin, la más vieja de las culturas trabaja sobre el mismo asunto en Pekín, donde Cha Ma Lu Ting afinó sus exactos instrumentos de experimentación en los eclipses. Lo que más llena mi alma de alegría es adivinar que el nombre Cha Ma Lu Ting resulta de la adaptación a otras gargantas del nombre, asimismo árabe, de Jamal al Din. (Dios sea loado, también como mi perro.) Y es que el hombre —sobre todo, el musulmán—, cuanto más sabio, más se incrusta en la Naturaleza y la examina con detenimiento y la venera como la fuente de su sabiduría. Si todos los hombres se pusieran de acuerdo por medio de su inteligencia, quizá aquel heterodoxo no habría escrito:

“Desconfío del hombre, que engrandece su poder sin acatar los poderes que desconoce.

Quizá quienes habitan en las estrellas indecibles sean más dignos que nosotros; en ellos reside nuestra esperanza última.”

Hace poco —¿qué es poco?— he leído sobre las máquinas para medir el tiempo. Mi antepasado “el Faquí” convocó a Granada al murciano Ibn al Ragán, que fue su astrónomo y su médico y que supo más que nadie de relojes de sol.

De clepsidras, esos arcanos relojes de agua, el que más supo fue Abul Kasim Ibn Abderramán, que trabajó perseverante y oscuramente en Toledo, en cuyas afueras, a orillas del río, construyó grandes estanques, que se llenaban o se vaciaban según las fases de la luna —la luna los gobernaba como gobierna las mareas—, hasta que un rey cristiano, para averiguar su funcionamiento, consiguió que dejaran de funcionar. Y ya entonces había una tercera forma, más misteriosa aún, de medir el tiempo: el reloj sideral, que consiste, por lo visto, en un sencillo círculo de cobre agujereado, en cuya periferia dos circunferencias marcan las horas y los meses; a través del orificio hay que mirar a la imperturbable estrella Polar, manteniendo el disco a medio palmo del ojo, e inclinado a la distancia de un palmo hasta la barba y medio hasta la frente.

Mandé construir un artilugio como el muy simple descrito en los libros, pero en mis observaciones no he tenido ni paciencia ni éxito.

No soy un sabio; no soy siquiera un aprendiz de sabio.

Muchísimo antes, desde el siglo XI, conocíamos en Andalucía las tablas de la declinación solar a lo largo del año. Las utilizaban los muecines para fijar las horas de la oración. Yo he visto algunas en la Alhambra con millares de cifras; una de ellas había sido calculada por el granadino Ibn al Kamad hace trescientos años. No me extrañaría que el estrafalario navegante de El Maleh se haya provisto en Granada de alguna parecida.

Siempre se ha dicho que los musulmanes —cuyo origen, en el desierto, es tan poco marino— éramos malos nautas. Yo he corregido esa opinión ahora.

¿No inventó el astrolabio Saraf al Din al Turi (también Din como mi perro, Dios lo tenga en su gloria), y no lo trajo a Andalucía Ibn Riduán al Numairi, “el Guadijeño”? ¿No estuvo en manos andaluzas toda la matemática aplicada a la navegación? ¿No fue la marina más diestra y la más arriesgada la del califato de Córdoba, cuyas flotas, al mando de Ibn Rumayis o de Ibn Galib, viajaron desde Irlanda hasta Messina, con adelantados e innovadores medios de orientación, de situación y de medida y mantenimiento del rumbo; unos medios que muchos ni siquiera aún han llegado a conocer, o que acaso ese estrafalario navegante empieza a conocer ahora, cinco siglos después?

Por lo que deduzco de lo que leo, no sin mucha fatiga y con toda aplicación, la brújula es también un invento andaluz. Al Udri nunca habría podido describir sin ella la geografía de Al Andalus. En este momento yo tengo ante mis ojos una copia del siglo XII de ella; Al Udri habla, y parece cosa de magia, de la pesca de ballenas en Irlanda, y cita los puertos africanos que están situados frente por frente de otros de la costa andaluza: exactamente enfrente, lo cual habría sido imposible de establecer sino con una brújula, sea cual fuese su sistema.

Uno de los libros que provienen de Medina Azahara es el de “Las maravillas de la India”. Lo estudio con prolijidad, pero también con ineptitud. Hay una información que relaciono con la teoría de la Tierra esférica que El Maleh atribuye al navegante de Santa Fe. En el siglo X, un gaditano viaja en un barco por el golfo de Bengala; sobreviene un temporal, y el golfo se cubre de fuego; el andaluz apacigua a la tripulación y a los pasajeros, porque él ya ha presenciado ese fenómeno frente a sus costas maternas. El autor del libro comenta que también se da esa luminiscencia —¿cómo denominarla, si no?— en el golfo Pérsico. ¿No es una admirable coincidencia? Y en el mismo fragmento de ese códice hay unas alusiones a la orientación que me sumen en conjeturas probablemente equivocadas. ‘Ya no se ve —dice— ni día, ni Sol, ni Luna, ni estrellas con que podamos orientarnos: hemos entrado bajo la influencia de Suhail.’ Consulté otros libros más elementales —porque ahora son míos los días y las noches—, y aprendí que Suhail es la estrella equivalente a Yudai; equivalente en el sentido de que, mientras que ésta es la Polar del Norte, fija como una atalaya, la otra se llama Canopo, y sería la que guiase las navegaciones por la otra media esfera.

Mirar a la inmensidad del cielo, enjoyada por astros titilantes, desde esta tierra casi yerma, me produce escalofríos y a la vez un gran reposo. El hombre no es más que una centella que cruza el ancho pecho de la noche; pero la noche es infinita. Quizá eso a la chispa la consuele.

Me enorgullece, como a un niño que empieza a deletrear, adquirir y combinar estos datos. A menudo no los descifro bien; he perdido demasiado tiempo en naderías. Pero me compensa de tal pérdida el haber sido, aunque indigno, sultán de lo que restaba de un pueblo que, durante una destelleante época, ostentó en sus manos el cetro del conocimiento.

Me asegura El Maleh que el navegante de la capa raída se llama Cristóforo Colón, y es de raza judía. No me sorprende nada; judíos son todos los del entorno de esos reyes: sus secretarios, sus administradores, quienes les prestan y quienes les guardan los dineros. Son judíos hasta quienes les han preparado los documentos para expulsar a los judíos.

Los más sufrientes de esa raza no se me van de la cabeza. Cuentan que bajan en un puro sollozo desde Castilla a los puertos andaluces en donde embarcarán. Por lo que tienen prohibido llevarse y por lo que es materialmente imposible que se lleven, los que los expulsan, o los que se han bautizado y se quedan, les han dado unos pañizuelos, y han tenido que morderse los labios y el alma y contentarse con lo que los abusadores les brindaban. Hay judíos que han muerto a consecuencia de comerse su oro para atravesar las aduanas con él en el vientre; me asegura El Maleh que a una mujer la abrieron, ya cadáver, y le encontraron dentro más de setenta ducados. La desesperación los empuja a la muerte.

No lejos de aquí han cruzado algunos camino de Adra. Me ha informado Bejir de que riegan literalmente la tierra con sus lágrimas. Muchos viejos se sientan a la orilla del camino a dejarse morir; rechazan, al final de su vida, reiniciarla en un sitio inimaginable para ellos. Se arrastran como animales los enfermos, los tullidos, las preñadas, los niños de pies ensangrentados, y todos parten desvalidos, con el terror en los ojos, desprovistos de ajuares y de enseres, sólo amparados en su fe.

Los cristianos, como todo socorro, les ofrecen, por los pueblos que pasan, conversión y bautismo.

Dice Bejir que sus rabinos, para alentarlos, llorando a mares, les hacen cantar himnos y salmos, y tañer panderos y adufes como si fuesen de romería, hasta que las mujeres, de tanto pesar, se caen de las monturas, los hombres se mesan los cabellos, y no saben los mancebos hacia dónde mirar que no sea muerte.

Yo he evocado hoy al médico Ibrahim, que ha resultado ser profeta de su ley. Me congratulo de que muriera antes de cumplirse su propia profecía.

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